El oasis catalán y el resto del mundo
Hay
malestar en Cataluña. Eso está fuera de discusión, pero ¿a qué responde ese malestar?
Los nacionalistas señalan la causa, la relación con España, sin vincularla con
los cambios generados por la globalización, de los cuales lo que acontece en
España y en Cataluña es la manifestación doméstica de una lógica mundial.
Los
nacionalistas, y quienes les siguen, han eliminado de su horizonte teórico
fenómenos que caracterizan las sociedades occidentales haciéndolas similares en
sus anhelos y tensiones, y han imaginado Cataluña como una burbuja aislada del
mundo e inmune a sus trastornos, que llegan a través de su relación con España
como un vendaval, que, desde la península, agita la vida tranquila, ordenada y
productiva del oasis catalán.
Es
un discurso que, por un lado, desprecia la existencia del capitalismo en
expansión como una causa de inestabilidad general, y del asentamiento de la
modernidad, con sus lógicas contradictorias -entre ellas no sólo la económica,
sino la política y la cultural-, con todo lo que representa, con lo que ofrece
y lo que exige. Y por otro lado, ha puesto los ojos en una Cataluña premoderna,
idealizada y falsamente soberana, a la que propone regresar incorporando los elementos
actuales que sean compatibles con ese sueño.
No
es muy original decir que el capitalismo expandido a escala planetaria genera
malestar aún en las sociedades mejor situadas, como muestran antecedentes tan
sonados como los sucesos de los años sesenta, expresando un primerizo y juvenil
rechazo al orden mundial creado en 1945, que ya entonces empezaba a tambalearse
y al que la restauración conservadora de Reagan y Thacher dio el definitivo
empujón.
Los
signos aparecieron primero en las sociedades más avanzadas, sobre todo en Estados
Unidos, y autores de distintas tendencias (Herbert Marcuse, Marvin Harris,
Daniel Bell, Alvin Tofler, Theodore Roszak, John K. Galbraith, Anthony Giddens,
Richard Sennet, Jeremy Rifkin, Manuel Castells o Naomi Klein, entre otros
muchos) se han ocupado de ello.
El
mundo ha ido perdiendo el perfil establecido tras la IIª Guerra mundial y se desdibuja
por medio de conflictos políticos, económicos, militares y culturales, que no
permiten atisbar cuál será su nueva configuración, si es que no hemos entrado
en una era de inestabilidad permanente. Fruto de ello son los modelos políticos
que hacen agua, las formas de gobierno obsoletas, los Estados incapaces de
asumir sus tareas, las instituciones que fracasan, el ocaso de las viejas ideologías
políticas, la pérdida de sentido de la historia y la constatación de que un capitalismo
sin adversarios avanza a trompicones, con una crisis tras otra, impelido por un
sector financiero desbocado, ante la perplejidad de los ciudadanos.
Estamos
en “La era de la incertidumbre” (Galbraith), en “La sociedad del riesgo” (Beck)
o inmersos en “La Modernidad líquida” (Bauman), dotada de una gran dinamismo,
en la que todo se acelera y se transmuta -“todo lo sólido se desvanece en el
aire” ante la presión del mercado, advirtió Marx- y nada parece destinado a
permanecer mucho tiempo (el empleo, la profesión, la educación, la familia, los
amores, las filiaciones políticas, la noción de la propia vida o la visión del
mundo), pues los viejos valores morales, políticos y religiosos han perdido su
función aglutinante y el dejar de ofrecer modelos de comportamiento y normas
estables y de definir horizontes ha facilitado la emergencia de un
individualismo insolidario, acrítico y deseoso, necesario para sostener un
mercado que precisa continua renovación y crecimiento para atender al creciente
consumismo, causa y efecto de esa necesaria renovación de la sociedad, al menos
como apariencia, pues parece impelida por la moda como principio dominante; es
“el imperio de lo efímero” (Lipovetsky) al servicio de incesantes deseos,
incentivados por la producción masiva de mercancías, el crédito y la publicidad,
y por la propaganda que sobre sí mismo genera este modelo, orgulloso de
mostrarse como la única forma de vida posible.
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