A la indignación social provocada en la clase media y la clase trabajadora por la acusación de la derecha española y europea de que la causa de la crisis era haber vivido por encima de sus posibilidades recurriendo a un crédito desmedido, y, en consecuencia, merecer como castigo la reducción de salarios y pensiones, el empleo precario, el paro y el recorte de gasto público, se unía el hecho de que quien lo aplicaba era un gobierno autoritario y corrompido, que subía el sueldo de sus miembros de modo escandaloso en plena crisis y aceptaba sin rechistar las medidas de austeridad contra sus compatriotas dictadas por la Comisión Europea, el BCE y el FMI, mientras solicitaba el rescate de una
banca ambiciosa y mal gestionada, pero se mostraba insensible a las protestas
sociales y al daño infligido a las clases sociales económicamente más débiles (gobernar es repartir dolor, decía el ministro de Justicia Ruíz Gallardón).
Todo ello exigía una respuesta política enérgica, que ni IU ni el PSOE, paralizado en una débil oposición responsable, eran capaces de ofrecer.
Todo ello exigía una respuesta política enérgica, que ni IU ni el PSOE, paralizado en una débil oposición responsable, eran capaces de ofrecer.
La oleada de movilizaciones sociales iniciada
en 2010 -tres huelgas generales, las coloreadas mareas, el cerco al Congreso,
las marchas de obreros y mineros, el 15-M-2011, etc- mostraban una indignación
y sobre todo un deseo de cambio que, ante la inacción de las izquierdas, se
podía perder o ser captado por una derecha populista. Y ese fue el terreno
abonado en el que germinó Podemos, que explicó su fundación como resultado de
un análisis de coyuntura que ofrecía la posibilidad de intervenir decisivamente
en política a una organización radical de izquierda.
La crisis había abierto “una ventana de
oportunidad” -fue el término empleado- para una fuerza política de izquierda,
distinta, alternativa a las existentes, que supiera recoger la crítica negativa
de la ola de malestar social y transformarla en impulso positivo para cambiar
de gobierno o, en sentido más lírico, tomar el cielo por asalto.
Asomaba, ahí, una vieja idea de la izquierda
radical: montarse en la cresta de la ola para dirigir el movimiento en la
dirección adecuada.
Como respuesta extensa y en gran parte
espontánea, la movilización era diversa y multiforme, intergeneracional,
interclasista, interterritorial, gremial y social, pues agrupaba a personas sin
distinción de edad, género, profesión o religión; personas de diferente origen
y posición social, técnicos y profesionales de clase media, trabajadores fijos
y precarios, parados, obreros sin cualificar, estudiantes, becarios, funcionarios,
usuarios y profesionales de servicios públicos, estafados por la banca, afiliados
sindicales, gente ya politizada, incluso organizada en partidos y grupos de
izquierda, núcleos de activistas y asociaciones solidarias, y quienes
recibieron en esas jornadas su bautismo político; era un totum revolutum movido
por la indignación y la repulsa provocadas por el maltrato recibido desde el
Gobierno.
Dar expresión política a todo eso era una
empresa difícil; unir reclamaciones tan diversas y territorialmente dispersas en
un propósito común y dar salida a situaciones tan distintas en un programa político
era una tarea larga y compleja, pero el tiempo corría, pues el reloj político
de las instituciones, que marcaba la fecha de las elecciones, era muy distinto
del tiempo de los movimientos, marcado, en unos casos, por la urgente necesidad
de satisfacer las demandas más apremiantes y, en otro caso, por la dificultad
para coordinar y formalizar un proyecto compartido sobre una base social tan
heteróclita.
A esta dificultad se añadía otra; no bastaba
con ofrecer un programa alternativo al de la izquierda ensimismada -PSOE, IU-,
sino que para llevarlo adelante había que fundar un tipo de organización distinto,
que evitase el riesgo de reproducir los negativos efectos de una clase política
-“la casta”- alejada del sentir de la ciudadanía.
Las circunstancias habían abierto una ventana
de oportunidad, pero sólo eso: pues tanta oportunidad había para acertar y
tener éxito como para equivocarse y fracasar.
El “núcleo irradiador” de Podemos creyó que
podía fundar un partido y conservar el movimiento coordinando los círculos
locales con una dirección representativa y suficientemente centralizada como para
resultar eficaz y ejecutiva; combinar la democracia de base, participativa, la
discusión asamblearia a escala local, con la necesaria unidad de acción a
escala regional y nacional.
Continuará.
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