Cuando oigo o leo opiniones de independentistas
catalanes asegurando que les odia el resto del país o aludiendo a la conquista
y colonización de Cataluña por España desde hace siglos, recuerdo mi niñez y
adolescencia, no ya de infante catalán residente en Madrid, sino de simple
jovenzuelo entregado horas y horas, como tantos otros colegiales y bachilleres,
a leer ávidamente libros y tebeos, que, curiosamente, llegaban de Barcelona.
La Ciudad Condal, como decía el narrador del
NO-DO, era entonces la capital de la edición, y creo que sigue siendo una
potencia editorial, que, no sé si con ánimo de colonizar al resto del país y
neutralizar la cultura de los emigrantes, que, según un bulo que circula con
cierto éxito entre las almas más crédulas del nacionalismo, enviaba Franco a
Cataluña para desnaturalizarla en vez de para trabajar, o por el simple afán de
hacer negocio (la pela es la pela) distribuía periódicamente toneladas de coloreado
papel impreso, en forma de historietas y de novelas baratas.
Salidos de la imaginación y de los lápices de
Cifré, Vázquez, Ayné, Peñarroya, Escobar, Ibañez, Conti, Benejam, Jorge, Coll,
Estivill, Nadal, Raf, Panella, Muntañola o Enrich, entre otros, las bodegas de
Editorial Bruguera, de Toray, de Cliper, de Hispano Americana de Ediciones o de
Editorial Juventud volcaban semanalmente la abigarrada turbamulta de los
personajes habituales de revistas ilustradas para niños como TBO, Pulgarcito,
El DDT, Tío Vivo, Yumbo o Pinocho, y los jóvenes lectores se
deleitaban con las aventuras y desventuras de “La familia Ulises”, “Morcillón” (amito Mochilón) y Babalí, “Las
hermanas Gilda”, “El profesor Franz de Copenhague”, cuyos inventos han servido
de inspiración a muchos políticos, “El repórter Tribulete”, “Zipi y Zape”, “Carpanta”,
“Don Pío”, “Doña Urraca”, “El loco Carioco”, “El doctor Cataplasma”, “Petra,
criada para todo”, “Pascual, criado leal”, “Mortadelo y Filemón”, “Anacleto
agente secreto”, “13 Rue del Percebe”, “La familia Cebolleta”, “Pepe Gotera y
Otilio”, “Blasa, portera de su casa”, “Mi tío Magdaleno”, “Apolino Tarúguez,
hombre de negocios” (y su secretario Celedonio), “Don Berrinche”, “La familia
Churumbel”, “El botones Sacarino”, “Ángel Siseñor”, “El caco Bonifacio” y
tantos otros personajes, además de las colecciones de los llamados cuentos de
hadas (Azucena, Alicia, Graciela) y de
las revistas Sissí, Blanca, Lily y, sobre todo, Florita,
para las chicas.
Del mismo caladero procedían El cachorro (y su fiel Batán), El jabato (y el forzudo Taurus), El capitán Trueno (con Crispín y
Goliat), El sheriff King, Tarzán, Dick Norton, Flash Gordon
(con Dale Arden y los chicos del espacio), El
hombre enmascarado (el duende que camina) y los personajes de los relatos
situados en la II Guerra Mundial y la guerra de Corea ofrecidos en Hazañas bélicas, donde gobernaban los guiones
y los lápices de Boixcar, Alan Doyer y Alex Simons.
Todos ellos debían disputar las preferencias
infantiles con héroes como Jeque Blanco,
Mendoza Colt, Doc Savage, Aventuras del FBI
(de tres agentes: Jack, Sam y el joven Bill), de la madrileña Editorial Rollán,
con Diego Valor (“de los cielos
caballero, de malvados el terror”) de Buylla y Bayo, el Coyote y Dos hombres
buenos (Guzmán y Silveira) de José Mallorquí, para Editorial Cid, también
de Madrid, y con El guerrero del antifaz
y Roberto Alcázar y Pedrín, de la
Editorial Valenciana.
Para la gente menuda y para los bachilleres de
toda laya y condición, los tebeos y novelas baratas (del Oeste, policíacas, de piratas
y de aventuras en general), junto con los programas de radio y las sesiones de
cine de barrio, suponían la necesaria y liberadora alternativa a los deberes
escolares y a las plúmbeas clases dedicadas a memorizar, que no a comprender,
el hermético mensaje del dogma católico y el no menos abstruso de la Formación
del Espíritu Nacional (FEN), que compendiaba el ideario político franquista, con
el que instructores falangistas intentaban
inculcar los principios políticos que sostenían la dictadura a las nuevas
generaciones, que, perplejas entre las tres personas divinas de un solo dios
verdadero -“uno en esencia y trino personas”- y “la unidad de destino en lo
universal”, que decían que era España, dejaban volar su imaginación con las
aventuras de los tebeos.
La verdadera patria es la infancia, decía
Rilke, y puede que sea cierto, porque en la infancia se configura la
personalidad, se adquieren los códigos que insertan al individuo en determinada
cultura y se adquieren los valores morales, que, en buena medida, van a guiarle
el resto de su vida.
En este aspecto, miles, millones de niños y
jóvenes españoles, chicas también, naturalmente, fueron educados durante
décadas no sólo por sus familiares, por maestros, por inevitables curas, monjas
y profesores de FEN, sino también y con mucha ventaja por los tipos humanos y
los estereotipos sociales suministrados por divertidos relatos elaborados en
Barcelona.
¿Cómo
sería posible odiar a los catalanes desde cualquier lugar de España, sin
renunciar a una parte de la infancia?
23/10/2019
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