El
artículo anterior -“El conflicto catalán”- aludía a la evidencia, difícil de negar,
de un conflicto político en Cataluña, del cual se daban algunos apuntes sobre
su etiología, pero la realidad es más compleja y no se deja atrapar por apresuradas
simplificaciones, ya que, en torno al mismo tema, existe más de un conflicto; hay,
por lo menos, tres.
Los
soberanistas, interesados en ofrecer una explicación sencilla y maniquea del
problema que facilite la adhesión de la población a su programa, se esfuerzan
en centrar la atención en un solo conflicto, entre Cataluña y España, con la
aviesa intención de ocultar los demás, creyendo que al resolver el primero, con
la independencia quedarán resueltos los restantes. Pero es difícil acertar con
la solución correcta, cuando un problema está mal planteado.
Para
empezar, se debe señalar que no hay un conflicto entre Cataluña -Cataluña es
una abusiva abstracción que los nacionalistas manejan a su antojo- y España o entre
Cataluña y el Estado español, sino entre el propósito de los partidos
independentistas catalanes y las instituciones estatales españolas, que,
referido a los actores políticos, que son los que cuentan, es un conflicto entre
quienes están al frente de la Generalitat y las instituciones del Estado.
La
Generalitat, una institución regional del Estado español, ha sido dirigida
por los nacionalistas contra el propio Estado para alterar de modo unilateral
esa relación subordinada y tratar de convertirla en una institución
representativa de un nuevo Estado independiente.
Es
decir, por iniciativa de los partidos nacionalistas, una parte del Estado se ha
vuelto contra su posición estructural y su función subordinada y se ha iniciado
un proceso -“el procés”- para acabar de modo unilateral con esa relación, que
los independentistas califican de opresiva y humillante.
La
parte no quiere pertenecer al todo, aspira a ser un todo independiente y a
entenderse de igual a igual con el Estado: Cataluña y España o Cataluña frente
a España, en una relación bilateral entre estados soberanos.
Un
Estado frente a otro; un Estado hipotético frente a un Estado legal; un Estado
imaginario frente a un Estado real. Esta es la ficción en que viven los
partidos independentistas, que, en la persecución de sus fines, se han excedido
en el uso de las competencias que tiene transferidas la Generalitat y han
tropezado con sus límites, es decir, con la ley, que es lo que hubiera ocurrido
en cualquier país que fuera celoso con su soberanía y su configuración
territorial.
Otro
de los conflictos es el que enfrenta a los nacionalistas con los ciudadanos
catalanes que no lo son, que, por la acción unilateral de los nacionalistas, ha
dividido profundamente a la sociedad catalana. Conflicto de difícil solución,
ya que la sociedad está electoralmente dividida casi por la mitad en su opinión
sobre la naturaleza y el destino de Cataluña, dificultad que los soberanistas pretenden
salvar imponiendo de modo unilateral su solución al resto de la ciudadanía, con
el concurso, o sin él, del Estado español.
Existe
otro conflicto, de índole muy distinta, que ha sido desplazado a segundo plano por
el anterior.
Cataluña
es una de las regiones más ricas de España, pero donde la riqueza está peor
repartida, honor en la que está acompañada por la Comunidad de Madrid,
gobernada desde hace un cuarto de siglo por el Partido Popular.
El
mayor problema de Cataluña y el que afecta de manera más aguda a más personas es
la desigualdad: la diferencia de rentas, oportunidades de empleo y
posibilidades de mejora y ascenso social entre sus habitantes, sobrevenida a
consecuencia del estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008 y la gran recesión
de 2010, y de las medidas de austeridad aplicadas por el Gobierno de Artur Mas
para salir de ella cargando su coste sobre las clases populares.
No
se debe olvidar que los recortes de CiU fueron más duros y aplicados en
Cataluña antes que los del Partido Popular en el resto de España, ni que el PP
y CiU eran entonces aliados: el PP apoyaba al gobierno de CiU en el Parlament
y CiU apoyaba al gobierno del PP en el Congreso. Los dos partidos neoliberales,
confesionales y corrompidos aplicando la misma política de descargar el peso del
saneamiento económico sobre la espalda de los trabajadores y las clases subalternas.
La
indignación popular ante las duras medidas de ajuste, ya mostrada en la huelga
general del 29-S y en la movilización de las “mareas”, estalló el 15-M-2011 en
Madrid y se reprodujo en las acampadas de Barcelona y en el cerco al Parlament,
en junio de 2011, cuando Artur Mas tuvo que salir en helicóptero y los consellers
en coches de los mossos. Sucesos que tanto asustaron a CiU y a ERC
-Carod invitó a los acampados a irse a orinar a España-, que decidieron
conjurar el peligro de que prendiera la lucha de clases apretando el acelerador
del nacionalismo para forjar la unidad nacional contra un enemigo externo -España-,
al que cargar la responsabilidad de sus decisiones y escapar, de paso, a la acción
de la justicia por los numerosos casos de corrupción en los que CiU y la
familia Pujol estaban inmersos.
La
maniobra dio resultado y el incipiente conflicto entre clases sociales quedó
arteramente sepultado por el conflicto entre identidades.
Queda,
finalmente, un conflicto ahora latente, que alcanzará su plena dimensión en el
caso de hacerse realidad el proyecto independentista.
Poco
se sabe de la República Catalana. Es, hasta ahora, un proyecto de perfiles difusos
y orientación política confusa, que ha servido para establecer el mínimo acuerdo
posible entre las fuerzas independentistas, en una plataforma definida por su
indefinición y por el carácter negativo de sus asertos; no por lo que aporta,
salvo ilusión, sino por lo que rechaza: España, el Estado español, la Constitución,
la corona, el régimen autonómico, etc.
Frente
al Estado español como causa de los males de Cataluña, la propaganda
nacionalista propone la meta ilusionante de la República como superación de ese
modelo de Estado, dictatorial y opresivo, y como solución a los problemas del
presente.
La
República es el vínculo que remata la alianza sin principios de las diversas
fuerzas que defienden la autodeterminación, donde las izquierdas, aún las más
extremas, se han rendido sin condiciones a la burguesía nacionalista catalana.
La
República, un cómodo comodín, que lo mismo vale para un roto que para un
descosido, es el reverso de la falta de acuerdo sobre lo que hay que hacer
ahora en Cataluña para ayudar a los más golpeados por la crisis, cambiar el régimen
fiscal y reorientar el sistema económico para asumir las limitaciones que impone
el ahorro energético y la lucha contra el cambio climático, porque eso
alentaría el choque entre programas que son antagónicos y podría romper el
bloque independentista. Por esa razón, las izquierdas han sofocado el programa
social en beneficio del programa nacional y han desplazado hacia el futuro las contradicciones
de clase, como si las necesidades de la gente pudieran esperar al fausto
advenimiento de la república.
De
los diversos proyectos metidos en el mismo saco del independentismo, hay, al
menos, dos que son incompatibles entre sí y que en su momento habrán de chocar,
poniendo en riesgo, incluso, la propia existencia de la nueva república.
Por
el lado más extremo del ala izquierda, la república catalana, democrática y
participativa, definirá un país anticapitalista, fuera de la Unión Europea, la
OTAN y el FMI; antipatriarcal, antiespañol, antiimperialista, ecologista,
feminista, laico y socialista.
Por el lado más próximo a la
derecha soberanista católica, la nueva república se parecerá a la vieja
Cataluña interior de matriz carlista: una república provinciana, tradicional, foral
y casi precapitalista, hecha a imagen y semejanza de artesanos y pequeños
tenderos y de la gente de misa. Y alineada con los movimientos nacional
populistas europeos.
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