martes, 20 de junio de 2017

Transición trágica (para la izquierda)

Good morning, Spain, que es different

Hace unos días (14-6-2017), Jordi Gracia publicó, con el título “La Transición trágica”, un interesante artículo en El País, en el que señalaba “el fracaso estrepitoso” de los programas de la extrema izquierda, porque habían ignorado la verdadera situación del país, cuya “población votó masivamente a Adolfo Suárez y no soñaba con revolución alguna”. 
Y es cierto, tras una guerra civil perdida por las izquierdas y las clases más populares y 40 años de dictadura, censura y adoctrinamiento político y clerical impuesto por los vencedores, la población, así en general, no soñaba con revolución alguna; se podría decir que la inmensa mayoría no soñaba con otra cosa que tener empleo, consumir un poco, prosperar modestamente y asegurar un futuro mejor para sus hijos.
También es cierto que sectores minoritarios, en particular jóvenes, mejor informados, abiertos a lo que sucedía en el extranjero y críticos con la dictadura sí soñaban con introducir cambios políticos en el país, más o menos radicales, más o menos urgentes.
“La Transición -escribe- constituyó una traición sangrante, despiadada, a aquellas juventudes revolucionarias que con la literatura, la ideología, los comics, el ideario libertario, el comunismo maoísta o soviético, la cultura hippy y la contracultura entera había construido el programa de un futuro sin contar con una población no adicta a Rimbaud, ni a Lautreamont, ni a Fidel Castro, ni a Janis Joplin, ni a Allen Ginsberg”.
Efectivamente algo o bastante de eso había, pero también había otras cosas, como otro sentido de la democracia, de la representación política, del Estado, de la economía, en los programas de la izquierda radical, que chocaban no sólo con el orden establecido sino con el orden a establecer, cuya crítica se ha revelado, al cabo de muchos años, bastante acertada sobre algunos aspectos de lo que entonces se estaba montando y cuyos excesos padecemos hoy. Y por otro lado, en la izquierda radical había una sincera preocupación por la suerte de las clases subalternas, que ha desaparecido de los relatos sobre la Transición; y hoy, cuando se habla tanto de la sufrida clase media, parece que no existen de tan subalternas que son.  
“El fracaso fue estrepitoso -dice Gracia- porque la población de una democracia en construcción no soñó con revolución alguna ni se adhirió a sus condiciones despóticas. Esa precaria democracia acabó con el aparato legislativo del franquismo y fundó otro nuevo desde 1978: hizo una ruptura democrática”.
Nunca me he creído tal ruptura, a pesar de la candidez de su versión más moderada, que fue el programa de la Plataforma de Organismos Democráticos (POD) de octubre de 1976 -gobierno provisional de amplio consenso, legalización simultánea de todos los partidos y sindicatos, amnistía política y laboral, derechos de expresión, asociación, huelga, reunión y manifestación, elecciones libres, asamblea constituyente, estatutos provisionales de autonomía y un programa económico contra la crisis- que fue ignorado por Suárez y abandonado pronto por sus defensores más pragmáticos. Aunque luego llegó sucesivamente, con cuenta gotas o con chorros de sudor y aún de sangre, porque de esta hubo bastante.
Los resultados finales del cambio de régimen supusieron una severa derrota para la izquierda radical, es cierto, cuyos grupos habían realizado un esfuerzo titánico intentado acabar con la dictadura, provocar, después, una ruptura con el régimen franquista y llevar lo más lejos posible la reforma pactada, pero un somero examen de lo obtenido arrojaba un resultado poco alentador.
Mediante un pacto con los grandes partidos de la izquierda, respetando la legalidad vigente y reteniendo el control de los aparatos del Estado franquista, el sector evolucionista del régimen había logrado reformar la dictadura y establecer un marco institucional para resolver pacíficamente los conflictos políticos, aunque desde el punto de vista representativo el nuevo régimen dejaba mucho que desear.
La reforma había sido conducida en sus principales tramos por el mismo equipo de personas que había sustituido al Gobierno de Arias Navarro y se había realizado manteniendo el funcionamiento ordinario de los aparatos fundamentales del Estado franquista, dirigidos incluso por las mismas personas. 
Se había comenzado a sanear el modelo económico, manteniendo la lógica de preservar el beneficio privado y hacer prevalecer el interés del capital sobre las necesidades de la fuerza de trabajo, a costa de renunciar a aspiraciones no sólo económicas de los trabajadores. A pesar de la movilización, la clase obrera no había sido la fuerza dirigente de los cambios, como lo mostraba su subordinación a los planes para salir de la recesión remodelando el aparato productivo con perjuicio de sus condiciones de vida (Pacto de la Moncloa).
Se había restaurado la monarquía (sin referéndum) y legitimado el nuevo régimen con la Constitución (sin elecciones constituyentes), el país seguía vinculado al bloque militar occidental por el convenio con el Gobierno de Estados Unidos y la adhesión a la OTAN, ligado a la Iglesia católica por un acuerdo renovado secretamente con el Vaticano (que mantenía su habitual postura patriarcal) y se encaminaba a integrarse en el Mercado Común, el selecto club del capitalismo europeo.
La Transición generó insatisfacción y desencanto en amplias capas de la población, que comprobó que la limitada democracia no llegaba con un pan bajo el brazo, sino con reconversión industrial, desempleo y moderación salarial.
La derrota de los programas anticapitalistas y el triunfo de la colaboración de clases decidieron el futuro de los trabajadores y de la población asalariada. La presión neoliberal y los sucesivos pactos sociales trajeron paro estructural, desindustrialización, privatización, externalización y deslocalización de empresas.
“Es seguro -dice Gracia- que para la mayoría de la población fue una buena noticia el fracaso de la revolución: el demos no fue revolucionario, o fue democrático de acuerdo con las democracias realmente existentes en la Europa de su tiempo. La primera clase del curso de nueva democracia trataba del desengaño de las utopías revolucionarias y la segunda tocaba otro tema, también delicado: la democracia es imperfecta, torpona y algo cegata, además de no ser nunca pura ni inmaculada”.
Cuantos adjetivos para no admitir el desengaño que producen las utopías democráticas neoliberales, que era lo que entonces se estaba erigiendo y lo que se consolidó, como admitió Marcelino Camacho años después: “La democracia se ha detenido a las puertas de los centros de trabajo y no se ha desarrollado en el orden social y económico; los sindicatos hemos sido los parientes pobres de la transición en razón de ello”. Y los trabajadores y otros estratos sociales subalternos fueron los que soportaron los peores costes de la Transición, mientras que para otros se trató de una operación casi perfecta; tan perfecta que el régimen instaurado se volvió intocable.
Que el régimen que tenemos ahora es infinitamente mejor que la horrenda dictadura, sólo lo niegan los nostálgicos de aquello, pero no hay que idealizarlo ni negarnos a ver la preocupante deriva que lleva, ni tampoco edulcorar, haciendo de la necesidad virtud, el proceso de fundarlo. 

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