Good morning, Spain, que es
different
Ahíto
estoy del “procés”, nombre de reminiscencias kafkianas, que algún fontanero de la Generalitat ha escogido
para designar la operación de separar, de modo unilateral, Cataluña de España.
Aunque por el procedimiento con que se va a consumar la secesión -la “desconexión”-
más bien parece obra de un electricista.
La
elección de tal término intenta quitar importancia al hecho de dividir un país
(en realidad dos, pues Cataluña está partida por la mitad) y reducir los costes
que ello conlleve para sus habitantes, transmitiendo la impresión poco fundada de que se tratará de un proceso administrativo
rápido, neutro, políticamente indoloro y además rentable, y tan sencillo como
accionar un interruptor de la luz.
El
“procés” es un fenómeno que responde a circunstancias -en Cataluña y en España-
de hoy; es un fenómeno nuevo, original, es verdad, pero inspirado en hechos y
figuras del pasado, y poblado de fantasmas.
Admitiendo
la originalidad de utilizar la palabra “desconexión” en el caso de una secesión
política, “desconexión” es la aportación catalana a la idea del “procés”, que
es de origen vasco, abertzale, por más señas, pues durante años los etarras y
su orla de simpatizantes han estado predicando las bondades de un “proceso” que
quería ser de paz y a la vez de independencia, es decir, de una cosa por la
otra.
Como
es de matriz vasca la martingala del “derecho a decidir”, en abstracto, con que
el lendakari Ibarretxe arropaba su famoso Plan para convertir el País Vasco en
un estado asociado a España, en el que los vascos (sobre todo el PNV y sus apoyos
políticos y económicos) se reservaban un Estado propio pero compartían en buena
armonía el mercado español y el de la Unión Europea. Tontos no son.
También
es de matriz vasca el pacto fiscal, que, tras las elecciones catalanas de 2010,
celebradas en plena recesión económica, propuso Artur Mas a Rajoy para reducir
el déficit que (presuntamente) España tenía con Cataluña, que cifraba en los
célebres 16.000 millones de euros y pretendía reducir a la mitad. Como no hubo
acuerdo, pronto se abrió paso la idea de que “España nos roba” y de que con ese
dinero, los catalanes, todos, vivirían mejor si pudieran administrarlo sin la
tutela de España.
La
asamblea extraordinaria, formada por diputados, senadores, eurodiputados y
alcaldes de ciudades de más de 50.000 habitantes, que propone Pablo Iglesias,
es una especie de Udalbiltza (la asamblea de municipios vascos nacionalistas
que debía apoyar aquel “proceso”, en el que ETA llevaba la voz cantante).
También
tiene ecos vascos la batasunización de los jóvenes nacionalistas; la guerra de
banderas, la quema de retratos, emblemas y carteles no nacionalistas, las
pitadas a las autoridades “españolas”, la ocupación callejera, las amenazas a
los que no comparten la ideología oficial y oficiosa, el intento de doblegar a
quienes se resisten a aceptar el discurso supremacista de la Generalitat y de su
orla de organizaciones, recuerdan la kale
borroka. Incluso Rufián, ese diputado poco pulido, se inspira en frases de
Yon Idígoras para ilustrar con poco éxito sus desabridas arengas en el Congreso.
Para disipar las dudas que pudiera haber sobre algún parecido con Dinamarca, ahí
están el apoyo de Bildu al “procés” y la presencia de Otegui en Barcelona.
Los
fantasmas de Casanova y Pau Clarís (pero no de Cambó) se han paseado por
Barcelona, arropados por el recuerdo del “Corpus de sangre” y por los cánticos
de “Els segadors” y “La estaca” (¿contra quién?). El apoyo de la Iglesia
despierta el fantasma del viejo carlismo.
También
las espectrales figuras de Maciá y de Companys han reaparecido, pero nadie
parece dispuesto a afrontar el coste que puede acarrear su emulación, ni
siquiera el económico de unas multas, cuantiosas es cierto, porque “la pela es
la pela”. Como diría Jordi Pujol: ¿Y esto, quién lo paga? Y ante esa molesta
pregunta, es mejor hacerse el sueco que el danés.
En
un alarde de desvarío los mandamases de la Generalitat han utilizado los
nombres Rosa Parks y Martin Luther King para compararse con ellos y justificar
su posición. Fantasmones del presente se cobijan en fantasmas del pasado.
Otras
y otros políticos todoterreno, flotadores natos, se ven a sí mismos como reencarnaciones
de Talleyrand, capaces de sobrevivir al declive de un régimen y a la
instauración de otro, de gobernar en un país viejo y en un país nuevo, con
monarquía o con república, con refrendo o sin refrendo, antes y después del día
D, sin romperse ni mancharse, en un perfecto ejercicio de acrobacia, ante a los
topetazos con que Puigdemont ha despertado al don Tancredo que habita en la
Moncloa.
También
hay quienes, en este centenario de la revolución rusa, se ven como afortunados
intérpretes de una historia que se repite: para ellos se ha producido la
revolución de febrero de 1917 y sostienen a Puigdemont “como la soga sostiene
al ahorcado”, que es como Lenin decía que había que sostener a Kerenski, hasta
que llegue la Revolución de Octubre, del 1 de octubre, claro está. Falta poco
para librarse del zar español y fundar una república, donde, por fin, con
juvenil ilusión, se pueda aplicar un programa anticapitalista.
Para los independentistas, la
“desconexión” es un fenómeno mágico que hará realidad los contradictorios
sueños de quienes impulsan el “procés”, pues la han presentado como un tránsito
rápido y tranquilo desde la sumisión a España a la soberanía catalana y del
robo (de España) a la honradez en la administración propia; como el paso que va
de la escasez y la precariedad provocadas por la crisis (de España) a la
riqueza bien administrada por “gent tan ufana y tan superba”; todo se arreglará
con la independencia y Cataluña triunfante “tornará a ser rica i plena”. Pero,
de salir adelante, que es difícil, la “desconexión” abrirá en la nueva
república la caja de Pandora que dejará escapar las tensiones que anidan en esa
coyuntural y heteróclita alianza.
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