jueves, 22 de junio de 2017

Gracias por las condolencias.

No esperaba este torrente de solidaridad, ni tampoco lo buscaba, esa es la verdad, aunque es muy grato comprobar que por las redes circula también mucha humanidad. Gracias, de nuevo. 
Realmente lo que pretendía haciendo pública una desgraciada circunstancia familiar, un suceso privado, digámoslo así, era, en primer lugar, llamar la atención sobre un caso particular pero que remite a un fenómeno general -el cuidado de ancianos y de enfermos en situación terminal- que hoy día afecta a miles de familias en España y fuera de ella, y en segundo lugar suscitar una breve reflexión sobre la muerte, o mejor dicho, sobre el hecho de morir, que lo es también sobre el hecho de vivir.  
En los llamados países occidentales o como los queremos llamar, es decir aquellos en que la vida en general no depende de las variaciones del clima -las sequías, los monzones-, de los movimientos telúricos -terremotos, erupciones volcánicas, maremotos, etc-, ni de epidemias o de enfermedades endémicas, en países, como el nuestro, donde el grado de desarrollo, de higiene, de sanidad, de servicios públicos y de abastecimiento general ofrecen bastante garantías de que la vida no depende de eventos naturales, aunque no se pueden descartar lo que llamamos “accidentes” de todo tipo, que puedan truncar las vidas antes de completar su ciclo.   
En estos países, en esta civilización, donde la vida está garantizada por el Estado, desde que somos pequeños se nos inculca el principio de construir nuestra trayectoria vital, profesional, laboral, familiar, dependiendo de nuestra voluntad, de nuestra capacidad, de nuestra libertad. La vida futura queda orientada por la razón y el acierto de nuestras decisiones y por los límites de lo que podemos escoger, y claro, por el esfuerzo y por el azar, por la suerte y las oportunidades que salgan al paso, pero en general todos orientamos nuestra existencia, en algunos casos planificada con detalle, para dirigirnos hacia el tipo o estilo de vida que se nos antoja el mejor, el más adecuado a lo que podemos escoger. Tenemos una idea de cómo nos gustaría vivir, y nos esforzamos por acercarnos a ella, pero no solemos pensar en cómo nos gustaría morir.

Sabemos que la vida se ha de acabar en algún momento, pero sobre ese momento, indeterminado, aleatorio, solemos pensar poco, es molesto, triste; lo dejamos ahí pendiente, al albur de un ataque fulminante, de un fallo orgánico o de una prolongada decrepitud, esperando que alguien, la familia o los profesionales de la sanidad, nos ayude a sobrellevarlo. El importante acto de salir de este mundo aparece como un ataque repentino o como el fin de un largo proceso de deterioro en el que posiblemente perderemos la capacidad de razonar, de decidir, de movernos con libertad y quedaremos progresivamente sometidos a la voluntad y al cuidado de otros, esperando que el fallo de algún órgano decida nuestro final. Paradójicamente, después de haber construido una vida a base de decisiones, mucho más si se ha hecho costosamente, como suele suceder, debemos admitir que no depende de nosotros decidir cuándo termina. Sólo porque la ley, inspirada en caducas tradiciones, nos priva de ese derecho, el último derecho que conscientemente deberíamos poder ejercer en nuestra vida, que es decidir cuándo se acaba.       

No hay comentarios:

Publicar un comentario