viernes, 15 de junio de 2018

Una tarde cultural


El pasado fin de semana, varios amigos y amigas, parejas (heterosexuales, aclaro), convocados por un conocido, acudimos a un espectáculo artístico difícil de definir, que debía realizarse en una plaza del madrileño barrio de Lavapiés.
Para quien no conozca la Villa y Corte y conozca Nueva York, cosa probable, por ser Madrid, para el público periférico, el aborrecible origen del poder centralista, la sede de la España rancia y facha y la capital del capital, de la que conviene huir, le diré que de la plaza de Tirso de Molina, antes plaza del Progreso, hacia abajo, en pronunciado descenso hacia la ribera del Manzanares, bajando por alguna de esas pendientes callejas se entra en el pequeño Harlem matritense, como en Nueva York, pasado Central Park, se entra en Harlem a partir de la Calle 110.
El barrio ha perdido los viejos rasgos castizos, de cuando estaba poblado por gentes de oficio, por clases trabajadoras, por oficiales de imprenta, costureras, modistillas y floristas, mercachifles y pequeñas tiendas, donde pululaban personajes con acento “recortao”, que vivían en patios abiertos de vecindad, las célebres “corralas”, y se movían por las calles de Mesón de Paredes, de la Cabeza, del Sombrerete o de Tribulete, en la que, no ha muchos años, estuvo el pícaro “Molino Rojo”, con sus “vicetiples” ligeritas de ropa, para que los amantes de un moderado desenfreno pudieran vivir una noche pecaminosa casi como en París pero con Franco, o sea un cabaret católico si es que tal cosa es concebible.
Todo eso pasó y quedó catalogado en relatos costumbristas, zarzuelas y cuplés; hoy el barrio es otra cosa. No es un gueto, sino que alberga una variopinta mezcolanza de etnias y culturas, un paisaje pintoresco, con pequeñas tiendas, bares, bazares y casa de té, regentadas por subsaharianos y marroquíes, que conviven con artistas alternativos, lateros y vendedores ambulantes y “brokers” del top manta, y con una población blanca, por lo general joven, que vive como puede y con tendencia a la bohemia, obligada por la precariedad laboral. El barrio está vivo, hay mucho tapeo, y no falta el trapicheo, bares con tertulias, tiene algunos centros culturales y bastantes actividades. Una de estas era la que fuimos a ver y a oír, que se celebró, claro, en la plaza de Nelson Mandela, una de esas plazas duras, que parecen aparcamientos para viandantes, de las que son tan amigos los alcaldes del Partido Popular para ahorrarse el sueldo de los jardineros.
En la plaza, sucísima, “come el faut”, varios grupos de subsaharianos conversaban tranquilamente y en la parte más baja tuvo lugar el espectáculo, representado por una veintena larga de jóvenes de ambos sexos (o géneros). Un acto que no sé cómo clasificar: era bailado, a veces gimnástico o acrobático, no sé muy bien, quizá una mezcla de escuelas y estilos: de Maurice Bejart, Víctor Ullate y Circo del Sol, con reminiscencias del Actors Studio, en una función que no supe de qué iba, tampoco me interesaba mucho, es la verdad, pero me recordaba en algún aspecto a los enfrentamientos entre los Jets y los Sharks de la película “West Side Story”, pero sin Russ Tamblyn ni George Chakiris, y por supuesto sin la partitura de Leonard Berstein, suplida aquí sólo por ruidos de fondo y ritmos machacones para guiar a los danzantes.
La obra, la “performance” o lo que fuera, duró unos 40 minutos después de representar algo que oscilaba entre el enfrentamiento de grupos -quizá una metáfora del poder-, que dejaba varios muertos y heridos que eran recogidos por sus compañeros, y finalizaba con una especie de marcha de reconciliación o de procesión unitaria, que, por una esquina, hizo mutis por el foro, entre aplausos del respetable, unas cincuenta personas, blancas en su mayoría y jóvenes, que premió largamente la entrega y el sofoco de los artistas. A los senegaleses, gambianos o cameruneses, la sesión de expresión corporal, que en gran parte transcurrió en el suelo, les traía sin cuidado. Casi tanto como a mí, que no me gusta el ballet ni clásico ni moderno, porque estuve todo el rato cavilando sobre el tema. ¿Qué tema? Pues el catalán y sus derivados, la nación, la identidad, la etnia, la cultura, la convivencia…, porque allí tenía un estupendo muestrario, no de una nación homogénea movilizada en pos de un quimérico objetivo político, sino de la coexistencia de gentes diversas en un rato de ocio, una tarde de domingo en un rincón de Madrid. ¿Qué nos unía? ¿El descanso en medio de una sociedad productiva? ¿El espacio, un desapacible y sucio lugar público, compartido pacíficamente? No la renta, desigual entre blancos y negros, y entre jóvenes y maduros o viejos, ni el pasado; no con unos jóvenes de una o dos generaciones atrás, que actuaban y asistían como público al espectáculo; no el origen, ultramarino de muchos y foráneo de otros, por ejemplo, ninguno de los del grupo habíamos nacido en Madrid, pero aquí estábamos como otros miles de madrileños, que no son oriundos. Tampoco nos unía la perspectiva del futuro, para algunos, ya corto, para otros muy largo y que quizá quisieran cambiarlo; para unos transcurriría en un escenario cercano, para jóvenes en un escenario lejano buscándose la manduca en el extranjero, y para los subsaharianos, quién sabe si estará más allá de los Pirineos o en volver a África. ¿Qué nos unía? ¿La Constitución, el Estado de Derecho? No creo que la conocieran, ni que les preocupara ni a los blancos ni a los negros, y, además, la inmensa mayoría de los allí reunidos carecía de documentos que acreditaran residencia o empleo u ocupación legal. Y estoy por asegurar que esa precaria situación era compartida por bastantes de los jóvenes blancos que por allí había.
¿Qué era lo que permitía la convivencia en aquella pequeña Babel de barrio? Se me ocurren tres respuestas, puede que haya muchas más, pero se me ocurren tres a bote pronto: la indiferencia de las autoridades, las redes espontáneas de solidaridad y la tolerancia de los vecinos.

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