Si
hacemos caso a la versión de los nacionalistas, ayer, día uno de octubre, se celebró el segundo
aniversario triunfal del triunfal referéndum de autodeterminación de la nueva, ma non nata, república catalana. Lo ratificaba una marcha, también triunfal, convocada bajo
el lema “Lo hicimos y ganamos” (“Ho vam fer i vam guanyar”), que reunió en
Barcelona a unas 20.000 personas (18.000 según la Guardia Urbana; 100.000
menos que el año pasado) para celebrar el fausto acontecimiento.
No
son muchas personas, si es Barcelona la capital de la nueva república, aunque quizá
la capital espiritual está en Waterloo y la capital ideológica deba buscarse en
lo más profundo de Gerona, pero, como hubo manifestaciones similares en otras
localidades, es de suponer que la nueva y menguante nación catalana se echó a
la calle.
Eran
pocos respecto al número de habitantes de Cataluña (7.565.000), pero eran la
nación verdadera; la nación diversa -mujeres y hombres, jóvenes y viejos, adolescentes
y niños, familias y amistades, ricos y pobres, capitalistas y obreros,
empleados y parados, propietarios y proletarios, seglares y clérigos, católicos
y no católicos, urbanos y rurales, de izquierda y de derecha-, pero animada por
la misma voluntad y la misma, aunque decreciente, rebeldía.
Un
texto, aprobado en el Parlament para los actos del día, que considera injusta cualquier
sentencia del Tribunal Supremo que no absuelva a los procesados por “falsa
sedición o rebelión”, suscrito por Junts per Catalunya, ERC y la CUP y apoyado
por OMNIUM y la ANC, expresa el objetivo común de la diversidad política de la
nación, un imaginario país en miniatura, que avanza, según el
President Torra, sin excusas hacia la república catalana. Y avanza, añadamos,
dirigida por Junts per Catalunya, enésima metamorfosis de CiU, el corrompido partido
de la burguesía catalana nacionalista y católica, luego devenido independentista,
escorado hacia la extrema derecha y con una preocupante deriva hacia el
supremacismo de la raza, que lo acerca a la peor versión del fascismo.
Cualquier
otra sentencia, indica el texto pactado, sólo “se entenderá desde la lógica
autoritaria” y la intención del Estado español (cuya cabeza visible en Cataluña
es el President de la Generalitat, aunque esto no lo dice el texto) de
“criminalizar el derecho de autodeterminación”, cuyo ejercicio “no es un
delito, es un hecho”.
Pero,
un hecho, un acto, sin un derecho que lo respalde, o contra un derecho que lo
prohíba, puede ser un delito. Pero dejemos el derecho y vayamos a los hechos de
ayer.
El
discurso del nacionalismo catalán se mueve continuamente entre dos planos -el
de la realidad y el de la ficción; entre lo que es y lo que pretende ser; entre
los deseos y los derechos- y los mezcla, saltando de uno a otro, para confundir
al oyente o para enunciar la confusión del hablante, pero lo que la gramática
permite afirmar, la realidad lo puede desmentir.
Ayer,
el President afirmó que la nación catalana avanza hacia la república
independiente -un deseo-, pero los congregados en la calle celebraban un hecho victorioso
-“Lo hicimos y ganamos”- que parecía desmentirlo. Sin embargo los hechos que
triunfalmente se celebraban desmienten a unos y al otro: unas leyes que
vulneraban el Estatut, aprobadas con trampas y sin tener mayoría suficiente,
fueron la base de un referéndum declarado fuera de la ley por el Tribunal
Constitucional, celebrado por la fuerza, sin censo, garantías, compromisarios, ni
recuento de votos, y cuyo resultado no fue reconocido por ningún país. Ese es
el balance de aquel día: la lectura correcta es: lo hicimos pero no ganamos. Y
además nos costó caro.
Y el President reconoce el
fracaso en cuanto tiene ocasión, cuando dice: “Lo volveremos a hacer”. Enuncia
un deseo, otra cosa será el hecho y otra más, el derecho que le asista.
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