Veintiséis millones son muchos millones; 26 millones de hijos de puta son muchos hijos de puta, más aún, si no se determina quiénes son, por qué son así calificados y, sobre todo, por qué razones deben ser sometidos a una depuración colectiva mediante una ejecución tan sumaria. En cualquier caso, una desmesura, un exceso de fanatismo producido por una visión esperpéntica de la historia de España, enunciado en un momento de cólera por una persona, que, a todas luces, o mejor dicho, a falta de ellas, no entiende nada, absolutamente nada, del mundo en que vive y de España, a la que en su día juró defender, y menos aún de la difícil coyuntura en que se encuentran Europa y el país, su país, y también el de esos veintiséis millones de hijos de puta, a los que pretende privar de la patria por el expeditivo procedimiento de privarles de la vida.
Si se trata de una figura retórica, que
no parece venir de una persona dada al manejo la pluma, la cifra supera aquella
otra de un verso de Dámaso Alonso, que definía Madrid como una ciudad poblada
por un millón de muertos.
Veintiséis millones de muertos son muchos
muertos, demasiados muertos, siquiera como figura retórica, que supera las
cifras reales de la pandemia, de la guerra civil y de la solución final que
Hitler y Himmler dieron al “el problema judío”, a los que deja casi como
aprendices ante esta bárbara “solución final” para el “problema de España”. Porque
parece que se trata de eso: de que no se puede convivir -el infierno son los
otros, decía Sartre- ni siquiera coexistir con 26 millones de personas
calificadas de hijos de puta. ¿Tantos?
La cifra espanta, por lo que suscita general
y público rechazo, pero no sería extraño que, interiormente, muchas personas tuvieran
su “cifra ideal” de “hijos de puta ajusticiables”, con los que no pueden coexistir,
sin que necesariamente merezcan la muerte; bastaría con expulsarlos, privarlos
de sus derechos o reducirlos al silencio, para que dejen de molestar; quizá sea
éste un problema nacional. La cifra incluso se puede negociar para ser aceptada
como tolerable, conveniente e incluso necesaria. Cuánta gente acepta no ya las
víctimas de la guerra civil -de la última, de las otras no hablo-, sino las
víctimas producidas después, en los años de la paz y las juzga necesarias en
aras, precisamente, de la paz. Y cuánta gente encuentra hoy razonable una cifra
que se acerca a las novecientas víctimas, sacrificadas en la utopía de una
Vasconia albanesa. Extraña afición la de este país a privarse periódicamente de
una parte de sus ciudadanos, suprimidos del censo de los vivos a manos de otros
ciudadanos.
Dejo aquí unas reflexiones de Juan Goytisolo
-“Blanco White: por qué se fue un español”- publicadas en 1972, en Triunfo,
sobre el genial transterrado, al que emparenta en su apreciación de la
intolerancia y la violencia en la historia de España con otro genio, Francisco
de Goya.
<<En lo que respecta a los
acontecimientos que entre 1808 y 1812 asolaron la Península, la comunidad de
visión entre el escritor y el pintor es todavía más notable. Si al describir el
motín de Almaraz, el linchamiento de Mérida o las escenas callejeras de Madrid
y de Sevilla, Blanco menciona la “infortunada propensión de verter sangre de
sus compatriotas” y, en 1836 nada menos, escribe a su hermano Fernando que “no
ve un fin a la guerra civil”, en “Los desastres de la guerra”, Goya, parece
adivinar igualmente las leyes cíclicas de la historia española contemporánea,
en la que, como es sabido, al zumbido y la furia de las crisis (revoluciones, guerras
civiles) suceden largos períodos de calma, embrutecimiento y modorra (regímenes
de fuerza, dictaduras militares). Puesto que desde el siglo XVI la intolerancia
es una gran virtud a los ojos de una mayoría de españoles, es obvio que nuestra
sociedad no podía crear una convivencia factible: el desacuerdo debía
desembocar fatalmente en las guerras carlistas del siglo XIX y en el millón de
muertos de 1936-1939.
El relato del viaje de Blanco por
tierras de Extremadura se inscribe en la órbita visionaria de la obra del gran
pintor: Los “Desastres” implican una severa advertencia en la medida en que
aventuran una inquietante profecía. Los muertos fusilados, mutilados, ahorcados
que se repiten en las láminas de modo tan obsesivo, evocan irresistiblemente
las ejecuciones y matanzas que ensangrentarán más tarde la Península.
Incendios, pillajes, asesinatos, violaciones, cobran así, a posteriori,
un significado premonitorio y siniestro.
La denuncia de la violencia latente, que
busca y halla en cada época, el pretexto de manifestarse aparece en Goya, como
en Blanco, desprovista de oropeles. Así se aclara por qué las luchas por
cuestiones políticas, sociales, religiosas, etc, revisten entre españoles una
intensidad desproporcionada a su objeto, y es que el objeto es otro. Conflicto
de creencias o ideologías opuestas, sin duda; pero sólo el cainismo y la vieja
saña hispánica pueden explicar su prolongado rigor y sus atrocidades. “El terco
orgullo del pueblo español agrupado en dos partidos, resueltos ambos a
sacrificar cualquier ventaja real en aras de su dignidad ideal, excluye toda
probabilidad de compromiso” escribe Blanco, y con un pesimismo lúcido que los
hechos han ratificado hasta hoy, concluirá: “España debe ser gobernada,
absoluta y exclusivamente, ya por una Junta Apostólica, ya por una logia de
comuneros”>>.
¿Así seguimos? ¿Sacrificando, si es preciso, veintiséis
millones de hijos de puta?
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