Está
satisfecha Laura Borrás, portavoz de JpCat (antes PDeCat, antes JpSi, antes
CDC), porque en el PSOE han reconocido que en Cataluña hay un conflicto
político. Un aspecto preocupante de la enrevesada realidad del país que nadie en
sus cabales negaría, si aspirase a gobernar o a tener algún tipo de representación
política en España.
Reconocer
un conflicto es, sencillamente, admitir que existe un problema; un gran
problema en este caso. Pero admitir que existe un conflicto en Cataluña no
implica estar de acuerdo con su origen en el tiempo ni con sus causas, y, en
definitiva, con su naturaleza, ni, claro está, con la solución que los
nacionalistas pretenden dar a ese problema, porque la denominación -“el
conflicto”- ya le atribuye un sentido, el único sentido válido para ellos, que
presupone, así mismo, la única solución que estiman aceptable para resolverlo.
Así,
“el conflicto” no es la objetiva descripción de un fenómeno político, de un
aspecto preocupante de la realidad catalana y española, como es el choque de legitimidades,
de aspiraciones e intereses entre actores políticos, sino un término que ya
viene cargado de sentido.
“El
conflicto”, como “el proceso” (“el procés”), es la síntesis de un discurso más
amplio; es un concepto envenenado, un término importado, “made in Euskadi” o
mejor dicho “made in Euskalherria”, acuñado por los abertzales (Otegui), que disponen
de una fecunda producción de eufemismos para edulcorar sus planes llevados a
cabo con terrorismo -“relación negativa con los derechos humanos” (Urkullu)-, que
culminan en la aparente verdad universal de un derecho lógico, democrático y,
al parecer, ampliamente admitido en el mundo, que es “el derecho a decidir”.
Otro ardid verbal, otro eufemismo vasco exportado a Cataluña, que ha tenido
mucho éxito en el “hit parade” de las “soluciones imaginativas” (Ibarretxe). Porque
en el tema del nacionalismo, aunque falta sensatez, sobra imaginación.
Para
los nacionalistas, “el conflicto” señala el problema más acuciante de Cataluña;
no existe otro mayor ni que precise atención más urgente que el de buscarle una
“salida política democrática”, que sólo puede ser un referéndum de
autodeterminación. Así lo reitera la propuesta del Parlament (5/12/2019) de
volver a debatir y votar una moción para “encontrar una solución democrática al
conflicto político entre Cataluña y el Estado, que no puede ser otra que el
ejercicio del derecho de autodeterminación a través de un referéndum”. Así,
pues, la solución ya está “encontrada”, es la misma desde 2012, pero hay que
volver a ponerla sobre el tapete para presionar en la negociación con el PSOE.
La
celebración de un referéndum que esperan ganar, ya sabemos cómo, con la
intención de dividir un país y fundar otro a sus expensas, es una solución drástica,
maximalista, que viene dada por los ingredientes del problema, por los
componentes “del conflicto”.
En
primer lugar, por el componente histórico, que expresa un viejo conflicto de
dos naciones enfrentadas -España y Cataluña- desde hace siglos (“España contra
Cataluña”), en el que la primera ha impuesto sus condiciones a la segunda hasta
lograr la subordinación política que permite el expolio económico (“España nos
roba”, “Cataluña está colonizada”).
Esta
sesgada visión de la historia ha producido una versión tópica y popular de la
evolución de Cataluña y de España, basada en la difusión de estereotipos más
propios del siglo XIX que del XXI, como el de la Cataluña desarrollada y moderna
frente a la España atrasada y subdesarrollada, o el de Madrid, que manda y
gasta mientras Cataluña trabaja y paga.
Madrid,
paradigma del poder centralista, es la corte de los cabildeos, sede de
gandules, de gente que consume, pero no trabaja; una ciudad de funcionarios y
pasantes, de politicastros y charlatanes, que viven del dinero público; una
ciudad donde la “atmósfera es perniciosa y el aire apesta” (Almirall).
Mientras
Cataluña, donde la gente trabaja y ahorra -“catalanes y vascos son los
trabajadores de España” (Almirall)-, es tierra de emprendedores, de honrados industriales
y sufridos menestrales, que costean con sus impuestos el despilfarro de Madrid.
En
relación con lo anterior, “el conflicto” tiene también una dimensión cultural,
antropológica e incluso biológica, donde la lengua tiene un papel fundamental,
porque “constituye la nación” (Prat de la Riba), “es nuestro ADN” (P. Maragall).
La
lengua autóctona determina todo lo demás, la concepción del mundo y la
ubicación en él; hablar catalán es pensar en catalán, vivir en catalán e
imaginar el mundo desde Cataluña. Detrás de la lengua y la literatura vienen
las otras expresiones culturales: las tradiciones, las fiestas populares, los ritos
religiosos, la música, la gastronomía -“hay una cocina, hay una nación”
(Ruscalleda)- y los símbolos que muestran las diferencias que separan la
cultura catalana de la cultura española y, sobre todo, de la castellana.
En
“el conflicto” hay un ingrediente biológico, que pervive desde las antiguas
razas, un choque entre el grupo central meridional, de influencia semítica por
la invasión árabe, y el primitivo grupo ibérico pirenaico, vasco-aragonés. El
primero, por influencia musulmana es soñador, fatalista y dado al lujo, pero
autoritario por la influencia castellana -“El Estado es un fajo de kabilas
africanas” (Prat).
El
segundo, de ingenio analítico, es recio y propenso a la libre confederación. El
enfrentamiento entre ambos grupos ha marcado la historia de España y ha
impedido su unificación en una sola nación.
Hay
una versión actual de este racialismo del siglo XIX que impide la convivencia
entre los catalanes y el resto de los españoles. Para Artur Mas, los catalanes
tienen en su ADN influencia genética germánica, para Junqueras la influencia es
francesa. Sea como fuere, hay que preservar la raza catalana y evitar la mezcla
con otras razas, presuntamente inferiores, que llevaría a su desaparición. Las
diferencias son tan grandes, que forman dos pueblos que no pueden convivir ni
compartir el mismo territorio: no pueden convivir las personas normales con
gente extraña y degradada (Barrera), ni con hombres destruidos (Pujol) o, peor
aún, con seres no que son humanos sino similares a bestias, a alimañas, en la
versión más cruda del racismo, que es la de Quim Torra.
La
versión política “del conflicto”, resume todo lo anterior y justifica el
programa del nacionalismo: ante dos pueblos no sólo irremediablemente
distintos, sino opuestos en todo e históricamente enfrentados, la solución
racional y nacional es separarlos; de común acuerdo, si es posible, y si no,
por decisión unilateral del más agraviado.
“El
conflicto” es un mensaje de fácil ingesta en la dieta ideológica nacionalista,
preparado por el aparato de propaganda de la Generalitat para hacer pedagogía
entre la población y presentar de manera sencilla y maniquea, pero falsa, la
exigencia de una satisfacción justa, que no lo es, a unos agravios que no han
existido.
En apariencia, “el
conflicto” es un discurso sobre los hipotéticos derechos de una nación en
construcción, pero en esencia es la justificación que los nacionalistas
necesitan para dotarse de su propio Estado. 15-12-2019
https://elobrero.es/opinion/38704-el-conflicto-catalan.html
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