Perplejo
me hallo ante el grito “Viva Cataluña libre y soberana” lanzado al aire
barcelonés en la última Diada, efecto, sin duda, del clima político imperante,
de la emoción del evento y de la devota lectura de “Victus”, novelesca versión
de la ficción nacionalista de los hechos de 1714.
En
su lugar, para mejorar su información sobre el tema, humildemente le sugiero la
lectura sosegada de los capítulos “5. El engaño del pacto de Génova” y “6. El
mito de 1714”, de la obra de Henry Kamen “España y Cataluña. Historia de una
pasión”, el capítulo “3. Cataluña en la monarquía hispánica”, de la “Historia
mínima de Cataluña” de Jordi Canal, el capítulo “4º. La ocasión del
tricentenario”, de “Cataluña. El mito de la secesión”, de Juan Arza y Joaquim
Coll, así como la entretenida cronología del procés, que Francesc de Carreras hace en “Paciencia e
independencia. La agenda oculta del nacionalismo”, entre otros libros de
reciente publicación sobre este tema.
De
lectura más indigesta -en castellano antiguo- pero también recomendable para
próceres y líderes políticos son “Los cinco libros postreros de la segunda
parte de los Anales de la Corona de Aragón”, especialmente desde el cuarto
volumen, relativo el reinado de D. Hernando II, llamado el Católico, escritos
por Gerónimo Zurita y editados en Zaragoza, con real licencia y coste, en 1668.
Que, como su señoría sabe, alude a hechos que para algunos son el origen de este
embrollo.
El
grito de su señoría en la Diada no puede sólo ser debido a un impulso
irrefrenable en un momento de exaltación, pues abunda en las declaraciones
ambiguas sobre este problema que percibo en su Partido, como la que hizo Irene
Montero, el pasado día 9, afirmando que los “mossos” deben cumplir la
Constitución y también la legislación catalana, lo que ratifica la posición de
Podemos a favor de celebrar un referéndum, aunque sea para estar en contra de
la secesión.
La
frase de la diputada me parece, sencillamente, una incoherencia y el intento
(vano) de contentar a todos poniendo una vela a dios y otra al diablo, pues es
difícil cumplir órdenes que son contradictorias, a no ser que los “mossos” retiren,
el cercano día de autos, las urnas por la mañana, acatando el mandato judicial,
y las repongan por la tarde, obedeciendo
órdenes de la Generalitat.
Siguiendo
este escueto razonamiento, poco creativo, lo admito, se me antoja que el grito
de su señoría -¡Viva Cataluña libre y soberana!- es chocante en boca de quien
aspira a ser presidente o vicepresidente del Gobierno de España, a no ser que
aspire a gobernar un país demediado o fragmentado. Y como sé de buena tinta que
su señoría es republicano, descarto que desee legar a sus sucesores un país en
porciones, como ocurría antaño cuando los reyes repartían los reinos entre sus
vástagos, encajo, por tanto, ese grito en el marco general de su noción de España
como “una realidad multinacional” o “un Estado con varias naciones que tienen
derecho a decidir”, y sobre el papel, supuestamente aglutinador, que pueden
cumplir los sucesivos refrendos de autodeterminación en un Estado español teóricamente
federal.
He
de señalar, señoría, que la noción de la España plurinacional, tan grata a las
izquierdas, es ambigua y aporta más confusión que claridad, porque multiplica
el problema al ofrecer de forma general un derecho misterioso -el derecho a
decidir- a unas naciones cuyo número no señala.
Si
tal derecho se concediera a Cataluña, o al País Vasco, que iría detrás, o a
Galicia, ¿qué razón habría para negárselo a Andalucía y a Castilla? ¿O a
Murcia, que buenas pruebas de federalismo dio en la rebelión cantonal? ¿O a
cualquier otra de las posibles naciones que podrían surgir al amparo de tal
caramelo? ¿Y quién garantizaría, que, con olvido de los resultados, aun
positivos para la permanencia de España tal cual es, el país no se paralizaría
políticamente en lo que se refiere a los asuntos generales y comunes de todas
las “naciones”, casi como ocurre ahora, al tener que abordar un inacabable
rosario de refrendos en las múltiples naciones que sin duda habrían de surgir? Eso
pasando por alto el estado de división interna en que quedarían tales naciones
tras someterse a esa prueba, como sucede ahora en Cataluña.
No,
señoría, no me parece sensato tal propósito, que entiendo obedece a la asentada
y nefasta propensión de las izquierdas de conceder, por principio, un plus de
legitimidad a los nacionalistas y admitir sus razones y sus mitos con escasa
resistencia cuando no con aquiescencia, lo que equivale a regalar a la derecha
la representación del país en su conjunto. Decisión más incomprensible aún,
teniendo en cuenta el calificativo de franquista que su Partido adjudica al
Partido Popular. Admita su señoría como poco congruente, que partidos que se consideran
de izquierdas (y antifranquistas tardíos), regalen, por táctica o por
estrategia, el país a su peor adversario y se conformen con intentar gobernar
alguna de sus regiones (o naciones) aceptando dócilmente el discurso de las
derechas locales.
Pues
de eso va lo que ocurre en Cataluña, donde la derecha local, contando con la
general indiferencia y el apoyo suicida de las izquierdas, ha logrado convencer
a una parte considerable de la población de que sus particulares intereses son
los intereses de todos los catalanes. La maniobra, acelerada en los últimos
años pero debida a un persistente trabajo de propaganda realizado durante
décadas, ha creado la impresión de que existen unos objetivos comunes entre la
minoría que desde hace al menos un siglo ha detentado no sólo el poder
económico y político, sino el cultural, artístico e incluso el deportivo en
Cataluña, y la inmensa mayoría de la población, especialmente la asalariada,
que ha llegado de otros lugares de España para contribuir con su esfuerzo al
buen resultado económico, que el discurso nacionalista atribuye a la superioridad
del pueblo catalán sobre el resto de habitantes de España. Lo cual desprende
penetrantes efluvios de una supremacía racial (franca, germánica o
presuntamente danesa) y de clase.
Circunstancias
que su señoría sabrá desvelar como falacias del discurso de los nacionalistas,
pues, como marxista o exmarxista, es conocedor de que, sin negar la habilidad
de los catalanes para los negocios, la prosperidad de la región se debe a las
favorables condiciones de su ubicación geográfica, al clima y a la orografía,
así como a la acción del capitalismo, que genera un desarrollo desigual concentrando
la riqueza donde es más fácil producirla, lo que explica el auge económico de
unas regiones y la despoblación y el empobrecimiento de otras, que contribuyen
a costa de su desarrollo a la prosperidad de las primeras. Diferencias que un
Estado democrático y mínimamente igualitario debe tratar de paliar
transfiriendo fondos públicos y esfuerzo inversor desde las zonas ricas hacia
las que lo son menos. Y decisiones a las que los partidos nacionalistas de las
regiones ricas se oponen como gato panza arriba, alegando ser víctimas de expolio,
maltrato, opresión colonial u odio ancestral, para librarse de semejante carga.
Seguramente, su señoría, que
según propia confesión “lleva la izquierda tatuada en las entrañas”, habrá
advertido que, tras la bandera de la independencia y las grandes palabras, se
esconde el deseo egoísta de no repartir la riqueza.
Pero
si no merece apoyo el objetivo de Puigdemont y compañía, tampoco lo merece el
procedimiento, pues se lleva a cabo con trucos y de forma atropellada. Las
leyes del referéndum y de Transitoriedad se han elaborado en secreto y aprobado
con prisa, marginando las garantías de cualquier ley que se tenga por democrática
y del propio Estatut, cuya defensa esgrimían hace años los que han preparado el
dislate de un refrendo que hasta para el PNV carece de validez.
Debo
advertir a su señoría que, desde el punto de vista de un peatón de la política,
la actitud de Podemos ante el “procés” ha sido la de nadar y guardar la ropa,
pero ha acabado llegando a la playa del independentismo. Pues, si
Podemos
defiende la celebración de un referéndum acordado y con garantías (para mostrarse
contrario a la secesión), no se entiende que apoye el simulacro del 1 de
octubre, al que ha llamado “movilización” (también Colau). Movilización es
cualquier cosa, pero en este caso, es apoyar el desafío de Puigdemont, lo que
lleva a preguntar qué haría su señoría si fuera presidente o vicepresidente del
Gobierno español, ¿dejaría tranquilamente que Cataluña se desgajara de España,
aunque fuera a instancias de sus amigos Doménech, Fachin y Colau? ¿Dejaría hacer a quienes representan el 48%
de los votos de unas elecciones consideradas plebiscitarias y despreciaría la
opinión de quienes representan el 52% o aplicaría los recursos que concede la
ley al Gobierno para impedirlo?
Sinceramente,
señoría, no me parece buena idea apoyar a los adversarios de Rajoy para
desgastar a Rajoy, en primer lugar, porque son muy semejantes a éste, y en
segundo, porque objetivamente también son adversarios de Podemos.
Entiendo
que su señoría tenga prisa por sacar al Partido Popular de la Moncloa y corregir la decisión que un día tuvo en su
mano, y que, por un exceso de confianza o un error de principiante, no supo
aprovechar para hacerlo posible, pero ahora no valen las prisas por sacar a
Rajoy del Gobierno y reformar la Constitución, a lo que el Partido Popular se
ha negado reiteradamente, aunque ahora, bastante tarde, empieza a admitir esa
posibilidad.
Señoría,
admito que, tras una vigencia de 39 años, revisar la Constitución es una tarea
necesaria, pero no sólo para que los nacionalistas catalanes u otros “se sientan
cómodos”, o aún más cómodos.
Y
si, para terminar, me permite utilizar la fórmula que su señoría empleó en
Zaragoza para dirigirse a Pedro Sánchez, le digo: compañero Iglesias, para
deponer a Rajoy, no caigas en la trampa de hacer causa común con la derecha de Cataluña,
que ha recortado salarios y derechos, ha privatizado bienes públicos y está corrompida
hasta el tuétano. No caigas en la trampa de apoyar el insolidario proyecto de
los privilegiados de una región privilegiada.Madrid, 24 de septiembre de 2017
https://elobrero.es/opinion/item/4097-carta-abierta-al-diputado-pablo-iglesias.html
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