(Entra música de acordeón: “Rue aux fleurs”, Les compagnons d’accordeon)
Nos encontramos de sopetón, en la puerta de
un "bistrot" del boulevard Saint Michel. Ella entraba y yo salía,
corriendo porque llegaba tarde a un ensayo. Iba tan deprisa que prácticamente
la arrollé y, como soy bastante patoso, con la funda del saxofón le di un golpe
en el muslo que casi la derribó.
En mal francés me disculpé mientras la
ayudaba a sostenerse en pie, y ella, en colérico inglés, me contestó que andaba
algo escaso de modales y añadió algo más, pero las últimas palabras de la frase
apenas las oí, porque ya emprendía un descortés y veloz trote por la acera
hacia la "cave" donde tenía el ensayo.
París era entonces un hervidero de músicos de
jazz. Yo había ido módicamente contratado con una banda de quinta categoría,
pero apenas tuve tiempo de saborear las modestas mieles de un triunfo que noche
tras noche se escapaba, porque o el contrato no estaba bien asegurado o el dueño
del tugurio donde actuábamos comprobó que no éramos tan buenos como pensaba, o
peores de lo que imaginó, el caso es que al cabo de una semana de tratar
inútilmente de distraer a la clientela de aquel antro nos puso en la calle. Esa
noche la banda se deshizo y cada cual se fue por su lado.
Días después, un colega me dijo que Chet
Baker estaba reorganizando su grupo para preparar una gira por varios países de
Europa, así que fui a verle al Club Saint Germain, que era donde actuaba, para
ofrecerle mis modestos servicios de saxofonista.
La plaza ya estaba ocupada, pero,
aprovechando que ya estaba allí, Chet me pidió que tocara un rato con ellos,
porque siempre -dijo él- era bueno escuchar a otro músico y comprobar su
talento.
A su cuarteto norteamericano, ahora trío,
Chet Baker había incorporado algunos músicos franceses y un batería sueco, de
manera que me propuse causar buena impresión. Saqué despacio mi modesto saxo de
la funda, busqué una caña y con mucha escuela le pasé la lengua con parsimonia,
para acabar mordiéndole el borde, como si se tratara de la manía de un virtuoso
consumado, pero aquella puesta en escena no pareció impresionar al maestro, que
con un gesto de cabeza dio la orden de empezar cogiéndome desprevenido y con el
saxo a medio colgar, por lo que entré tarde y una octava más alta, que quise
arreglar con una escala descendente que me sacó de compás. (entra: “Sad walk”
de Chet Baker).
Muy deprimido por la reciente desaparición de
su amigo el pianista Dick Twardzick, muerto de una sobredosis de heroína, Chet
escogió una pieza triste para probar mis habilidades de pretendido maestro.
Jamás he vuelto a escuchar "Sad walk" como aquella vez: la melancolía
también se había apoderado de los demás músicos, que, como sombras, parecía que
no tocaban los instrumentos, sino que acompañaban con gestos sonoros el lamento
que brotaba de la trompeta del genio.
Yo, emocionado por la presencia del maestro e
impotente por la magia del momento, hice lo que pude, que fue bastante poco.
Al acabar, Chet, mirándome torvamente, me
dijo:
.- ¡Vaya mierda, muñeco! ¡Tocas como un
salchichero!- y se olvidó de mí para centrarse en la trompeta y en la botella
de whisky que tenía a mano. Excuso decir que no pude tocar con ninguno de los
grandes "jazzmen" que pululaban entonces por París, y cuando mi
situación empezaba a ser desesperada y ya me resignaba a tocar por las esquinas
a cambio de una limosna, me contrató un español que cubría, con una heterogénea
banda, el espectáculo de medianoche de un cafetín de Pigalle. Claro que lo que
tocaba aquel sujeto no era jazz ni era nada, quizá por eso me contrató. Con
certeza nunca lo sabré, pero siempre lo he sospechado. (Entra música: “España
cañí”).
Sin embargo, sirvió para volver a encontrarme
con Jacqueline una noche que ella cayó por allí con un grupo de extravagantes
amigos.
(Entra música: “You are too beautiful”, John
Coltrane y Johnny Hartman).
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