miércoles, 18 de diciembre de 2019

Los conflictos catalanes


El artículo anterior -“El conflicto catalán”- aludía a la evidencia, difícil de negar, de un conflicto político en Cataluña, del cual se daban algunos apuntes sobre su etiología, pero la realidad es más compleja y no se deja atrapar por apresuradas simplificaciones, ya que, en torno al mismo tema, existe más de un conflicto; hay, por lo menos, tres.
Los soberanistas, interesados en ofrecer una explicación sencilla y maniquea del problema que facilite la adhesión de la población a su programa, se esfuerzan en centrar la atención en un solo conflicto, entre Cataluña y España, con la aviesa intención de ocultar los demás, creyendo que al resolver el primero, con la independencia quedarán resueltos los restantes. Pero es difícil acertar con la solución correcta, cuando un problema está mal planteado.  
Para empezar, se debe señalar que no hay un conflicto entre Cataluña -Cataluña es una abusiva abstracción que los nacionalistas manejan a su antojo- y España o entre Cataluña y el Estado español, sino entre el propósito de los partidos independentistas catalanes y las instituciones estatales españolas, que, referido a los actores políticos, que son los que cuentan, es un conflicto entre quienes están al frente de la Generalitat y las instituciones del Estado.
La Generalitat, una institución regional del Estado español, ha sido dirigida por los nacionalistas contra el propio Estado para alterar de modo unilateral esa relación subordinada y tratar de convertirla en una institución representativa de un nuevo Estado independiente.  
Es decir, por iniciativa de los partidos nacionalistas, una parte del Estado se ha vuelto contra su posición estructural y su función subordinada y se ha iniciado un proceso -“el procés”- para acabar de modo unilateral con esa relación, que los independentistas califican de opresiva y humillante.
La parte no quiere pertenecer al todo, aspira a ser un todo independiente y a entenderse de igual a igual con el Estado: Cataluña y España o Cataluña frente a España, en una relación bilateral entre estados soberanos.
Un Estado frente a otro; un Estado hipotético frente a un Estado legal; un Estado imaginario frente a un Estado real. Esta es la ficción en que viven los partidos independentistas, que, en la persecución de sus fines, se han excedido en el uso de las competencias que tiene transferidas la Generalitat y han tropezado con sus límites, es decir, con la ley, que es lo que hubiera ocurrido en cualquier país que fuera celoso con su soberanía y su configuración territorial.   
Otro de los conflictos es el que enfrenta a los nacionalistas con los ciudadanos catalanes que no lo son, que, por la acción unilateral de los nacionalistas, ha dividido profundamente a la sociedad catalana. Conflicto de difícil solución, ya que la sociedad está electoralmente dividida casi por la mitad en su opinión sobre la naturaleza y el destino de Cataluña, dificultad que los soberanistas pretenden salvar imponiendo de modo unilateral su solución al resto de la ciudadanía, con el concurso, o sin él, del Estado español.
Existe otro conflicto, de índole muy distinta, que ha sido desplazado a segundo plano por el anterior.
Cataluña es una de las regiones más ricas de España, pero donde la riqueza está peor repartida, honor en la que está acompañada por la Comunidad de Madrid, gobernada desde hace un cuarto de siglo por el Partido Popular.
El mayor problema de Cataluña y el que afecta de manera más aguda a más personas es la desigualdad: la diferencia de rentas, oportunidades de empleo y posibilidades de mejora y ascenso social entre sus habitantes, sobrevenida a consecuencia del estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008 y la gran recesión de 2010, y de las medidas de austeridad aplicadas por el Gobierno de Artur Mas para salir de ella cargando su coste sobre las clases populares.
No se debe olvidar que los recortes de CiU fueron más duros y aplicados en Cataluña antes que los del Partido Popular en el resto de España, ni que el PP y CiU eran entonces aliados: el PP apoyaba al gobierno de CiU en el Parlament y CiU apoyaba al gobierno del PP en el Congreso. Los dos partidos neoliberales, confesionales y corrompidos aplicando la misma política de descargar el peso del saneamiento económico sobre la espalda de los trabajadores y las clases subalternas.
La indignación popular ante las duras medidas de ajuste, ya mostrada en la huelga general del 29-S y en la movilización de las “mareas”, estalló el 15-M-2011 en Madrid y se reprodujo en las acampadas de Barcelona y en el cerco al Parlament, en junio de 2011, cuando Artur Mas tuvo que salir en helicóptero y los consellers en coches de los mossos. Sucesos que tanto asustaron a CiU y a ERC -Carod invitó a los acampados a irse a orinar a España-, que decidieron conjurar el peligro de que prendiera la lucha de clases apretando el acelerador del nacionalismo para forjar la unidad nacional contra un enemigo externo -España-, al que cargar la responsabilidad de sus decisiones y escapar, de paso, a la acción de la justicia por los numerosos casos de corrupción en los que CiU y la familia Pujol estaban inmersos.
La maniobra dio resultado y el incipiente conflicto entre clases sociales quedó arteramente sepultado por el conflicto entre identidades.
Queda, finalmente, un conflicto ahora latente, que alcanzará su plena dimensión en el caso de hacerse realidad el proyecto independentista.
Poco se sabe de la República Catalana. Es, hasta ahora, un proyecto de perfiles difusos y orientación política confusa, que ha servido para establecer el mínimo acuerdo posible entre las fuerzas independentistas, en una plataforma definida por su indefinición y por el carácter negativo de sus asertos; no por lo que aporta, salvo ilusión, sino por lo que rechaza: España, el Estado español, la Constitución, la corona, el régimen autonómico, etc.
Frente al Estado español como causa de los males de Cataluña, la propaganda nacionalista propone la meta ilusionante de la República como superación de ese modelo de Estado, dictatorial y opresivo, y como solución a los problemas del presente.  
La República es el vínculo que remata la alianza sin principios de las diversas fuerzas que defienden la autodeterminación, donde las izquierdas, aún las más extremas, se han rendido sin condiciones a la burguesía nacionalista catalana.
La República, un cómodo comodín, que lo mismo vale para un roto que para un descosido, es el reverso de la falta de acuerdo sobre lo que hay que hacer ahora en Cataluña para ayudar a los más golpeados por la crisis, cambiar el régimen fiscal y reorientar el sistema económico para asumir las limitaciones que impone el ahorro energético y la lucha contra el cambio climático, porque eso alentaría el choque entre programas que son antagónicos y podría romper el bloque independentista. Por esa razón, las izquierdas han sofocado el programa social en beneficio del programa nacional y han desplazado hacia el futuro las contradicciones de clase, como si las necesidades de la gente pudieran esperar al fausto advenimiento de la república.
De los diversos proyectos metidos en el mismo saco del independentismo, hay, al menos, dos que son incompatibles entre sí y que en su momento habrán de chocar, poniendo en riesgo, incluso, la propia existencia de la nueva república.
Por el lado más extremo del ala izquierda, la república catalana, democrática y participativa, definirá un país anticapitalista, fuera de la Unión Europea, la OTAN y el FMI; antipatriarcal, antiespañol, antiimperialista, ecologista, feminista, laico y socialista.
Por el lado más próximo a la derecha soberanista católica, la nueva república se parecerá a la vieja Cataluña interior de matriz carlista: una república provinciana, tradicional, foral y casi precapitalista, hecha a imagen y semejanza de artesanos y pequeños tenderos y de la gente de misa. Y alineada con los movimientos nacional populistas europeos. 


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