Recuerde el alma dormida, y la despierta también, la aparición de Podemos en la palestra nacional, dirigido por un grupo de universitarios capitaneado por un profesor con coleta, que, al frente de una hueste indignada por los efectos de la crisis financiera, pretendía ostentar la hegemonía de la izquierda y tomar el cielo por asalto.
Por su
osadía, formación teórica y un mensaje duro con las derechas e incluso hiriente
con las fuerzas políticas más afines -Izquierda Unida, PSOE-, pronto destacó el
capitán Coleta del núcleo dirigente de Podemos, dando la sensación de que tenía
la solución a los males del país porque disponía del dictamen más acertado de la
realidad, que era la diferencia abismal entre la casta y la gente. Elemental
distinción que señalaba la desigual distribución del poder y la riqueza, pero desechaba
la lucha entre clases sociales como un instrumento propio de la vieja
izquierda, condenada siempre a perder y a ejercer un papel político secundario.
Iglesias
representaba bien la figura del forastero recién llegado, dispuesto a poner las
cosas en su sitio y a cada uno en su lugar, pues acababa de descubrir la
imperfección del mundo, de la Transición española y, en particular, del
resultante régimen del 78, pero, en realidad, observaba el país con los ojos de
un turista que se había prendado de lo pintoresco, de lo icónico; de lo diverso
con fijación patológica.
Con
hábiles movimientos entre sus pretorianos, se colocó en lugar preferente,
empezando por su propio partido al prescindir de sus colegas del “núcleo
irradiador” y, favorecido por la coyuntura y el largo mandato en funciones de
Rajoy, creyó que podía establecer la agenda de la política nacional elección
tras elección. Con habilidad, ofició como dueño del reloj político -tic tac,
tic tac ¿recuerdan?- y marcó el paso del tiempo a los adversarios, pero, sobre
todo, a sus amigos y posibles aliados.
Al final,
en un segundo intento llegó la oportunidad buscada -tic tac, tic tac- y Podemos
pudo alcanzar el gobierno del país -incluido Iglesias-, como socio minoritario
en coalición con el PSOE. En un tiempo inusualmente corto desde su fundación, Podemos
pasó de la calle al gobierno central sin pasar una larga temporada en la
oposición parlamentaria, velando las armas antes de ponerse a desfacer
entuertos y, sobre todo, a provocarlos, pues su condición de socio menor y sus
concomitancias con otros condicionales aliados parlamentarios le han permitido
ejercer una constante presión sobre el PSOE.
Aficionados
al suspense y a ejercer presión hasta el final -tic tac, tic tac- para conceder
su necesaria aportación al programa legislativo, Iglesias, Montero, Belarra y
Echenique, han hecho un ejercicio de lealtad condicionada o, si se prefiere, de
deslealtad permanente ante cada medida adoptada por la mayoría del Gobierno que
no se ajustaba a su parecer. Con notable sectarismo han criticado al gobierno
del que forman parte en asuntos esenciales y secundarios, pero manteniéndose
dentro de él, sin respaldar su discrepancia en cuestiones de principio -por
ejemplo, la guerra en Ucrania- con la consiguiente dimisión.
No han
sido casos aislados, errores o meteduras de pata de gente inexperta, sino una actitud
de crítica permanente para desgastar al PSOE creyendo que, al mismo tiempo, no
se desgastaba Podemos.
Intentar
salvarse hundiendo a su socio principal ha sido una táctica insensata, fundada
en creer que Podemos podía desentenderse no sólo de las decisiones políticas
salidas del gobierno de coalición, sino del deterioro generado por su propia deslealtad,
aprovechado por la derecha para arremeter contra el PSOE, contra Podemos y
contra sus apoyos. El “ruido” generado por la derecha ante estas reiteradas
divergencias en el Gobierno ha sido de tal magnitud que ha impedido difundir de
modo positivo lo realizado, llevando la confusión a los beneficiarios de tales
medidas. El servicio gratuito prestado a la destructiva oposición de la derecha
lo han recogido las urnas en forma de castigo, el pasado día 28 de mayo,
dejando a Podemos menguado, dividido y en vías de desaparecer.
Pero su
pérdida de influencia era perceptible desde antes. Y ese es el origen de Sumar,
visto como un inoportuno competidor por Iglesias, desde fuera, y Montero y
Belarra desde dentro del Gobierno, en vez de verlo como un posible remedio a su
decadencia.
Sumar,
como un nuevo proyecto para agrupar las fuerzas a la izquierda del PSOE, es el
salvavidas, la tabla de salvación del maltrecho Podemos, cuyos dirigentes han
respondido del modo habitual: sin autocrítica y presionando hasta el final -tic
tac, tic tac- para lograr una buena posición en las listas de candidatos a las
elecciones generales.
Es
dudoso que su inclusión en las listas pueda aportar votos, sino más bien lo
contrario si se piensa en la trayectoria, pues no hay garantía alguna de que
quienes se han comportado de modo tan desleal con el gobierno en el que
figuraban como principales socios, no vayan a hacer lo mismo en este caso.
Es
más, sería una contradicción que quienes han contribuido directamente a
desgastar al gobierno de coalición puedan figurar en las listas de un partido
nuevo que aspira a reeditarlo para continuar la labor legislativa que ha
quedado pendiente. Aunque habría una manera de que Podemos pudiera ser admitido
en Sumar, que es excluir a su núcleo dirigente. Es más, Montero,
Belarra y Echenique deberían dimitir, lo tendrían que haber hecho ya, para
dejar a las bases y a las organizaciones locales decidir su entrada en Sumar o
quedarse fuera como una opción independiente, esperando que las urnas les den
suerte.
La renuncia de los máximos
responsables de Podemos sería un gesto digno que podría marcar su salida de la
actividad política y su entrada, siguiendo a Iglesias, en las actividades
privadas. Y deben adoptar esa decisión generosa y sensata, antes de la
medianoche del próximo viernes -tic tac, tic tac-, que es cuando el coche
oficial se convertirá en una calabaza.
8 de junio de 2023. El
obrero.es
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