A
lo largo de una semana, Cataluña, y en particular la zona céntrica de Barcelona,
se han visto sacudidas -y sorprendidas- por una larga serie de actos de
protesta que han mostrado el carácter potencialmente violento que escondía la
“revolución de las sonrisas”.
La
anómala situación política que atraviesa Cataluña desde hace años ha sido
agravada por los efectos de los preparativos y la inercia de una jornada de
huelga general de carácter político, decidida por el Govern y las asociaciones civiles
anexas, para protestar por las condenas impuestas a los dirigentes del “procés”,
en la sentencia del Tribunal Supremo hecha pública el pasado 14 de octubre.
En
tales actos, se ha visto a Quim Torra, President de la Generalitat -apreteu, apreteu-, acompañado del exlendakari Ibarretxe, caminando al
frente de una multitud que cortaba el tráfico rodado en una autovía nacional,
mostrando el acuerdo de medios y fines entre las autoridades políticas catalanas
y los activistas.
De
todo ha habido en estos días y estas noches, desde el ejercicio pacífico de
derechos civiles, pasando por el abuso de estos por parte de los activistas del
independentismo, en detrimento de los derechos de los no nacionalistas y en perjuicio
del normal desarrollo de la vida cotidiana, de terceras personas, viajeros y
población no participante, hasta reiterados actos incívicos y violentos.
Junto
a las marchas que han confluido en Barcelona para sumarse a la pacífica concentración
de 500.000 personas en el centro de la ciudad al grito de libertad, ha habido
cortes de carreteras, cierre de la frontera con Francia, ocupación del aeropuerto
del Prat (con la suspensión de medio centenar de vuelos), de estaciones de
ferrocarril, corte de vías férreas y líneas de transporte terrestre y marítimo,
en un intento de paralizar Cataluña, perjudicar la economía de la “puta
Espanya” y, de paso, acabar con el régimen dictatorial español, si se hace caso
de lo escrito en algunas pancartas.
Esta
nueva versión de los derechos humanos, que, según los independentistas, el
Gobierno español niega a los independentistas, ha merecido como respuesta lo ocurrido
cada noche después de las concentraciones pacíficas, en unos actos que más que
protestar contra la sentencia del Tribunal Supremo parecían pensados expresamente
para dar la razón a los jueces, indicando que se habían quedado cortos en su
apreciación de los hechos.
Una
legión de jóvenes, con sobrada vitalidad -hay que ser joven para pasar varias
noches de brega con la policía correteando por las calles de Barcelona- y
preparación follonera conseguida en los años del “procés”, más algunos otros -pocos-
con otro tipo de adiestramiento y propósitos, han producido, según el
Ayuntamiento, daños en el mobiliario y enseres urbanos por valor de 2,7
millones de euros, de ellos 200.000 euros en daños a coches estacionados en las
calles. Más de 70 terrazas de cafeterías han sufrido desperfectos y varias
tiendas han sido saqueadas. Las empresas productivas y de servicios y los
comerciantes aprecian un 40% de pérdidas por lucro cesante (dejar de ganar),
con lo cual el monto provisional de la protesta asciende, según fuentes gubernamentales
y patronales, a unos 10 millones de euros.
Por
otra parte, hay que contabilizar casi 600 personas heridas, de ellas 288 son
agentes del orden, trece hospitalizadas, dos muy graves, una de ellas un
policía, y 4 manifestantes con un ojo posiblemente perdido por impacto de bolas
de goma. Hay 202 detenidos, 24 ya en prisión preventiva y otros 76 en libertad
con cargos, pero bajo medidas cautelares.
Conviene
advertir a los ingenuos, que lo ocurrido la semana pasada en Cataluña no ha
sido un episodio de la lucha de clases; no hemos asistido a un motín de los
miserables, ni a una revuelta del proletariado empobrecido o de las clases
sociales más golpeadas por la crisis y los subsiguientes recortes; no ha
ocupado las calles la famélica legión, exigiendo, con el puño alzado y la
bandera roja, pan, trabajo, libertad, salario digno y jornada laboral de ocho
horas, como sucedió en Cataluña en las primeras décadas del siglo XX, sino lo
promovido por una nutrida representación de la juventud de las clases media y
alta, razón por la cual no se entiende que algunos sindicatos de trabajadores
-sindicatos de clase- se hayan unido a la convocatoria de huelga general decidida
por una parte de las clases privilegiadas catalanas y llevada a cabo con
entusiasmo por su vástagos.
Pero,
tratándose de jóvenes, muchos en edad de formarse -estudiantes- y otros en edad
de emanciparse y de formar familias, hubiera sido de esperar que, en las
concentraciones, junto a las consignas políticas habituales -independencia, libertad,
democracia, república catalana, libertad de los presos del “procés”, etc- hubieran
aparecido las reclamaciones típicas de su estado y condición como estudiantes -más
becas, tasas universitarias más bajas, menos alumnos por clase, más y mejores
profesores, libros más baratos, mejores instalaciones, más prácticas- o como
jóvenes, ya formados y dispuestos a ingresar en el mercado laboral, solicitando
lo necesario para asegurarse un futuro estable y entrar en la vida adulta con
algunas garantías -menos abusos en los contratos de formación, más empleo fijo,
mejores salarios para los jóvenes, vivienda pública, alquileres asequibles, más
guarderías y escuelas públicas, etc-.
En
ausencia de estas demandas, cabe suponer que los activistas son jóvenes de familias pudientes,
con los gastos cubiertos y el porvenir despejado, o bien que tales demandas,
cuando afectan a las competencias de la Generalitat se ocultan arteramente detrás
de consignas independentistas, banderas estrelladas y lazos amarillos, cargando
al Estado la responsabilidad de incumplir lo que debe ser atendido por el gobierno
autonómico. O bien que quedan pospuestas hasta el día en que la hipotética
república independiente catalana las atienda con largueza y prontitud.
22/10/2019
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