domingo, 6 de diciembre de 2020

Veintiséis millones

 Veintiséis millones son muchos millones; 26 millones de hijos de puta son muchos hijos de puta, más aún, si no se determina quiénes son, por qué son así calificados y, sobre todo, por qué razones deben ser sometidos a una depuración colectiva mediante una ejecución tan sumaria. En cualquier caso, una desmesura, un exceso de fanatismo producido por una visión esperpéntica de la historia de España, enunciado en un momento de cólera por una persona, que, a todas luces, o mejor dicho, a falta de ellas, no entiende nada, absolutamente nada, del mundo en que vive y de España, a la que en su día juró defender, y menos aún de la difícil coyuntura en que se encuentran Europa y el país, su país, y también el de esos veintiséis millones de hijos de puta, a los que pretende privar de la patria por el expeditivo procedimiento de privarles de la vida.

Si se trata de una figura retórica, que no parece venir de una persona dada al manejo la pluma, la cifra supera aquella otra de un verso de Dámaso Alonso, que definía Madrid como una ciudad poblada por un millón de muertos.

Veintiséis millones de muertos son muchos muertos, demasiados muertos, siquiera como figura retórica, que supera las cifras reales de la pandemia, de la guerra civil y de la solución final que Hitler y Himmler dieron al “el problema judío”, a los que deja casi como aprendices ante esta bárbara “solución final” para el “problema de España”. Porque parece que se trata de eso: de que no se puede convivir -el infierno son los otros, decía Sartre- ni siquiera coexistir con 26 millones de personas calificadas de hijos de puta. ¿Tantos?

La cifra espanta, por lo que suscita general y público rechazo, pero no sería extraño que, interiormente, muchas personas tuvieran su “cifra ideal” de “hijos de puta ajusticiables”, con los que no pueden coexistir, sin que necesariamente merezcan la muerte; bastaría con expulsarlos, privarlos de sus derechos o reducirlos al silencio, para que dejen de molestar; quizá sea éste un problema nacional. La cifra incluso se puede negociar para ser aceptada como tolerable, conveniente e incluso necesaria. Cuánta gente acepta no ya las víctimas de la guerra civil -de la última, de las otras no hablo-, sino las víctimas producidas después, en los años de la paz y las juzga necesarias en aras, precisamente, de la paz. Y cuánta gente encuentra hoy razonable una cifra que se acerca a las novecientas víctimas, sacrificadas en la utopía de una Vasconia albanesa. Extraña afición la de este país a privarse periódicamente de una parte de sus ciudadanos, suprimidos del censo de los vivos a manos de otros ciudadanos.

Dejo aquí unas reflexiones de Juan Goytisolo -“Blanco White: por qué se fue un español”- publicadas en 1972, en Triunfo, sobre el genial transterrado, al que emparenta en su apreciación de la intolerancia y la violencia en la historia de España con otro genio, Francisco de Goya.

<<En lo que respecta a los acontecimientos que entre 1808 y 1812 asolaron la Península, la comunidad de visión entre el escritor y el pintor es todavía más notable. Si al describir el motín de Almaraz, el linchamiento de Mérida o las escenas callejeras de Madrid y de Sevilla, Blanco menciona la “infortunada propensión de verter sangre de sus compatriotas” y, en 1836 nada menos, escribe a su hermano Fernando que “no ve un fin a la guerra civil”, en “Los desastres de la guerra”, Goya, parece adivinar igualmente las leyes cíclicas de la historia española contemporánea, en la que, como es sabido, al zumbido y la furia de las crisis (revoluciones, guerras civiles) suceden largos períodos de calma, embrutecimiento y modorra (regímenes de fuerza, dictaduras militares). Puesto que desde el siglo XVI la intolerancia es una gran virtud a los ojos de una mayoría de españoles, es obvio que nuestra sociedad no podía crear una convivencia factible: el desacuerdo debía desembocar fatalmente en las guerras carlistas del siglo XIX y en el millón de muertos de 1936-1939.

El relato del viaje de Blanco por tierras de Extremadura se inscribe en la órbita visionaria de la obra del gran pintor: Los “Desastres” implican una severa advertencia en la medida en que aventuran una inquietante profecía. Los muertos fusilados, mutilados, ahorcados que se repiten en las láminas de modo tan obsesivo, evocan irresistiblemente las ejecuciones y matanzas que ensangrentarán más tarde la Península. Incendios, pillajes, asesinatos, violaciones, cobran así, a posteriori, un significado premonitorio y siniestro.

La denuncia de la violencia latente, que busca y halla en cada época, el pretexto de manifestarse aparece en Goya, como en Blanco, desprovista de oropeles. Así se aclara por qué las luchas por cuestiones políticas, sociales, religiosas, etc, revisten entre españoles una intensidad desproporcionada a su objeto, y es que el objeto es otro. Conflicto de creencias o ideologías opuestas, sin duda; pero sólo el cainismo y la vieja saña hispánica pueden explicar su prolongado rigor y sus atrocidades. “El terco orgullo del pueblo español agrupado en dos partidos, resueltos ambos a sacrificar cualquier ventaja real en aras de su dignidad ideal, excluye toda probabilidad de compromiso” escribe Blanco, y con un pesimismo lúcido que los hechos han ratificado hasta hoy, concluirá: “España debe ser gobernada, absoluta y exclusivamente, ya por una Junta Apostólica, ya por una logia de comuneros”>>.

¿Así seguimos? ¿Sacrificando, si es preciso, veintiséis millones de hijos de puta?

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