Ayer,
una joven y adusta funcionaria me concedió una vida casi eterna. Puede parecer
un exceso en sus competencias el que una empleada del Estado se tome esas
libertades con un ciudadano cualquiera, y más, que éste acepte tal don sin
rechistar.
Fui
a renovar el DNI y cuando miré la fecha en que expira la validez del carnet
renovado me quedé pasmado: 01.01.9999.
Lo
primero que pensé fue: ¿Y qué hago yo hasta esa fecha? Y me espantó la
posibilidad de pasar casi ocho mil años solo, sin familia, amigos ni conocidos,
en una sociedad cada día más extraña, haciendo esfuerzos, siglo a siglo, para
adaptarme a los cambios que sin duda alguna habrían de llegar de manera cada
vez más rápida y quizá más dramática, sin entender nada del mundo circundante y
esperando a que llegara la ansiada fecha de caducidad del documento, para
librarme del regalo envenenado de la adusta funcionaria mediante un
procedimiento indoloro, breve e incluso agradable, como el que produce la
muerte del profesor Roth (Edward G. Robinson) en la película “Soylent Green”
(“Cuando el futuro nos alcance”), si es que el mundo de los humanos, con la
marcha que lleva, perdura ocho mil años más. El planeta, agostado y vacío,
dando vueltas por inercia, como una silenciosa peonza en el espacio, carece de
interés; ya no es el Mundo, es otra cosa.
Luego
caí en el verdadero sentido de la fecha; sin brutalidad, pero sin poesía, el
Ministerio del Interior, a través de la oficina que expide el DNI y el
pasaporte, me indicaba que no volviera más por allí: 9999 era una metáfora; el
que estaba caduco era yo, no el carnet. Estaba de más, me hubiera gustado estar
de más para el Ministerio de Hacienda, pero ahí te persiguen hasta el funeral,
y aún después.
No
vuelva usted por aquí; ya está de más; ese fue el mensaje de la funcionaria,
que seguramente aplica el protocolo correspondiente y no se preocupa de la terrible sentencia, que, mediante un cálculo, emite la máquina al estampar la fecha de
caducidad en el documento, que es la fecha caducidad de un ciudadano.
Entonces, asumes que vas quedando atrás, desfasado cuando la tecnología -y no digamos la ciencia, que intentaste vanamente entender- te sobrepasa, quedando fuera de la vida activa cuando te jubilas y eres reemplazado por gente más joven, cuando tus hijos crecen y aparece otra generación y tú pasas a ocupar el lugar de la que recientemente se ha ido. Y ya estás en la primera fila, delante del cementerio, aunque todavía puedas ir tirando unos años más.
Entonces, asumes que vas quedando atrás, desfasado cuando la tecnología -y no digamos la ciencia, que intentaste vanamente entender- te sobrepasa, quedando fuera de la vida activa cuando te jubilas y eres reemplazado por gente más joven, cuando tus hijos crecen y aparece otra generación y tú pasas a ocupar el lugar de la que recientemente se ha ido. Y ya estás en la primera fila, delante del cementerio, aunque todavía puedas ir tirando unos años más.
Pero, saber que, por la edad, tienes una fecha de caducidad aproximada es mejor que
saber que no la vas a tener nunca, porque pertenecemos a nuestro tiempo,
primero a ese pequeño mundo de la familia, parientes y amigos, conocidos,
vecinos, compañeros de aficiones y trabajo, y acontecimientos cercanos, pero
pertenecemos también a un mundo más ancho y extenso, internacional, a un tiempo
político, científico, cultural, a una etapa de la historia de la que formamos
parte como minúsculos e indirectos protagonistas o como figurantes, a la que hemos configurado,
también, por acción o por omisión, con nuestras cotidianas decisiones. Y cada
día, con la desaparición de personas y de cosas, de hechos y costumbres, parte
de ese mundo se va, se pierde, mientras aparece otro distinto traído por otros
protagonistas, por desconocidos, por jóvenes, que, como es natural, quieren
hallar su sitio y nos empujan hacia la puerta de salida. ¡Qué enorme trabajo
sería, durante ocho mil años, tratar de entender y adaptarse a ese mundo,
renovado con la aparición de cada nueva generación! ¡Y qué pereza da
intentarlo!
Mejor es así; saber que
tenemos fecha de caducidad y que hay que dejar el mundo, a ser posible mejor de
lo que lo encontramos para que otros también puedan disfrutar de él.
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