martes, 19 de junio de 2018

La vida (casi) eterna


Ayer, una joven y adusta funcionaria me concedió una vida casi eterna. Puede parecer un exceso en sus competencias el que una empleada del Estado se tome esas libertades con un ciudadano cualquiera, y más, que éste acepte tal don sin rechistar.
Fui a renovar el DNI y cuando miré la fecha en que expira la validez del carnet renovado me quedé pasmado: 01.01.9999.
Lo primero que pensé fue: ¿Y qué hago yo hasta esa fecha? Y me espantó la posibilidad de pasar casi ocho mil años solo, sin familia, amigos ni conocidos, en una sociedad cada día más extraña, haciendo esfuerzos, siglo a siglo, para adaptarme a los cambios que sin duda alguna habrían de llegar de manera cada vez más rápida y quizá más dramática, sin entender nada del mundo circundante y esperando a que llegara la ansiada fecha de caducidad del documento, para librarme del regalo envenenado de la adusta funcionaria mediante un procedimiento indoloro, breve e incluso agradable, como el que produce la muerte del profesor Roth (Edward G. Robinson) en la película “Soylent Green” (“Cuando el futuro nos alcance”), si es que el mundo de los humanos, con la marcha que lleva, perdura ocho mil años más. El planeta, agostado y vacío, dando vueltas por inercia, como una silenciosa peonza en el espacio, carece de interés; ya no es el Mundo, es otra cosa.   
Luego caí en el verdadero sentido de la fecha; sin brutalidad, pero sin poesía, el Ministerio del Interior, a través de la oficina que expide el DNI y el pasaporte, me indicaba que no volviera más por allí: 9999 era una metáfora; el que estaba caduco era yo, no el carnet. Estaba de más, me hubiera gustado estar de más para el Ministerio de Hacienda, pero ahí te persiguen hasta el funeral, y aún después.
No vuelva usted por aquí; ya está de más; ese fue el mensaje de la funcionaria, que seguramente aplica el protocolo correspondiente y no se preocupa de la terrible sentencia, que, mediante un cálculo, emite la máquina al estampar la fecha de caducidad en el documento, que es la fecha caducidad de un ciudadano. 
Entonces, asumes que vas quedando atrás, desfasado cuando la tecnología -y no digamos la ciencia, que intentaste vanamente entender- te sobrepasa, quedando fuera de la vida activa cuando te jubilas y eres reemplazado por gente más joven, cuando tus hijos crecen y aparece otra generación y tú pasas a ocupar el lugar de la que recientemente se ha ido. Y ya estás en la primera fila, delante del cementerio, aunque todavía puedas ir tirando unos años más.
Pero, saber que, por la edad, tienes una fecha de caducidad aproximada es mejor que saber que no la vas a tener nunca, porque pertenecemos a nuestro tiempo, primero a ese pequeño mundo de la familia, parientes y amigos, conocidos, vecinos, compañeros de aficiones y trabajo, y acontecimientos cercanos, pero pertenecemos también a un mundo más ancho y extenso, internacional, a un tiempo político, científico, cultural, a una etapa de la historia de la que formamos parte como minúsculos e indirectos protagonistas o como figurantes, a la que hemos configurado, también, por acción o por omisión, con nuestras cotidianas decisiones. Y cada día, con la desaparición de personas y de cosas, de hechos y costumbres, parte de ese mundo se va, se pierde, mientras aparece otro distinto traído por otros protagonistas, por desconocidos, por jóvenes, que, como es natural, quieren hallar su sitio y nos empujan hacia la puerta de salida. ¡Qué enorme trabajo sería, durante ocho mil años, tratar de entender y adaptarse a ese mundo, renovado con la aparición de cada nueva generación! ¡Y qué pereza da intentarlo!
Mejor es así; saber que tenemos fecha de caducidad y que hay que dejar el mundo, a ser posible mejor de lo que lo encontramos para que otros también puedan disfrutar de él.      

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