domingo, 22 de noviembre de 2020

Jacqueline (2)

 (Entra música de acordeón: “Rue aux fleurs”, Les compagnons d’accordeon)

 La conocí en París, a principios de los años cincuenta. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer.

Nos encontramos de sopetón, en la puerta de un "bistrot" del boulevard Saint Michel. Ella entraba y yo salía, corriendo porque llegaba tarde a un ensayo. Iba tan deprisa que prácticamente la arrollé y, como soy bastante patoso, con la funda del saxofón le di un golpe en el muslo que casi la derribó.

En mal francés me disculpé mientras la ayudaba a sostenerse en pie, y ella, en colérico inglés, me contestó que andaba algo escaso de modales y añadió algo más, pero las últimas palabras de la frase apenas las oí, porque ya emprendía un descortés y veloz trote por la acera hacia la "cave" donde tenía el ensayo.

París era entonces un hervidero de músicos de jazz. Yo había ido módicamente contratado con una banda de quinta categoría, pero apenas tuve tiempo de saborear las modestas mieles de un triunfo que noche tras noche se escapaba, porque o el contrato no estaba bien asegurado o el dueño del tugurio donde actuábamos comprobó que no éramos tan buenos como pensaba, o peores de lo que imaginó, el caso es que al cabo de una semana de tratar inútilmente de distraer a la clientela de aquel antro nos puso en la calle. Esa noche la banda se deshizo y cada cual se fue por su lado.

Días después, un colega me dijo que Chet Baker estaba reorganizando su grupo para preparar una gira por varios países de Europa, así que fui a verle al Club Saint Germain, que era donde actuaba, para ofrecerle mis modestos servicios de saxofonista.

La plaza ya estaba ocupada, pero, aprovechando que ya estaba allí, Chet me pidió que tocara un rato con ellos, porque siempre -dijo él- era bueno escuchar a otro músico y comprobar su talento.

A su cuarteto norteamericano, ahora trío, Chet Baker había incorporado algunos músicos franceses y un batería sueco, de manera que me propuse causar buena impresión. Saqué despacio mi modesto saxo de la funda, busqué una caña y con mucha escuela le pasé la lengua con parsimonia, para acabar mordiéndole el borde, como si se tratara de la manía de un virtuoso consumado, pero aquella puesta en escena no pareció impresionar al maestro, que con un gesto de cabeza dio la orden de empezar cogiéndome desprevenido y con el saxo a medio colgar, por lo que entré tarde y una octava más alta, que quise arreglar con una escala descendente que me sacó de compás. (entra: “Sad walk” de Chet Baker).

Muy deprimido por la reciente desaparición de su amigo el pianista Dick Twardzick, muerto de una sobredosis de heroína, Chet escogió una pieza triste para probar mis habilidades de pretendido maestro. Jamás he vuelto a escuchar "Sad walk" como aquella vez: la melancolía también se había apoderado de los demás músicos, que, como sombras, parecía que no tocaban los instrumentos, sino que acompañaban con gestos sonoros el lamento que brotaba de la trompeta del genio.

Yo, emocionado por la presencia del maestro e impotente por la magia del momento, hice lo que pude, que fue bastante poco.

Al acabar, Chet, mirándome torvamente, me dijo:

.- ¡Vaya mierda, muñeco! ¡Tocas como un salchichero!- y se olvidó de mí para centrarse en la trompeta y en la botella de whisky que tenía a mano. Excuso decir que no pude tocar con ninguno de los grandes "jazzmen" que pululaban entonces por París, y cuando mi situación empezaba a ser desesperada y ya me resignaba a tocar por las esquinas a cambio de una limosna, me contrató un español que cubría, con una heterogénea banda, el espectáculo de medianoche de un cafetín de Pigalle. Claro que lo que tocaba aquel sujeto no era jazz ni era nada, quizá por eso me contrató. Con certeza nunca lo sabré, pero siempre lo he sospechado. (Entra música: “España cañí”).

Sin embargo, sirvió para volver a encontrarme con Jacqueline una noche que ella cayó por allí con un grupo de extravagantes amigos.

 Continuará.

(Entra música: “You are too beautiful”, John Coltrane y Johnny Hartman).

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