(Entra música: “Alone”, Kitty Carlisle y Allan Jones).
Largos vestidos de seda, olor a perfumes
caros, caballeros de etiqueta, pieles, joyas y carcajadas me envolvieron antes
de que un servicial lacayo me sacara a empellones de la gruesa alfombra que
atravesaba la acera, para que no estorbara el paso de tan distinguida comitiva.
Cuando ya me había librado de las manazas de aquel gorila disfrazado de
almirante, oí una risa áspera que en seguida reconocí. Me volví y era ella: la
fugaz, la itinerante y evanescente Jacqueline.
Como un sonámbulo quise avanzar unos pasos
hacia el grupo, pero el contumaz sirviente me lo impidió. Ella me miró de
soslayo sin aparentar reconocerme y entre risas se introdujo con un par de
galanes en un Rolls Royce que acababa de detenerse, silenciosa y suavemente, al
borde de la acera, justo donde terminaba la alfombra.
Por una curiosa jugada del destino, volvimos a
encontrarnos, esta vez sin galanes ni porteros, unas semanas más tarde, en el
aeropuerto.
Yo había acudido a esperar a mi madre, que
llegaba de Nueva Orleans, y Jacqueline, cargada de maletas, pero increíblemente
sola, tenía la pretensión de embarcarse hacia Boston.
Me acerqué a ella ceñudo y con la varonil seguridad
de un hombre ofendido, pero me desarmó sin esfuerzo con una sonrisa, al tiempo
que me señalaba con la mirada el abultado equipaje. Me lo cargué como pude, y
ella, libre ya de estorbos, me indicó que la siguiera hasta un mostrador. Allí
me retuvo un rato, esperando una pequeña cola, y después, a un paso que me
hacía echar los bofes por la boca, me arrastró a facturar las pesadas maletas,
para acabar, sólo con equipaje ligero, delante de una puerta de embarque.
Una vez allí, sin haber cruzado más de media
docena de palabras funcionales, pretendió despedirme alargándome un dólar. Me
molestó, pero tuve el arrojo de pedirle una cita. Su respuesta fue glacial:
.- No seas
impertinente, chico. Un mundo nos separa; quiero llegar a lo más alto.
.- ¿A la Casa Blanca? - pregunté yo, porque
para mí eso es la cima del mundo.
.- ¡Tú lo has dicho! - y, sin volverse ni
despedirse, se marchó guardándose el dólar.
Ciego de rabia, todavía acerté a gritarle:
.- Un día de estos te acordarás de mí. ¡Te lo
juro! ¡Te lo juro!
Desde aquel día no he vuelto a verla. Aunque
he sabido de ella, claro, y he comprendido cuán quiméricas eran mis pretensiones,
pero yo he creído firmemente en la Constitución de este país y en la igualdad
de oportunidades.
Ella siguió su carrera meteórica hacia la cima
y yo... bueno, yo no. Después de una abultada colección de fracasos, me di
cuenta de que el jazz no era lo mío, que, por muy raro que parezca, no tengo
ese "feeling" que es el alma del jazz y, además, la naturaleza se ha
ahorrado en mí la necesaria dosis de "swing" que precisa el saxo.
Cansado de
malvivir como un mal músico, dejé Nueva York y ahora vivo en Dallas, con mi
familia -mujer y dos chicos-, una buena familia, y tengo mi propio negocio; un
negocio sin grandes pretensiones, pero que va bien: una pequeña tienda en la
que vendo hamburguesas y perritos calientes.
Muy tarde he comprendido la profecía de Chet
Baker, cuando me dijo en París, hace ya un millón de años, que tocaba el saxo
como un salchichero. Tenía razón el maestro: los salchicheros no tocan el saxo:
venden salchichas, que es lo que yo hago con bastante soltura en mi
establecimiento, al que no he podido evitar ponerle un gran letrero con luces
de neón, que dice "THAT OLD SAX".
Mi vida transcurría tranquila, detrás del
mostrador, entre mi familia, las salchichas y los partidos de baloncesto, hasta
que el otro día dijeron por televisión que Jacqueline y su marido preparaban
una visita a Dallas. Desde entonces no he podido dormir.
Continurá
(Entra música: “One of these days”, Emmylou Harris).
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