domingo, 24 de septiembre de 2017

El “procés” y sus fantasmas

Good morning, Spain, que es different

Ahíto estoy del “procés”, nombre de reminiscencias kafkianas, que algún fontanero de la Generalitat ha escogido para designar la operación de separar, de modo unilateral, Cataluña de España. Aunque por el procedimiento con que se va a consumar la secesión -la “desconexión”- más bien parece obra de un electricista.
La elección de tal término intenta quitar importancia al hecho de dividir un país (en realidad dos, pues Cataluña está partida por la mitad) y reducir los costes que ello conlleve para sus habitantes, transmitiendo la impresión poco fundada  de que se tratará de un proceso administrativo rápido, neutro, políticamente indoloro y además rentable, y tan sencillo como accionar un interruptor de la luz.
El “procés” es un fenómeno que responde a circunstancias -en Cataluña y en España- de hoy; es un fenómeno nuevo, original, es verdad, pero inspirado en hechos y figuras del pasado, y poblado de fantasmas.
Admitiendo la originalidad de utilizar la palabra “desconexión” en el caso de una secesión política, “desconexión” es la aportación catalana a la idea del “procés”, que es de origen vasco, abertzale, por más señas, pues durante años los etarras y su orla de simpatizantes han estado predicando las bondades de un “proceso” que quería ser de paz y a la vez de independencia, es decir, de una cosa por la otra.
Como es de matriz vasca la martingala del “derecho a decidir”, en abstracto, con que el lendakari Ibarretxe arropaba su famoso Plan para convertir el País Vasco en un estado asociado a España, en el que los vascos (sobre todo el PNV y sus apoyos políticos y económicos) se reservaban un Estado propio pero compartían en buena armonía el mercado español y el de la Unión Europea. Tontos no son.
También es de matriz vasca el pacto fiscal, que, tras las elecciones catalanas de 2010, celebradas en plena recesión económica, propuso Artur Mas a Rajoy para reducir el déficit que (presuntamente) España tenía con Cataluña, que cifraba en los célebres 16.000 millones de euros y pretendía reducir a la mitad. Como no hubo acuerdo, pronto se abrió paso la idea de que “España nos roba” y de que con ese dinero, los catalanes, todos, vivirían mejor si pudieran administrarlo sin la tutela de España.
La asamblea extraordinaria, formada por diputados, senadores, eurodiputados y alcaldes de ciudades de más de 50.000 habitantes, que propone Pablo Iglesias, es una especie de Udalbiltza (la asamblea de municipios vascos nacionalistas que debía apoyar aquel “proceso”, en el que ETA llevaba la voz cantante).
También tiene ecos vascos la batasunización de los jóvenes nacionalistas; la guerra de banderas, la quema de retratos, emblemas y carteles no nacionalistas, las pitadas a las autoridades “españolas”, la ocupación callejera, las amenazas a los que no comparten la ideología oficial y oficiosa, el intento de doblegar a quienes se resisten a aceptar el discurso supremacista de la Generalitat y de su orla de organizaciones, recuerdan la kale borroka. Incluso Rufián, ese diputado poco pulido, se inspira en frases de Yon Idígoras para ilustrar con poco éxito sus desabridas arengas en el Congreso. Para disipar las dudas que pudiera haber sobre algún parecido con Dinamarca, ahí están el apoyo de Bildu al “procés” y la presencia de Otegui en Barcelona.
Los fantasmas de Casanova y Pau Clarís (pero no de Cambó) se han paseado por Barcelona, arropados por el recuerdo del “Corpus de sangre” y por los cánticos de “Els segadors” y “La estaca” (¿contra quién?). El apoyo de la Iglesia despierta el fantasma del viejo carlismo.
También las espectrales figuras de Maciá y de Companys han reaparecido, pero nadie parece dispuesto a afrontar el coste que puede acarrear su emulación, ni siquiera el económico de unas multas, cuantiosas es cierto, porque “la pela es la pela”. Como diría Jordi Pujol: ¿Y esto, quién lo paga? Y ante esa molesta pregunta, es mejor hacerse el sueco que el danés.
En un alarde de desvarío los mandamases de la Generalitat han utilizado los nombres Rosa Parks y Martin Luther King para compararse con ellos y justificar su posición. Fantasmones del presente se cobijan en fantasmas del pasado.
Otras y otros políticos todoterreno, flotadores natos, se ven a sí mismos como reencarnaciones de Talleyrand, capaces de sobrevivir al declive de un régimen y a la instauración de otro, de gobernar en un país viejo y en un país nuevo, con monarquía o con república, con refrendo o sin refrendo, antes y después del día D, sin romperse ni mancharse, en un perfecto ejercicio de acrobacia, ante a los topetazos con que Puigdemont ha despertado al don Tancredo que habita en la Moncloa.
También hay quienes, en este centenario de la revolución rusa, se ven como afortunados intérpretes de una historia que se repite: para ellos se ha producido la revolución de febrero de 1917 y sostienen a Puigdemont “como la soga sostiene al ahorcado”, que es como Lenin decía que había que sostener a Kerenski, hasta que llegue la Revolución de Octubre, del 1 de octubre, claro está. Falta poco para librarse del zar español y fundar una república, donde, por fin, con juvenil ilusión, se pueda aplicar un programa anticapitalista.    

Para los independentistas, la “desconexión” es un fenómeno mágico que hará realidad los contradictorios sueños de quienes impulsan el “procés”, pues la han presentado como un tránsito rápido y tranquilo desde la sumisión a España a la soberanía catalana y del robo (de España) a la honradez en la administración propia; como el paso que va de la escasez y la precariedad provocadas por la crisis (de España) a la riqueza bien administrada por “gent tan ufana y tan superba”; todo se arreglará con la independencia y Cataluña triunfante “tornará a ser rica i plena”. Pero, de salir adelante, que es difícil, la “desconexión” abrirá en la nueva república la caja de Pandora que dejará escapar las tensiones que anidan en esa coyuntural y heteróclita alianza. 

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