El
pasado fin de semana, varios amigos y amigas, parejas (heterosexuales, aclaro),
convocados por un conocido, acudimos a un espectáculo artístico difícil de definir,
que debía realizarse en una plaza del madrileño barrio de Lavapiés.
Para
quien no conozca la Villa y Corte y conozca Nueva York, cosa probable, por ser
Madrid, para el público periférico, el aborrecible origen del poder
centralista, la sede de la España rancia y facha y la capital del capital, de
la que conviene huir, le diré que de la plaza de Tirso de Molina, antes plaza
del Progreso, hacia abajo, en pronunciado descenso hacia la ribera del
Manzanares, bajando por alguna de esas pendientes callejas se entra en el
pequeño Harlem matritense, como en Nueva York, pasado Central Park, se entra en
Harlem a partir de la Calle 110.
El
barrio ha perdido los viejos rasgos castizos, de cuando estaba poblado por gentes
de oficio, por clases trabajadoras, por oficiales de imprenta, costureras,
modistillas y floristas, mercachifles y pequeñas tiendas, donde pululaban personajes
con acento “recortao”, que vivían en patios abiertos de vecindad, las célebres
“corralas”, y se movían por las calles de Mesón de Paredes, de la Cabeza, del
Sombrerete o de Tribulete, en la que, no ha muchos años, estuvo el pícaro “Molino
Rojo”, con sus “vicetiples” ligeritas de ropa, para que los amantes de un
moderado desenfreno pudieran vivir una noche pecaminosa casi como en París pero
con Franco, o sea un cabaret católico si es que tal cosa es concebible.
Todo
eso pasó y quedó catalogado en relatos costumbristas, zarzuelas y cuplés; hoy
el barrio es otra cosa. No es un gueto, sino que alberga una variopinta
mezcolanza de etnias y culturas, un paisaje pintoresco, con pequeñas tiendas,
bares, bazares y casa de té, regentadas por subsaharianos y marroquíes, que
conviven con artistas alternativos, lateros y vendedores ambulantes y “brokers”
del top manta, y con una población blanca, por lo general joven, que vive como
puede y con tendencia a la bohemia, obligada por la precariedad laboral. El
barrio está vivo, hay mucho tapeo, y no falta el trapicheo, bares con
tertulias, tiene algunos centros culturales y bastantes actividades. Una de
estas era la que fuimos a ver y a oír, que se celebró, claro, en la plaza de
Nelson Mandela, una de esas plazas duras, que parecen aparcamientos para
viandantes, de las que son tan amigos los alcaldes del Partido Popular para
ahorrarse el sueldo de los jardineros.
En
la plaza, sucísima, “come el faut”, varios grupos de subsaharianos conversaban
tranquilamente y en la parte más baja tuvo lugar el espectáculo, representado
por una veintena larga de jóvenes de ambos sexos (o géneros). Un acto que no sé
cómo clasificar: era bailado, a veces gimnástico o acrobático, no sé muy bien,
quizá una mezcla de escuelas y estilos: de Maurice Bejart, Víctor Ullate y
Circo del Sol, con reminiscencias del Actors Studio, en una función que no supe
de qué iba, tampoco me interesaba mucho, es la verdad, pero me recordaba en algún
aspecto a los enfrentamientos entre los Jets y los Sharks de la película “West
Side Story”, pero sin Russ Tamblyn ni George Chakiris, y por supuesto sin la
partitura de Leonard Berstein, suplida aquí sólo por ruidos de fondo y ritmos
machacones para guiar a los danzantes.
La
obra, la “performance” o lo que fuera, duró unos 40 minutos después de
representar algo que oscilaba entre el enfrentamiento de grupos -quizá una
metáfora del poder-, que dejaba varios muertos y heridos que eran recogidos por
sus compañeros, y finalizaba con una especie de marcha de reconciliación o de procesión
unitaria, que, por una esquina, hizo mutis por el foro, entre aplausos del respetable,
unas cincuenta personas, blancas en su mayoría y jóvenes, que premió largamente
la entrega y el sofoco de los artistas. A los senegaleses, gambianos o
cameruneses, la sesión de expresión corporal, que en gran parte transcurrió en
el suelo, les traía sin cuidado. Casi tanto como a mí, que no me gusta el
ballet ni clásico ni moderno, porque estuve todo el rato cavilando sobre el
tema. ¿Qué tema? Pues el catalán y sus derivados, la nación, la identidad, la
etnia, la cultura, la convivencia…, porque allí tenía un estupendo muestrario,
no de una nación homogénea movilizada en pos de un quimérico objetivo político,
sino de la coexistencia de gentes diversas en un rato de ocio, una tarde de
domingo en un rincón de Madrid. ¿Qué nos unía? ¿El descanso en medio de una
sociedad productiva? ¿El espacio, un desapacible y sucio lugar público,
compartido pacíficamente? No la renta, desigual entre blancos y negros, y entre
jóvenes y maduros o viejos, ni el pasado; no con unos jóvenes de una o dos
generaciones atrás, que actuaban y asistían como público al espectáculo; no el
origen, ultramarino de muchos y foráneo de otros, por ejemplo, ninguno de los
del grupo habíamos nacido en Madrid, pero aquí estábamos como otros miles de
madrileños, que no son oriundos. Tampoco nos unía la perspectiva del futuro,
para algunos, ya corto, para otros muy largo y que quizá quisieran cambiarlo;
para unos transcurriría en un escenario cercano, para jóvenes en un escenario
lejano buscándose la manduca en el extranjero, y para los subsaharianos, quién
sabe si estará más allá de los Pirineos o en volver a África. ¿Qué nos unía?
¿La Constitución, el Estado de Derecho? No creo que la conocieran, ni que les
preocupara ni a los blancos ni a los negros, y, además, la inmensa mayoría de
los allí reunidos carecía de documentos que acreditaran residencia o empleo u
ocupación legal. Y estoy por asegurar que esa precaria situación era compartida
por bastantes de los jóvenes blancos que por allí había.
¿Qué era lo que permitía la
convivencia en aquella pequeña Babel de barrio? Se me ocurren tres respuestas,
puede que haya muchas más, pero se me ocurren tres a bote pronto: la
indiferencia de las autoridades, las redes espontáneas de solidaridad y la tolerancia
de los vecinos.
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