domingo, 20 de enero de 2019

Socialismo y barbaries

No hace tanto tiempo, cuando en Europa reinaba la rebeldía, el dilema esencial planteado a las izquierdas era elegir entre la democracia y la dictadura, entre el fascismo o la democracia, entre la reforma o la revolución.
Pero hoy no es el caso; las reformas tendentes a paliar los peores efectos de la recesión económica y los programas de austeridad apenas se están iniciando, carecen de la ambición y la profundidad necesarias y aun así tropiezan con la resistencia de la derecha y de las estructuras del poder económico y financiero. La palabra revolución ha desaparecido del lenguaje político habitual, incluso del repertorio de la izquierda, o se utiliza, desprovisto de carga política, en sentido general o comercial -la revolución de la moda, de la cosmética, de la telefonía o “de las sonrisas”-, tratando de rebajar el contenido dramático y políticamente reivindicativo que tuvo antaño.
Revolución -el impulso transformador de los de abajo contra los de arriba, para  instaurar un orden nuevo favorable de los primeros- es una palabra insoportable para las élites y las derechas políticas que las representan. Contrarrevolución, el impulso en sentido contrario para restaurar el viejo orden, lo es para las clases subalternas y para los partidos de izquierda que las representan.  
Hoy estamos bajo ese signo, el de la contrarrevolución o, para evitar un mensaje excesivamente dramático, bajo el signo de la involución, del retroceso. El dilema planteado en esta hora es resistencia o involución.
Ante la ofensiva de un capitalismo salvaje y descarnado, ufano de su poderío, expresado no sólo en el conservadurismo dominante desde hace décadas, sino en el ascenso de fuerzas políticas de ultraderecha, las desorientadas izquierdas deben optar entre resistir o claudicar (y suicidarse).
El impulso conservador viene de muy atrás, no sólo de las respuestas de las derechas a las movilizaciones sociales contra la crisis (indignados, mareas, 15-M, Ocuppy Wall Street, mujeres, etc) o al hundimiento de la URSS y el ocaso de su bloque de influencia, sino de la “revolución conservadora”, puesta en marcha políticamente por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, en los años ochenta, como reacción a la última oleada de rebeldía de los años sesenta y primeros setenta y a la crisis del modelo productivo de la segunda postguerra.
Desde entonces, con las izquierdas seducidas por terceras vías o por otras alternativas presuntamente modernas y eficaces, que han conducido a su desorientación y progresivo repliegue, estamos inmersos en una onda larga de conservadurismo y reacción, que adquiere un perfil aún más inquietante con el ascenso de una derecha extremada y exultante.     
Hoy, el fantasma que recorre Europa y parte del mundo no es el fantasma del comunismo, un impulso nuevo llegado para remover los cimientos de la sociedad (y de la historia) en favor de los desposeídos, sino el fantasma del viejo fascismo, neofascismo, postfascismo o un embrionario prefascismo, como también ha sido bautizado. En cualquier caso, y al margen del término elegido para describir el fenómeno, lo que se percibe es el ascenso de mensajes políticos de extrema derecha, fascistizantes o fascistoides, su creciente importancia en la opinión pública, el aumento de su apoyo electoral y la llegada a los gobiernos de sus representantes más genuinos.
Hace ahora cien años, en el contexto del agitado fin de la I Guerra Mundial y en vísperas de una revolución que fracasaría, Rosa Luxemburg, para desterrar el odio y el homicidio entre los pueblos, proponía el socialismo -el régimen de cooperación de trabajadores libres- como el único camino de la humanidad para salvarse.
En el folleto “¿Qué se propone la Liga Espartaco?”, escrito poco antes de su muerte en Berlín, resumió las tensiones de su tiempo en una frase: “Socialismo o hundimiento en la barbarie”.
Desde entonces, no nos hemos librado de la barbarie; una barbarie multiplicada por la tecnología de la muerte y la destrucción. Ella misma fue una de sus víctimas al ser asesinada brutalmente, en enero de 1919, por los “freikorps”, que pronto engrosarían las filas de los “camisas pardas” del partido nazi.
A pesar de existir zonas de paz, progreso y desarrollo, lo que ha predominado ha sido, por un lado, la barbarie política y militar, primero en una nueva guerra desatada en 1939, aún más extensa y más cruenta (62 millones de muertos, 35 millones de heridos y mutilados, 3 millones de desaparecidos y 30 millones de desplazados), librada a escala mundial, y luego las que han seguido a escala local o regional, y, por otro lado, la barbarie económica de un sistema productivo infrahumano, coronado por un desproporcionado reparto de la riqueza en favor de los más ricos, que, tras la gran crisis financiera, parece conducirnos hacia condiciones de vida y trabajo propias del siglo XIX para los asalariados.
Conocemos el socialismo con barbarie y el capitalismo con barbarie. Miremos con atención lo que tenemos en Europa y no nos engañemos: no podemos esperar mejoría alguna de la mano de gobernantes como Putin y Trump, que amenazan la Unión Europea, ni de sus émulos Orbán y Kacczinsky, Wilders, Le Pen o Salvini, ni de Casado y Abascal.
No sabemos cuándo y cómo podremos instaurar una sociedad más justa y más libre, ni si ello es posible teniendo en cuenta la historia de la humanidad, pero de ningún modo podemos quedarnos quietos ante propuestas políticas que refuerzan la barbarie. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario