sábado, 16 de junio de 2018

Cataluña: volver a empezar


O empezar a volver al supuesto punto de partida, como si el tiempo no hubiera pasado, que sí lo hizo, pero parece que fue en balde.
En unas jornadas sobre el 40 aniversario de la Constitución, Rodríguez Zapatero ha reforzado la intención del nuevo Gobierno de iniciar un diálogo con el Govern de la Generalitat, es decir con los independentistas catalanes, al afirmar que es preciso volver a la situación de 2010, anterior a la sentencia del Tribunal Constitucional que recortó algunos artículos del Estatut. El expresidente ofrece una “respuesta singular”, ya que el problema está en Cataluña, no en otra parte, porque hay dos millones de personas que piensan y sienten de manera distinta a otros muchos, que, casualmente, en Cataluña son mayoría, pero parece que estos no merecen una respuesta ni singular ni general.
Zapatero apoya su intención en un juicio taxativo sobre aquella sentencia: “El Estatuto respetaba la Constitución. Discrepo de la sentencia de 2010 del Constitucional”. Sus razones tendrá, imagino que fundadas en sus estudios de Derecho y en su experiencia, breve, como profesor de Derecho Constitucional en la universidad de León, pero ya entonces había quienes, en Cataluña, señalaban los excesos del proyecto de Estatut.
Como ejemplo, entre otros muchos, en octubre de 2005, El País publicó el artículo “Discutamos el Estatuto”, firmado por el periodista Josep Ramoneda y por Víctor Ferreres[1], profesor de Derecho Constitucional, y suscrito por Joaquim Bisbal, profesor de Derecho Mercantil, Ramón Casas, profesor de Derecho Civil, Carles Pareja, profesor de Derecho Administrativo y Carlos Viladás, profesor de Derecho Penal, que decía cosas como las siguientes: “Digamos abiertamente lo que nos consta que muchos expertos catalanes dicen en privado: el proyecto de Estatuto de Autonomía que acaba de aprobar el Parlamento de Cataluña es criticable en varios aspectos (…) Lo cierto es que el nuevo Estatuto incluye preceptos inconstitucionales y es poco razonable en algunos extremos (…) el Título Primero incorpora una extensa tabla de derechos y deberes (…), la pregunta se impone: ¿Para qué sirve esta tabla? ¿Están en peligro los derechos fundamentales de Cataluña? ¿Acaso es insuficiente la tabla de derechos de la Constitución española? (…) El Estatuto también se excede cuando regula materias (estructura del poder judicial, el sistema de recursos, las circunscripciones electorales, etc) que están reservadas a las leyes orgánicas correspondientes. A nuestro juicio, no es posible, a través del Estatuto, maniatar de esta manera al futuro legislador estatal (…) En cualquier caso, todo el mundo sabe que las Cortes Generales no lo van a aprobar en los términos actuales”.
El artículo sirvió de poco, lo mismo que el aviso del Consejo Consultivo de la Generalidad, que detectó 19 incumplimientos constitucionales relativos a la financiación y a la invocación de derechos históricos para blindar competencias.        
Pero con todo, el origen del actual problema en Cataluña no está en la sentencia de 2010, como afirman los nacionalistas, contentos de tener un motivo poderoso para sentirse agraviados y de contar con un solemne punto de partida para justificar la puesta en marcha del “procés”, sino antes, ni siquiera cuando el Gobierno tripartito catalán (PSC, ERC, ICV) abordó, en 2004, la elaboración del Estatut, como efecto del Pacto del Tinell en 2003.
Hay que ir más atrás y recordar la Declaración de Barcelona, que fue algo más que un retórico manifiesto de los partidos nacionalistas sobre sus aspiraciones  a la soberanía, en una España concebida como un conjunto de naciones dentro de una futura Europa de los pueblos.
En respuesta a las pretensiones centralizadoras y a la oposición del Gobierno de Aznar a la ley de Política Lingüística de la Generalitat, de enero de 1998, el 16 julio de ese año, Jordi Pujol (CiU), Xosé Manuel Beiras (BNG) y Xabier Arzalluz (PNV) firmaban en Barcelona una declaración en la que daban por concluida, por agotamiento, la etapa puramente autonómica y proponían abordar, mediante el diálogo, una nueva articulación territorial fundada en el carácter plurinacional del Estado español, en una Europa que apuntaba a vertebrarse respetando los derechos de los pueblos y culturas que la integraban. Se habían inspirado en pactos similares anteriores (Galeusca), firmados en 1923 y 1933, en los que se reclamaba la plena soberanía para las tres regiones
Debe recordarse también que Aznar, llegado, con minoría parlamentaria, a la Moncloa en 1996, había sido investido Presidente del Gobierno con los votos de CiU y del PNV (que, más tarde, se los negó a Zapatero) y, que en el mes de septiembre, en Estella, se firmaría un pacto entre el PNV, Abertzalen Batasuna, Batzarre, Eusko Alkartasuna, Izquierda Unida (Ezker Batua), el Partido Carlista de Euskalherria, Zutik, ELA-STV, LAB y otros sindicatos, así como una veintena de asociaciones ciudadanas y del entorno abertzale, con el propósito de impulsar el movimiento cívico en favor de la independencia del País Vasco y de facilitar una tregua de ETA (“una pista de aterrizaje”, según el PNV).
Efectos de este pacto, que ETA rompió en noviembre de 1999 y ratificó con un atentado mortal en enero del año 2000, fueron la Udalbiltza o asamblea de municipios nacionalistas y la formulación del “derecho a decidir”, ventajoso eufemismo para designar el derecho de autodeterminación, y la aprobación en la cámara vasca del Plan Ibarretxe para llevarlo a cabo.
Como fácilmente se puede colegir, 1998 fue un año importante en la estrategia de los partidos nacionalistas, que, por lejana, suele quedar sepultada por hechos más recientes y por sucesos aparentemente más relevantes.  


[1] Ver también V. Ferreres, E. Fossas, A. Saiz. “Inconsistencias de la ‘desconexión’”, El País, 24/11/2015, en respuesta a la resolución del Parlament del 9/11/2015, de empezar un proceso para fundar un Estado catalán independiente. Ver también: “Lo que el Constitucional no puede hacer” El País, 8/12/2009, “Una gran conversación colectiva” El País, 5/2/2014.


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