En España, a causa de viejos problemas sin
resolver o mal resueltos, de circunstancias del azar y de nuestra peculiar
manera de entender la vida, en particular lo concerniente a la vida pública, hemos
tenido la mala suerte de enlazar varias crisis, no sólo sobrevenidas de forma inmediata
y sucesiva, sino incluso padecidas de manera superpuesta; solapadas.
La más antigua fue la crisis política,
expresada en lo que se llamó desafección ciudadana respecto a las actividades
de la clase política y a la marcha de las instituciones. Fue el gran desengaño
político respecto al régimen democrático, de los últimos veinticinco años.
La segunda fue el estallido de la burbuja
inmobiliaria, la subsiguiente crisis financiera y la gran recesión económica,
con su secuela de recortes en el gasto público y medidas de austeridad, que
golpearon con especial virulencia a los asalariados, a los autónomos, pequeñas
empresas y a los grupos sociales económicamente peor dotados, mientras aumentaba
el número de millonarios y crecía la fortuna de los que ya lo eran. Una crisis
económica es un proceso de concentración de capital, había sentenciado Marx,
pero el viejo león de Tréveris está muerto y pasado de moda (dicen).
Fue el gran desengaño económico, que se añadió al
desengaño político.
La tercera crisis -social- fue una consecuencia
de la salida insolidaria a la crisis financiera impuesta por la Unión Europea y
otros organismos internacionales, y aplicada sin vacilar por el gobierno
central y por los gobiernos autonómicos.
Fue la crisis de los ciudadanos indignados, que
se expresó en las masivas movilizaciones de protesta que tuvieron lugar entre
2010 y 2014, con un mensaje reivindicativo complejo, gremial y sindical,
económico y también político, reformista pero también radical; una crisis que generó
a su vez otras dos.
Una fue la crisis del modelo de representación
política -“no nos representan”-, con la emergencia de dos nuevos partidos con
la pretensión de poner fin al bipartidismo imperante, que resultó debilitado
pero no extinguido ni reemplazado por otro con mejor resultado, al menos a
corto plazo.
La cuarta crisis, consecuencia en parte de la
anterior, es la propuesta de que la recuperación de la recesión económica no
sea equitativa. Tal es el proyecto de los nacionalistas catalanes -“el procés”-
de que Cataluña, como región rica, incumpla su compromiso solidario con el resto
del país y llegue, si es preciso, a la independencia para conseguirlo.
El fallido intento de llevarlo a cabo en octubre de 2017 y las consecuencias
subsiguientes han agudizado las tensiones entre los partidos y dentro de ellos
mismos, y han provocado nuevos desplazamientos del voto.
Un proceso encadenado de causas y efectos
-insatisfacción-> protesta-> movilización-> reacomodo del voto-> división
del espectro político-> inestabilidad gubernamental- nos ha traído, a través
de sucesivas elecciones, hasta hoy, en que un gobierno muy inestable debe hacer
frente a una nueva crisis provocada por un virus, cuya expansión es rapidísima,
y a las consecuencias sanitarias y económicas que vengan a continuación. Pero
después de cinco años de interinidad, de gobiernos breves o en funciones,
parece que hay alguien a los mandos de la nave.
Viendo
la larga intervención del Presidente del Gobierno al presentar la grave
situación del país, así como los motivos que animan al Ejecutivo y los
propósitos que persigue al declarar el estado de alarma; viendo después la
intervención de los ministros que componen el gabinete de crisis explicando las
medidas que son de su competencia y cómo se van desgranando las medidas de
choque, tengo la sensación de que, por primera vez en cinco años, hay alguien
al frente del país, de todo el país, que, en una situación de excepción
nacional, continental, planetaria, ha puesto en práctica el catón de todas las
crisis, que es mando único, normas claras y ejecución jerárquica. Que es,
precisamente, lo que se echa de menos a escala europea.
17/3/2020
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