(Entra música: “Take five”, Dave Brubeck).
Jacqueline y sus amigos regresaban de una juerga porque estaban bastante animados y alguno conservaba a duras penas la posición vertical, pero eso a mí no me importaba; al contrario, favorecía mis planes, porque así podría separarla de tan sosa compañía y hablarle a solas, con el pretexto de pedirle disculpas por nuestro primer encuentro.
Cuando acabé de actuar con el esotérico
grupo, me dirigí hacia ella sin pestañear y la saludé:
.- ¡Hola! Somos compatriotas, ¿no?
Ella se quedó mirándome un tanto perpleja,
rebuscando en su memoria alguna referencia anterior mientras me escrutaba con
gesto inquisidor la cara, la raída camisa, las manchas de la chaqueta, los
pantalones arrugados como fuelles de acordeón y los trotados zapatos. Imaginé
que repasaba, a toda velocidad, su catálogo mental desechando los capítulos
inservibles -jet set, nobleza europea, gente divertida, hombres interesantes,
posibles maridos, artistas, millonarios, políticos...- para detenerse en el
epígrafe correspondiente a las clases inferiores, subgrupo de buhoneros,
cómicos y músicos tercermundistas. Finalmente, el saxo, que yo había conservado
previsoramente entre las manos, le dio la clave de mi identidad.
.- Bueeeeeno, ¡eso sí! - contestó con una
sonrisa glacial, apartando de mí una mirada de ofidio, que no olvidaré.
Logré hilvanar tres o cuatro sandeces más con
la intención de interesarla en mi conversación y, en un aparte, concertar una
cita para el día siguiente, pero ella se las arregló para desbaratar mi plan y,
además, conseguir que le buscara un taxi, en el que desapareció con uno de
aquellos maniquíes.
Una semana más tarde, también por azar, desde
lejos la vi entrar en un elegante café de los Campos Elíseos, así que, pese a
los prohibitivos precios del establecimiento, me aventuré a penetrar en aquel
santuario del ocio de cinco estrellas para hacerme el encontradizo.
Estaba rodeada, como siempre, por un numeroso
grupo de distinguidos cretinos que le servían de guardia pretoriana, pero sin
ningún pudor me propuse atravesar aquella barrera de petronios y lo logré. El
encuentro fue breve, pero finalmente obtuve una desganada cita para dos días
después, en el mismo sitio.
Allí estuve, pagando
café tras café a precio de oro, esperando vanamente cuatro horas. No podía
saber que ella, esa tarde, se encontraba en Montecarlo.
Su desprecio me sumió en una profunda
depresión y busqué desesperadamente el olvido en la bebida y en la música. Y
digo que fue de manera desesperada porque no lograba emborracharme lo
suficiente como para superar la chispa payasa, pero sin llegar a la esterilizante
cogorza llorona, así que no pude olvidarla, y, mucho menos todavía, componer
una balada insondable y triste que pasara a los anales de la historia musical
de los saxofonistas despechados.
Buscando una perfección que sólo podían
alcanzar las trompetas (y los saxofones) del Juicio Final, pretendí,
infructuosamente, emular a Charlie "Bird" Parker y a otros maestros,
quienes, ayudados por las drogas y el alcohol, a medida que descendían los
oscuros peldaños de la degradación humana elevaban su arte a cimas inconmensurables.
Pero todo fue en vano: las musas desoyeron mi llamada y lo único que conseguí
fue una hepatitis y quedarme flaco como una espátula.
Cansado de buscar a Jacqueline afanosamente
por todos los antros nocturnos de París y de tocar pasodobles por las noches en
aquel apestoso cafetín de Pigalle, un día hice la reducida maleta y regresé a
Nueva York. La chica, definitivamente, se había ido.
Continuará.
(Entra sonido de un reactor y se funde con “Good
bye, my love”, The Searchers).
No hay comentarios:
Publicar un comentario