Después
de tres días de disturbios y tres noches de insomnio en Cataluña, estamos
llegando al temido o ansiado choque de trenes, que tendrá lugar, según la
agenda de los nacionalistas, el próximo fin de semana, cuando coincidan en la
gran manifestación de Barcelona las marchas llegando desde las otras
provincias, con la huelga general, en realidad un patriótico lock-out del
Govern, que se une al aleatorio cierre de facultades universitarias,
institutos, empresas y comercios a causa de los cortes de carreteras y vías
férreas. Si es que no han preparado alguna acción en Madrid, porque el intento
de bloquear el aeropuerto de Barajas ha sido un fracaso y la manifestación de
apoyo tuvo poco éxito.
El
motivo aducido, paralizar Cataluña y hundir España, más parece querer dar la
razón a los jueces, que protestar porque la sentencia del Tribunal Supremo no
coincide con el veredicto absolutorio que la Generalitat y el oficioso estado
mayor del “procés”, habían decidido para los dirigentes encarcelados.
La
desmedida reacción -ocupaciones de calles, lugares e instituciones públicas, el
bloqueo de carreteras y vías férreas, las decenas de incendios, las agresiones
y provocaciones a ciudadanos “no afectos” y a policías, que están actuando con
“perfil bajo”, como se dice ahora- ha acabado de forma drástica con la mística
impostación de pacifismo y revelado que quienes deseaban trocear un país y
convertir en extranjeros, al menos, a la mitad de sus conciudadanos, poco tenían que ver en sus
medios y en sus fines con figuras como Rosa Parks, Luther King o con Mahatma
Ghandi. La revolución de las sonrisas ha mostrado los colmillos.
Dejando
claro que les asiste el derecho a manifestarse pacíficamente, pero no más, era una
ilusión creer que una sentencia condenatoria del Tribunal Supremo habría
ayudado a paralizar o reconducir la situación, dada la intención del Govern y
de las organizaciones del movimiento de persistir en lo mismo -lo volveremos a hacer-, pero tampoco lo
habría logrado una sentencia absolutoria,
que hubiera ratificado la legalidad y la legitimidad de todo el “procés”,
juzgando y absolviendo sólo los últimos actos de sus dirigentes. Así que el problema
sigue, pero más enconado.
Lo
cierto es que antes de conocerse la sentencia y desde el momento de tomar
posesión de su cargo, el President Torra, que se considera vicario del
verdadero President que reside en Waterloo, ha señalado su intención de avanzar
hacia la independencia como prioritaria (y al parecer única) función de su
mandato, y la tensión con el Gobierno central no ha dejado de alimentarse para mantener
en estado de alerta a las fuerzas propias, pues al fin y al cabo se trata de
avanzar hacia la victoria definitiva sobre el Estado español, que, según Torra,
ya fue derrotado el 1 de octubre de 2017, al celebrarse un referéndum ilegal y
carente de garantías, cuyos resultados ningún país reconoció y que acabó con
unos dirigentes en la cárcel y otros huidos. También los hechos de estos días
los pueden considerar una victoria, al mantener en guardia al Estado español y
a los vecinos en vela, pero los hay que se conforman con poco con tal de creer
que van ganando.
Así,
pues, debemos prepararnos, con paciencia y sin excesivo dramatismo, para el
gran choque, al que se va a llegar según la estrategia señalada por Artur Mas
en 2010, cuando anunció que Cataluña iniciaba un proceso de transición nacional
y fijaba el rumbo de colisión, que fatalmente llegará el fin de semana.
Lo
sucedido estos días y lo que está por suceder, revela un aspecto, negado por la
propaganda y manifestado hasta ahora de modo episódico pero constante en el “procés”,
que ha sido el uso progresivo de las demostraciones de fuerza, si bien de forma
pacífica y multitudinaria, y también en ocasionales, y cada vez más frecuentes,
casos de amedrentamiento y violencia de diverso grado, pero la evolución de los
acontecimientos y el apremio de la Generalitat a los activistas -apreteu, apreteu- ha hecho que la violencia ocasional e individual ya
aparezca organizada y ejercida colectivamente. Ya no son actos aislados de
hinchas descerebrados o de “infiltrados”, como afirma Torra, que los tiene en
su propia casa, sino una táctica gubernamental llevada a cabo con juvenil
empeño por unos seguidores que han sido engañados, una y otra vez desde el
primer momento, sobre la facilidad con que se habría de realizar el tránsito
desde el opresivo Estado español hasta la idílica y nebulosa república catalana.
La sentencia del Tribunal
Supremo ha señalado la falacia de describir el proceso de desmembrar un país
mediante una artera, oportunista e inadecuada metáfora: la “desconexión”, pues
cuando se intenta accionar el interruptor, da calambre.
17/10/2019
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