Con
la declaración del estado de alarma, la cosa se ha puesto seria. Ya se
barruntaba el peligro cuando el virus “chino” aún estaba lejos, pero ha viajado
rápido, mostrando gran facilidad para moverse, saltando controles y aduanas, y
adaptarse a las condiciones de los países por donde se va extendiendo. Ya está
aquí y no hay escapatoria; no queda más remedio que arremangarse y hacer frente localmente a una crisis de dimensión
planetaria.
La
declaración del estado de alarma es la conclusión lógica de que el peligro es
real y de la imperiosa necesidad de unificar esfuerzos y racionalizar recursos que
son escasos para ponerle freno o fin de manera coordinada, porque se trata de
una amenaza que pende sobre todos los habitantes del país sin excepción.
El
“bicho” es igualitario, no respeta nacionalidades ni fronteras; no distingue entre
razas, sexos, edades, clases sociales, religiones, ideologías, partidos,
banderas, títulos, grados, galones, situación o condición social, aunque las
consecuencias de su ataque van a depender en buena medida del previo estado de
salud de las personas afectadas.
De
ahí viene la necesidad de que la estrategia adoptada para hacerle frente tenga
como objetivo evitar que sus efectos, tan variables que van desde producir
leves molestias a la provocar muerte, tengan que depender en exclusiva de la
resistencia ofrecida por los anticuerpos de cada persona.
La
respuesta coordinada y general a la amenaza es la prueba de una sociedad
solidaria, que no confía en contener la epidemia contando con la selección
natural, lograda a costa de los más débiles o peor dotados por la naturaleza para
defenderse por sí mismos. Con lo cual, el derecho a la salud aparece como prueba
de una sociedad solidaria y protectora de sus ciudadanos, y la sanidad pública,
no sólo como garantía de buena salud física, sino de buena salud moral.
El
virus muestra la debilidad de lo que creíamos un orden firme, con todo o casi
todo garantizado, y advierte que pertenecemos a una sociedad vulnerable, a un país
vulnerable y a un mundo vulnerable; que se mueve lo que creíamos firme y estable
en estas sociedades desarrolladas y nos saca de la falsa impresión de seguridad,
de que los riesgos están previstos y de que todo está controlado.
Señala,
también, la fragilidad de las personas, de los individuos, y el poder y la
eficacia de lo colectivo, el valor de lo que es común, la importancia de lo público
y compartido, de la cooperación y el esfuerzo de los otros. Y nos saca de la errada
sensación de que, contra la evidencia cotidiana, no necesitamos a los demás.
El “bicho” nos obliga a pensar
como miembros de una comunidad, a actuar no sólo como individuos y a corto
plazo, sino a pensar y actuar como especie, a largo plazo, vinculados como
estamos por nuestra común naturaleza, por las sociedades cortadas por el patrón
del mismo sistema productivo y por compartir el mismo destino en el mismo
planeta.
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