miércoles, 28 de junio de 2017

Calor en Phoenix

Good morning, Spain, que es different

Dice la prensa que hace mucho calor en Phoenix, capital del estado de Arizona.
Ya lo había advertido Sam Loomis (John Gavin), mientras se vestía en una habitación del hotel Jefferson: “Estoy cansado de sudar. Sudo para pagar las deudas de mi padre, que está en su tumba… Sudo para pagar la pensión de mi exmujer, que vive no sé dónde…” 
No era un reproche a Marion Crane (Janet Leigh), ocupada en el mismo menester, sino admitir con fatalismo que su apurada situación económica no les permitía casarse.
Ella acabó de vestirse, blusa blanca de manga corta y falda, y salió a la calle. Eran las tres de la tarde del once de diciembre, y hacía calor.
Lo reconocía Tom Cassidy, un cliente que llegó a la empresa donde trabajaba Marion: “Tendrían que decirle a su jefe que ponga aire acondicionado”. El jefe lo admitió: “Vamos a mi despacho, Tom, que está refrigerado”.  
Después, alegando un dolor de cabeza para salir antes de la oficina, Marion Crane tuvo 40.000 buenas razones para coger el coche, un cochazo corriente, y dejar Phoenix. Nunca volvería, ni llegaría a su destino llevando 40.000 dólares en el bolso, pues se topó con un psicópata que regentaba un motel de carretera.
Este relato de Alfred Hitchcock, ubicado en 1960, en estos días de junio de 2017 tendría que hacer mucho más hincapié en el calor, que ha alcanzado en Phoenix los 48 grados centígrados, temperatura más propia del Valle de la Muerte, el desierto repartido entre Nevada y California.
Otras ciudades del suroeste norteamericano han soportado también la oleada de calor, y del sur y ¡del norte! de España sin ir más lejos. 
Hablan los meteorólogos de una subida general de temperaturas sin retorno posible; de los incendios y de la escasez y descenso de las lluvias regulares y del ascenso de fenómenos tormentosos cada vez más intensos y frecuentes. Advierten los expertos en análisis del clima sobre los efectos del deshielo de los polos y la subida del nivel del mar, y de que el Sahara se expande, avanza hacia el centro de África y hacia el sur de Europa.
Pero el ignorante inquilino de la Casa Blanca actúa como un psicópata y sigue negando el cambio climático -debe estar aconsejado por el primo de Rajoy, que era incapaz de detectar los cambios del tiempo-, alegando que es un cuento de los chinos para atar las manos de Estados Unidos y poder sobrepasarlos económicamente. Otro que teme el “sorpasso”. 
En realidad, este atrabiliario presidente, republicano singular, sigue los mismos criterios que tenía Ronald Reagan para “Hacer grande América” (la consigna que comparten o que este ha copiado de aquel), y es que un imperio (ahora voluntariamente encogido) no puede someter su soberanía a tratados internacionales que la limiten, y si Estados Unidos quiere -y debe- seguir siendo la primera potencia mundial, no tiene que renunciar a usar las fuentes de energía que considere más adecuadas para su desarrollo, aunque sean muy contaminantes, porque así lo prescriban los acuerdos o a la opinión de terceros países.
El cambio climático es imparable y lo único razonable que se puede hacer es tratar de paliar sus consecuencias cambiando el modelo productivo capitalista, depredador de la naturaleza y despilfarrador de recursos, pero incluso los gobiernos más conscientes del peligro -y el nuestro no está entre ellos- carecen, dilación tras dilación, de planes a corto plazo y de la voluntad de llevarlos a cabo con decisión, aunque sea de manera unilateral.
No parece que, a las élites que dirigen el mundo, el problema merezca un tratamiento drástico y urgente, mientras el clima, que es consecuencia de millones de años de evolución del planeta, cambia de manera rápida y perceptible para los limitados ojos humanos. 
Pero los intereses de las personas más ricas de la Tierra, que son quienes dirigen realmente el proceso de mercantilización del mundo llamado globalización, que es un sistema para expropiar a una escala nunca imaginada (un robo gigantesco) al resto del planeta, empezando por los más pobres, se sobreponen a los de toda la población. 
Muy pocas personas, asociadas en potentes organizaciones internacionales y selectos (y opacos) círculos privados, dirigen el mundo a través de la economía y han decidido que su interés a corto plazo, que es seguir aumentando sus fortunas, merece el sacrificio de necesidades apremiantes de millones de personas y aún de sus vidas a largo plazo. 
Para llenarse la bolsa mientras dura su corta vida, han decidido acelerar el fin de la especie humana en un gesto de infinita codicia y de inmenso egoísmo. Una actitud de psicópatas, peores aún que Norman Bates. Malditos sean. 

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