El
cuadragésimo cuarto aniversario de la muerte de Franco ha pasado, como siempre,
sin pena ni gloria, salvo para sus admiradores, y además oscurecido por la
estela postelectoral del 10-N.
Sin
embargo, desde 1975, este es el primer año en que sus restos, en el aniversario
de su deceso, no reposan en el Valle de los Caídos sino en el panteón de su familia,
lo cual tiene importancia no sólo simbólica, sino política.
En
este año se han cumplido también ochenta del final de la guerra civil y, por
primera vez, un Jefe del Gobierno español se ha desplazado a Francia para
visitar las tumbas de Manuel Azaña y Antonio Machado y rendir un tardío
homenaje a estas dos insignes figuras, una política y otra literaria, de la II
República, y a los refugiados españoles del campo de concentración de Argelés. Como
lúgubre anécdota, no se me ocurre otro adjetivo, el acto fue interrumpido por
un grupo independentistas catalanes, que con sus gritos mostraban su oceánica
ignorancia sobre la historia de España y de Cataluña.
Si
tenemos en cuenta el clima en el que últimamente transcurre la vida política de
este país y los trámites, debidos tanto a procedimientos burocráticos como a la
obstrucción política, que han demorado el traslado de los restos del dictador, aprobada,
en diciembre de 2017, en el Congreso, sin votos en contra pero con la
abstención del PP, la conjunción de fechas no parece tanto una simple
coincidencia como un designio del destino.
Ochenta
años han pasado desde que acabó la guerra civil, y su recuerdo, expresado en
símbolos y en carencias, aún pesa sobre la sociedad. Uno de estos recuerdos era
el cadáver de Franco, sepultado con honores de Jefe de Estado en su colosal
mausoleo.
Otro,
son los miles de cadáveres enterrados clandestinamente en lugares ignotos, como
efecto de la guerra y de la represión posterior, cuyos restos quieren recuperar
muchos de sus familiares luchando, ochenta años después, a brazo partido contra
la desidia, la obstrucción política y eclesiástica y la paralizante burocracia.
El
destierro de Franco al panteón de su familia era una asignatura de las que tenía
pendientes de aprobar el régimen democrático.
La recuperación de los restos de
esos miles de cadáveres por los familiares que así lo deseen y la conservación
de todos los demás, en un lugar que sirva de reconciliación para las
generaciones más viejas y de enseñanza sobre el fanatismo y los horrores de la
guerra para las más jóvenes, podría ser el necesario cierre simbólico a la etapa postbélica, que
pusiera el adecuado final a una transición política hasta hoy inconclusa.
Aunque,
por ahora, no parece que exista el necesario clima de acuerdo para ejecutar ese
propósito, pues, enterrado definitivamente Franco como persona y desterrada su
ominosa sombra de la sociedad, hay quienes han desenterrado su rancio ideario
para utilizarlo como programa político en unas instituciones que son la
negación de su régimen.
Quizá deban transcurrir
otros ochenta años para sepultar también su obra.
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