No hace tanto tiempo, cuando en Europa reinaba
la rebeldía, el dilema esencial planteado a las izquierdas era elegir entre la
democracia y la dictadura, entre el fascismo o la democracia, entre la reforma
o la revolución.
Pero hoy no es el caso; las reformas tendentes
a paliar los peores efectos de la recesión económica y los programas de
austeridad apenas se están iniciando, carecen de la ambición y la profundidad
necesarias y aun así tropiezan con la resistencia de la derecha y de las
estructuras del poder económico y financiero. La palabra revolución ha desaparecido del lenguaje político habitual, incluso
del repertorio de la izquierda, o se utiliza, desprovisto de carga política, en
sentido general o comercial -la revolución de la moda, de la cosmética, de la
telefonía o “de las sonrisas”-, tratando de rebajar el contenido dramático y
políticamente reivindicativo que tuvo antaño.
Revolución -el
impulso transformador de los de abajo contra los de arriba, para instaurar un orden nuevo favorable de los
primeros- es una palabra insoportable para las élites y las derechas políticas
que las representan. Contrarrevolución,
el impulso en sentido contrario para restaurar el viejo orden, lo es para las
clases subalternas y para los partidos de izquierda que las representan.
Hoy estamos bajo ese signo, el de la
contrarrevolución o, para evitar un mensaje excesivamente dramático, bajo el
signo de la involución, del retroceso. El dilema planteado en esta hora es
resistencia o involución.
Ante la ofensiva de un capitalismo salvaje y
descarnado, ufano de su poderío, expresado no sólo en el conservadurismo
dominante desde hace décadas, sino en el ascenso de fuerzas políticas de
ultraderecha, las desorientadas izquierdas deben optar entre resistir o
claudicar (y suicidarse).
El impulso conservador viene de muy atrás, no
sólo de las respuestas de las derechas a las movilizaciones sociales contra la
crisis (indignados, mareas, 15-M, Ocuppy Wall Street, mujeres, etc) o al
hundimiento de la URSS y el ocaso de su bloque de influencia, sino de la
“revolución conservadora”, puesta en marcha políticamente por Ronald Reagan y
Margaret Thatcher, en los años ochenta, como reacción a la última oleada de
rebeldía de los años sesenta y primeros setenta y a la crisis del modelo
productivo de la segunda postguerra.
Desde entonces, con las izquierdas seducidas
por terceras vías o por otras alternativas presuntamente modernas y eficaces,
que han conducido a su desorientación y progresivo repliegue, estamos inmersos
en una onda larga de conservadurismo y reacción, que adquiere un perfil aún más
inquietante con el ascenso de una derecha extremada y exultante.
Hoy, el fantasma que recorre Europa y parte del
mundo no es el fantasma del comunismo, un impulso nuevo llegado para remover
los cimientos de la sociedad (y de la historia) en favor de los desposeídos,
sino el fantasma del viejo fascismo, neofascismo, postfascismo o un embrionario
prefascismo, como también ha sido bautizado. En cualquier caso, y al margen del
término elegido para describir el fenómeno, lo que se percibe es el ascenso de
mensajes políticos de extrema derecha, fascistizantes o fascistoides, su
creciente importancia en la opinión pública, el aumento de su apoyo electoral y
la llegada a los gobiernos de sus representantes más genuinos.
Hace ahora cien años, en el contexto del
agitado fin de la I Guerra Mundial y en vísperas de una revolución que
fracasaría, Rosa Luxemburg, para desterrar el odio y el homicidio entre los
pueblos, proponía el socialismo -el régimen de cooperación de trabajadores
libres- como el único camino de la humanidad para salvarse.
En el folleto “¿Qué se propone la Liga
Espartaco?”, escrito poco antes de su muerte en Berlín, resumió las tensiones
de su tiempo en una frase: “Socialismo o hundimiento en la barbarie”.
Desde entonces, no nos hemos librado de la
barbarie; una barbarie multiplicada por la tecnología de la muerte y la
destrucción. Ella misma fue una de sus víctimas al ser asesinada brutalmente,
en enero de 1919, por los “freikorps”, que pronto engrosarían las filas de los
“camisas pardas” del partido nazi.
A pesar de existir zonas de paz, progreso y
desarrollo, lo que ha predominado ha sido, por un lado, la barbarie política y
militar, primero en una nueva guerra desatada en 1939, aún más extensa y más
cruenta (62 millones de muertos, 35 millones de heridos y mutilados, 3 millones
de desaparecidos y 30 millones de desplazados), librada a escala mundial, y
luego las que han seguido a escala local o regional, y, por otro lado, la
barbarie económica de un sistema productivo infrahumano, coronado por un
desproporcionado reparto de la riqueza en favor de los más ricos, que, tras la
gran crisis financiera, parece conducirnos hacia condiciones de vida y trabajo propias
del siglo XIX para los asalariados.
Conocemos el socialismo con barbarie y el
capitalismo con barbarie. Miremos con atención lo que tenemos en Europa y no
nos engañemos: no podemos esperar mejoría alguna de la mano de gobernantes como
Putin y Trump, que amenazan la Unión Europea, ni de sus émulos Orbán y
Kacczinsky, Wilders, Le Pen o Salvini, ni de Casado y Abascal.
No sabemos cuándo y cómo
podremos instaurar una sociedad más justa y más libre, ni si ello es posible
teniendo en cuenta la historia de la humanidad, pero de ningún modo podemos
quedarnos quietos ante propuestas políticas que refuerzan la barbarie.
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