(Entra música: “All of me” Chris Barber).
Sigo sudando. Tengo la camisa empapada y pegada al cuerpo; las manos mojadas aprietan con fuerza la culata del fusil, pero el pulso me tiembla tanto que la boca del cañón golpea rítmicamente la pared haciendo pequeñas muescas en la pintura. Tengo que serenarme o fallaré.
¿Y si me marchara? Nadie se va a enterar; aún
estoy a tiempo... No, ya no. Oigo las sirenas anunciando el cortejo, pero desde
donde estoy -un piso alto- todavía no lo veo.
Ahora aparecen los primeros motoristas
abriendo paso; les siguen varios coches del séquito... y ya, ¡por fin!, en un
descapotable, Jacqueline y su marido saludando. Sonríen como muñecos y miran a
la multitud, congregada a ambos lados de la avenida, moviendo las manos.
Jacqueline lleva un traje de chaqueta rojo
con un sombrerito a juego, y él, un traje gris, como casi siempre.
No puedo entretenerme mirando, porque el
trecho que puedo cubrir desde aquí no es muy largo.
Ajusto la mira telescópica y encaro el fusil.
Tiemblo. ¡Maldito pulso! Aguanto la respiración y acciono el cerrojo: una bala
pasa a la recámara.
Me seco la mano en el pantalón. Respiro
hondo, contengo el aliento y vuelvo a apuntar el arma mientras me despido de
Jacqueline para siempre. Ella nunca sabrá que la mato por amor, más que por
despecho
Sigo el sombrerito, que distingo nítidamente
en el visor, y curvo el dedo sobre el gatillo. La presión debe ser constante, lenta,
para que ningún movimiento brusco altere la posición del cañón.
Con una sacudida, el proyectil sale disparado
buscando el coche presidencial. Inmediatamente, con un gesto rápido muevo el
cerrojo, meto otra bala y, tras apuntar rápidamente, aprieto de nuevo el
gatillo, pero, a través de la imagen ampliada que me ofrece la mirilla
telescópica del fusil, observo que he fallado: el primer disparo ha derribado
al muñeco petulante que buscaba Jacqueline para marido; el segundo, se ha
llevado por delante la Nueva frontera junto
con la vida de John Fitzgerald Kennedy. ¡¡Dios mío!! ¿Cómo he podido fallar? Estoy
tan nervioso que no sé como no he matado también al conductor.
Jacqueline se ha movido hacia el presidente,
pero éste, empujado por el impacto de los dos balazos, se ha desplomado hasta
el fondo del coche. Dos agentes de la escolta saltan dentro del vehículo, que
emprende veloz carrera, y cubren con sus cuerpos de gorila el del primer
mandatario, pero ya es tarde.
Jacqueline, recordando, sin duda, nuestro último
encuentro en Nueva York mira a todas partes buscando mi rostro entre la gente,
pero su esfuerzo es inútil porque mi emplazamiento está bien elegido.
Me siento como un idiota: parezco escogido
por alguna conspiración cósmica para acabar con la Nueva frontera, la Alianza
para el Progreso y para apartar, de paso, de la política a un poderoso clan
familiar que hizo su fortuna en tiempos de la ley seca.
¿Soy un cretino o un inconsciente justiciero?
Al fin y al cabo, yo no tengo la culpa de tener tan mala puntería... ni de ser
negro y tocar pésimamente el saxofón.
Fin
(Entra música: “Jailer bring me water”, Bobby
Darin).
* * * * * * * * * * * * * *
Escrito la noche del 14 de mayo de 1988, al día siguiente de la muerte de Chet Baker. Dedicado a mi mujer, cuando aún no lo era.
Emitido por RNE-Radio 3, el día 8 de
noviembre de 1988, en el programa “Caminando sobre la luna”, en la
dramatización de Luz Elez Villaroel, con la colaboración de Eduardo MacGregor,
que puso voz al saxofonista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario