“Volver a hacer grande América” fue el lema de la campaña electoral que llevó a Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos y que ha orientado, según él, las decisiones de su mandato. Lo cual supone admitir el paulatino declive del imperio americano en un mundo que se ha vuelto multipolar, pero este retorno al pasado -que ya intentó Reagan (el lema electoral es suyo) con la desregulación económica, el impulso al capitalismo financiero y algunas pequeñas y teatrales aventuras militares contra nimios adversarios- implica no sólo el crecimiento de Estados Unidos mediante una selectiva política arancelaria, sino establecer un orden mundial adecuado a tal propósito, lo cual exige deshacer el orden mundial existente, ya bastante maltrecho. América, es decir, Estados Unidos, sólo puede volver a ser grande como nación, si el resto del mundo se hace pequeño y se acopla a su renovado sueño imperial. Justo lo contrario de lo que hizo F. D. Roosevelt, al proponer la fundación de la ONU para limitar las apetencias de los países más poderosos.
“América
primero”, viene a ser “América manda otra vez” sin discusión. Con ello Trump recupera
la intención de que el siglo XX fuera el siglo americano y que, tras la II
Guerra Mundial, Estados Unidos sería la nación hegemónica. No pudo ser, porque la
URSS forzó una hegemonía compartida en un orden mundial bipolar.
El
sueño volvió tras la caída del muro de Berlín, en 1989, y la disolución de la
URSS, en 1991, con la primera guerra del Golfo Pérsico, cuando Bush, padre, señaló,
en 1992, el nacimiento de un nuevo orden mundial para el siglo XXI, seguido por
su hijo, esbozado en el Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, que
señalaba la prioridad de la política de defensa y abogaba por la seguridad
mundial fundada en una “pax americana”.
Los
demócratas, menos doctrinarios, percibieron la situación con más realismo y, si,
ante la existencia de otras grandes naciones, Estados Unidos ya no podía ser el
árbitro del mundo, la nación hegemónica, seguiría siendo una nación
imprescindible, según definición de Madeleine Albright, secretaria de Estado
con Bill Clinton, en un orden inevitablemente multipolar. En función de esta
idea, Obama organizó ciertas retiradas militares y suscribió una serie de
acuerdos internacionales, que han sido sistemáticamente abolidos por Trump, de
modo, que, de su mano, Estados Unidos puede pasar con facilidad de ser la
nación imprescindible para el equilibrio mundial, a ser la nación aborrecible
que lo ponga en peligro, cuando más necesario es el acuerdo entre gobiernos
ante la magnitud de problemas que exigen soluciones a escala planetaria.
Con
su experiencia de empresario inmobiliario que ha conocido varias quiebras, al
llegar a la Casa Blanca aseguró que iba a dirigir la nación como si fuera una
empresa, pero se olvidó de aclarar que lo haría como si fuera su propia
empresa, porque Trump no es un empresario corriente, sino un especulador a
corto plazo, que mira lo que sucede a su alrededor como un ave rapaz, buscando
la inversión que reporte rentabilidad inmediata; es un depredador constante, un
oportunista con aires de matón y trucos de charlatán, que luego justifica sus
decisiones a golpe de “tuit”. En ello no existe otra lógica que el oportunismo;
lo que prevalece es el instante, la decisión del momento y el beneficio inmediato,
sin sopesar los efectos a medio o largo plazo; es un táctico, no un estratega.
A esa actitud ha sumado sus obsesiones y la insana aversión a los demócratas,
particularmente, a Barack Obama.
La
guía de su mandato ha sido hacer cenizas los resultados de las legislaturas de
Obama, retirándose o reformulando los compromisos contraídos, como el NAFTA con
Méjico y Canadá, el Acuerdo Transpacífico, el Acuerdo de París sobre el clima,
el Acuerdo Nuclear con Irán, la Organización Mundial de la Salud o la
Organización Mundial del Comercio, con el objetivo de deshacer acuerdos
antiguos y compromisos colectivos o a varias bandas, para establecer pactos
bilaterales con otros países, donde el peso político, económico y militar de
Estados Unidos permita imponer las condiciones. Así ha acentuado la tensión con
China, con Corea del Norte, con Méjico, con Irán o con la Unión Europea y en la
propia OTAN, pero luego le gustan los gobernantes duros y autoritarios, como el
coreano Kim Jong-un, Netanyahu, el árabe Ibn Salmán, el filipino Duterte,
Bolsonaro, Boris Johnson, Erdogan, el polaco Kaczynski, el húngaro Orbán y el
nuevo zar de Rusia, Vladimir Putin. Y trata mal a sus leales aliados de la
Unión Europea. Parece como si la consigna “América, primero”, recitada
continuamente, persiguiera aislar Estados Unidos respecto al resto del mundo,
como lo está él en el Gobierno, con la desconfianza como norma, pues nadie está
a la altura de su personalidad narcisista, ni nadie sabe tanto como él de cada
asunto -la CIA no sabe, el FBI no sabe, los generales son unos gallinas-. Tres
decenas de personas depuestas de sus altos cargos en la Administración dan
cuenta de la intransigencia y del aislamiento en que vive, sólo asistido por su
familia y por colaboradores incondicionales.
En
el orden interior, también se han dejado ver sus intenciones de clase y sus obsesiones
de sexo y de raza. Ha hecho gala de machismo, su xenofobia ha dictado su
política migratoria y su racismo latente contra Obama, cuando solicitó que
mostrase su partida de nacimiento, se ha vuelto militante durante estos años al
atizar el enfrentamiento racial y ponerse de parte de los supremacistas blancos
ante los casos en que la brutalidad de la policía que provocado víctimas
mortales entre la población de color. Su mandato ha quedado retratado en la
muerte de George Floyd por asfixia y en cómo animó después a los racistas
blancos, a los que ha embellecido con el apelativo de “muchachos orgullosos”.
Alardeando
de un patriotismo impostado, pues él no ha servido en nada a su país, ni en el
ejército ni en organizaciones de paz, sino al contrario, su patriotismo ha
consistido en servirse de su país para su propio beneficio, ha promovido un
nacionalismo exacerbado, blanco, intransigente y machista. En otro orden de
cosas, no ha dudado en bajar los impuestos a los más ricos y en tratar de abolir
la reforma sanitaria de Obama, que protege a los más pobres.
Deja
un país dividido por la desigualdad de oportunidades y las abismales
diferencias de renta que no dejan de crecer, por las tensiones entre residentes
y emigrantes, entre hombres y mujeres, estas en un movimiento pujante, que
reclama igualdad de derechos, y sobre el fondo omnipresente del problema
racial, que el país arrastra desde su fundación.
Por la
importancia de Estados Unidos, su mandato ha contribuido a agravar y a posponer
la solución de problemas urgentes de este mundo y a que millones de personas
vivan peor, empezando por sus compatriotas más desfavorecidos por la suerte. Su
herencia es funesta, por lo que sería deseable que saliera despedido de la Casa
Blanca -“Fired!”-, y se recluyera en su torre de Manhattan por una larga
temporada.
2 de
noviembre, 2020.
El
dibujo es de mi hermano Antonio
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