Las
sentencias judiciales hay que acatarlas, claro está, pero también se puede
disentir de ellas, sobre todo en casos relacionados con preferencias sexuales que
dan la impresión de estar dictadas por obispos antes que por jueces y fundamentadas
en encíclicas papales más que en normas ordinarias del derecho civil.
Como
una indeseable herencia de nuestro pasado reciente -40 años no son nada-, en el
que los aparatos del Estado confesional actuaban como garantes de los preceptos
de la Iglesia, algunos jueces (y miembros de otras profesiones, como por
ejemplo el director general de RTVE) creen que aún disponen del privilegio de
interpretar las leyes civiles a la luz de sus creencias religiosas y que
cumplen una misión social similar a la de los clérigos vigilando el
cumplimiento de una moral pública inspirada en una interpretación integrista del
dogma católico.
Me
refiero, está claro, a la libertad provisional de los miembros de “La manada”, mediante
el desembolso de una fianza de 6.000 euros, que incide en la escasa fortuna de
una sentencia, que parecía tener en cuenta una frase del Tribunal Supremo –“lo
importante es consignar que la resistencia que se oponga ha de ser seria, pero
nunca heroica”-, y que levantó ronchas en la opinión pública y en particular en
las organizaciones de mujeres. Y con ella, y con la libertad provisional de los
procesados, ha vuelto a emerger el patriarcalismo en la administración de
justicia, un problema que viene de lejos.
En
el verano de 1987, el joven juez Ferrín, que contaba a la sazón 29 años, mandó
vestirse a dos chicas de estaban en “topless” en la playa de Chiclana (El País,
1/7/2007). Las chicas no le hicieron caso, pues el gobernador civil había
autorizado el uso del monobikini dos años antes, pero eso no arredró al juez,
que, tras identificarse -iba en chándal-, llamó a la policía e hizo detener a
las jóvenes, las cuales fueron absueltas por otro magistrado, pero pasaron tres
días en un calabozo por el gesto talibanesco de un juez aficionado a leer la
Biblia y el “Camino” de monseñor Escrivá, interpretando ambos textos con rigor medieval.
Veinte
años después, en su destino de Murcia, el mismo juez mostraba similar
comportamiento al negar la adopción de una niña de 15 meses a una pareja de
lesbianas.
En
el año 1989, la Audiencia de Pontevedra juzgó a dos jóvenes veinteañeros
-Ramiro y José- por la supuesta violación, en un bosque, de María Dorinda, de
22 años, a la que habían conocido en una discoteca. Los jóvenes fueron
absueltos del delito de violación, porque los magistrados estimaron que no la
hubo, ya que los efectos de bebidas alcohólicas, no le mermaban su inteligencia
y voluntad. La situación de la joven se interpretó de la siguiente manera:
“siendo una mujer casada, aunque separada, y por tanto con experiencia sexual,
mantuviera una vida licenciosa y desordenada, como revela que careciese de
domicilio fijo y se encontrase sola en una discoteca a altas horas de la
madrugada”. Por otro lado, “al prestarse a viajar en coche con dos
desconocidos, se situaba en disposición de ser usada sexualmente en horas de la
noche y en lugar solitario, al que hasta entonces, cuando menos, llegó, según
dijo, sin oponer resistencia o reparo alguno”.
En
agosto de 1988 tuvo lugar el célebre caso de la “minifalda”: una joven de 17
años, acosada por su jefe, que amenazaba a la chica con no renovar su contrato
laboral. Enterado, el padre puso una denuncia y el acusado fue condenado, en
febrero de 1989, a pagar una multa de 40.000 pesetas (240 euros de hoy). El
juez justificó la sentencia en que la chica, ataviada con una prenda corta,
“pudo provocar, si acaso inocentemente, al empresario, por su vestimenta”.
La
sentencia provocó la protesta de organizaciones feministas, pero también ministras,
diputadas y senadoras levantaran la voz indignadas, y el Consejo General del
Poder Judicial consideró que las expresiones del magistrado ofendían la
dignidad de las personas. La Comisión mixta Congreso-Senado para la Igualdad de
Oportunidades de la Mujer aprobó una resolución contra sentencias que atentaran
contra la dignidad de la condición femenina. Por su parte, la Asociación
Democrática de Mujeres Conservadoras afirmó que si el juez encontró que la
chica provocaba sus razones tendría, aunque dieron por bueno que las mujeres
llevaran minifalda, pero “había que evitarla en el trabajo para no provocar al
jefe”.
Otros casos, como el del
enfermero tocón, el del agua bendita, el del autobusero aprovechado, el de la
importancia del virgo o los de padres y abuelos que abusan de sus hijas o sus
nietas, entre otros muchos, así como los argumentos de los magistrados que justificaron
sus pintorescas sentencias apoyándose en citas bíblicas, se pueden encontrar en
el libro “Antología del disparate judicial” (Quico Tomás-Valiente y Paco Pardo,
2001), que revelan que tenemos un problema serio, y no sólo en los juzgados
sino en instancias más altas, pues se deben recordar opiniones las contrarias al
divorcio, al aborto, a los anticonceptivos y a la homosexualidad, de quien fue Fiscal
Jefe del País Vasco y después Fiscal General del Estado, Jesús Cardenal, que
afirmó en una ocasión: “Ni estoy dispuesto a renunciar a mis ideas
conservadoras, ni nadie me lo ha pedido”. Más claro, el agua.
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