jueves, 5 de marzo de 2020

Manolito; el cura Pérez



Estos días estoy a curas. Y no sé por qué. Quizá porque algunos sucesos recientes -la muerte de Ernesto Cardenal- o lejanos -aniversario de los sucesos de Vitoria, marzo de 1976- han despertado episodios que creía olvidados y sacado a la luz nombres, días, frases y rostros, que ahora buscan un hueco en la agenda para dejar momentánea constancia de su presencia en el tiempo; de mi tiempo en la vida. 
Y con la noticia de la elección del nuevo presidente de la Conferencia Episcopal, el aragonés José Antonio Omella, me he acordado de otro cura, también maño, y de Alfamén, por más señas.
Conocí a Manuel Pérez -Manolito-, cuando él era un utópico aprendiz de cura, estudiante del Seminario Hispanoamericano, y yo un militante cristiano igual de utópico, inquieto, posconciliar y premarxista; también un aprendiz de casi todo (y a la postre, maestro de casi nada).  
Coincidimos en una parroquia que servía de refugio a la juventud del barrio, en la etapa de hacer las primeras reflexiones sobre el sentido de la vida y la orientación personal ante un futuro aún por decidir. Era el momento de plantear las dudas sobre las verdades políticas y religiosas aprendidas y de formular las primeras y pasionales críticas al legado recibido, que condujeron al posterior “descarrío”, respecto al orden establecido, de bastantes de los allí presentes, en diversas direcciones de lo que se llamó, de modo simple, antifranquismo.
Algún día tendré que hablar de aquella parroquia, que, como tantas otras, fue un semillero de “rojos” ingenuos y primerizos, de "tránsfugas" del cristianismo al marxismo, y de aquel club juvenil, donde había democracia, tareas compartidas por chicas y chicos, elecciones a los cargos directivos y presidente y presidenta, dicho y hecho sin alharacas, sin agravios ni teoría moral o social detrás, simplemente porque parecía “lo normal” -así se definió-, a medidos de los años sesenta, en pleno franquismo y teniendo como “base social del club” a jóvenes del barrio y bachilleres de colegios de curas y de monjas.
Quizá, el verdadero “milagro español”, término adjudicado exclusivamente al ámbito económico en aquellos años de desarrollismo y moderado consumo, se produjo en esos pequeños reductos urbanos que sirvieron de modestas y espontáneas escuelas de civismo y ciudadanía.       
Aún recuerdo la última vez que nos vimos allí: Manolito se iba a Francia, a trabajar en la vendimia, y yo me preparaba para irme a “la mili”, a servir a la patria -al Régimen- contra mi voluntad, pero era lo que tocaba hacer a los veinte años. Nos cruzamos algunas cartas y después no supe más, hasta que un día, años después, un periódico publicó la noticia de que el cura español Manuel Pérez, reemplazaba en la jefatura del Ejército de Liberación Nacional de Colombia (ELN), al español Domingo Laín (sacerdote en Tauste), muerto en combate. Vi la foto y era él, más viejo, claro, barbado y armado.  
Tres sacerdotes españoles, Manolito, Domingo Laín y José Antonio Jiménez, llegaron a América del Sur en 1967, a trabajar con los más humildes del continente, para intentar revertir la mala suerte de la gente pobre en países ricos, y de los ricos.
Después de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) que, en 1968 -otra vez vuelve a salir el célebre año-, decidió denunciar el subdesarrollo económico y ponerse del lado de los pobres siguiendo el mandato evangélico, un grupo de curas -grupo de Golconda- se reunió en la finca así llamada en la región de Cundinamarca, para estudiar la encíclica “Populorum Progresio” (El progreso de los pueblos), tras lo cual llegaron a la conclusión de que, por medios pacíficos e institucionales -lo habían intentado y habían deportado a los aragoneses- no era posible acometer las reformas en profundidad que precisaba el país para salir del subdesarrollo, por lo que, dada la violencia institucional, la única salida era formar un frente popular revolucionario para echar abajo las estructuras políticas y económicas e instaurar una sociedad socialista, más humana y más justa. Y, en consecuencia, en 1969, siguiendo el ejemplo de Camilo Torres, muerto en combate en 1966, ingresaron como guerrilleros en el ELN.  
En 1970, falleció José Antonio Jiménez, en 1974, Domingo Laín y en 1998, Manolito fue a reunirse con sus compañeros. Creo que en algún sitio conservo al menos una de sus cartas.        

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