jueves, 24 de octubre de 2019

La furia de la clase media

A lo largo de una semana, Cataluña, y en particular la zona céntrica de Barcelona, se han visto sacudidas -y sorprendidas- por una larga serie de actos de protesta que han mostrado el carácter potencialmente violento que escondía la “revolución de las sonrisas”.  
La anómala situación política que atraviesa Cataluña desde hace años ha sido agravada por los efectos de los preparativos y la inercia de una jornada de huelga general de carácter político, decidida por el Govern y las asociaciones civiles anexas, para protestar por las condenas impuestas a los dirigentes del “procés”, en la sentencia del Tribunal Supremo hecha pública el pasado 14 de octubre.

En tales actos, se ha visto a Quim Torra, President de la Generalitat -apreteu, apreteu-, acompañado del exlendakari Ibarretxe, caminando al frente de una multitud que cortaba el tráfico rodado en una autovía nacional, mostrando el acuerdo de medios y fines entre las autoridades políticas catalanas y los activistas. 
De todo ha habido en estos días y estas noches, desde el ejercicio pacífico de derechos civiles, pasando por el abuso de estos por parte de los activistas del independentismo, en detrimento de los derechos de los no nacionalistas y en perjuicio del normal desarrollo de la vida cotidiana, de terceras personas, viajeros y población no participante, hasta reiterados actos incívicos y violentos.   

Junto a las marchas que han confluido en Barcelona para sumarse a la pacífica concentración de 500.000 personas en el centro de la ciudad al grito de libertad, ha habido cortes de carreteras, cierre de la frontera con Francia, ocupación del aeropuerto del Prat (con la suspensión de medio centenar de vuelos), de estaciones de ferrocarril, corte de vías férreas y líneas de transporte terrestre y marítimo, en un intento de paralizar Cataluña, perjudicar la economía de la “puta Espanya” y, de paso, acabar con el régimen dictatorial español, si se hace caso de lo escrito en algunas pancartas. 
Esta nueva versión de los derechos humanos, que, según los independentistas, el Gobierno español niega a los independentistas, ha merecido como respuesta lo ocurrido cada noche después de las concentraciones pacíficas, en unos actos que más que protestar contra la sentencia del Tribunal Supremo parecían pensados expresamente para dar la razón a los jueces, indicando que se habían quedado cortos en su apreciación de los hechos.

Una legión de jóvenes, con sobrada vitalidad -hay que ser joven para pasar varias noches de brega con la policía correteando por las calles de Barcelona- y preparación follonera conseguida en los años del “procés”, más algunos otros -pocos- con otro tipo de adiestramiento y propósitos, han producido, según el Ayuntamiento, daños en el mobiliario y enseres urbanos por valor de 2,7 millones de euros, de ellos 200.000 euros en daños a coches estacionados en las calles. Más de 70 terrazas de cafeterías han sufrido desperfectos y varias tiendas han sido saqueadas. Las empresas productivas y de servicios y los comerciantes aprecian un 40% de pérdidas por lucro cesante (dejar de ganar), con lo cual el monto provisional de la protesta asciende, según fuentes gubernamentales y patronales, a unos 10 millones de euros.
Por otra parte, hay que contabilizar casi 600 personas heridas, de ellas 288 son agentes del orden, trece hospitalizadas, dos muy graves, una de ellas un policía, y 4 manifestantes con un ojo posiblemente perdido por impacto de bolas de goma. Hay 202 detenidos, 24 ya en prisión preventiva y otros 76 en libertad con cargos, pero bajo medidas cautelares.  

Conviene advertir a los ingenuos, que lo ocurrido la semana pasada en Cataluña no ha sido un episodio de la lucha de clases; no hemos asistido a un motín de los miserables, ni a una revuelta del proletariado empobrecido o de las clases sociales más golpeadas por la crisis y los subsiguientes recortes; no ha ocupado las calles la famélica legión, exigiendo, con el puño alzado y la bandera roja, pan, trabajo, libertad, salario digno y jornada laboral de ocho horas, como sucedió en Cataluña en las primeras décadas del siglo XX, sino lo promovido por una nutrida representación de la juventud de las clases media y alta, razón por la cual no se entiende que algunos sindicatos de trabajadores -sindicatos de clase- se hayan unido a la convocatoria de huelga general decidida por una parte de las clases privilegiadas catalanas y llevada a cabo con entusiasmo por su vástagos.
Pero, tratándose de jóvenes, muchos en edad de formarse -estudiantes- y otros en edad de emanciparse y de formar familias, hubiera sido de esperar que, en las concentraciones, junto a las consignas políticas habituales -independencia, libertad, democracia, república catalana, libertad de los presos del “procés”, etc- hubieran aparecido las reclamaciones típicas de su estado y condición como estudiantes -más becas, tasas universitarias más bajas, menos alumnos por clase, más y mejores profesores, libros más baratos, mejores instalaciones, más prácticas- o como jóvenes, ya formados y dispuestos a ingresar en el mercado laboral, solicitando lo necesario para asegurarse un futuro estable y entrar en la vida adulta con algunas garantías -menos abusos en los contratos de formación, más empleo fijo, mejores salarios para los jóvenes, vivienda pública, alquileres asequibles, más guarderías y escuelas públicas, etc-.
En ausencia de estas demandas, cabe suponer que los activistas son jóvenes de familias pudientes, con los gastos cubiertos y el porvenir despejado, o bien que tales demandas, cuando afectan a las competencias de la Generalitat se ocultan arteramente detrás de consignas independentistas, banderas estrelladas y lazos amarillos, cargando al Estado la responsabilidad de incumplir lo que debe ser atendido por el gobierno autonómico. O bien que quedan pospuestas hasta el día en que la hipotética república independiente catalana las atienda con largueza y prontitud.

22/10/2019





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