No
esperaba este torrente de solidaridad, ni tampoco lo buscaba, esa es la verdad,
aunque es muy grato comprobar que por las redes circula también mucha
humanidad. Gracias, de nuevo.
Realmente
lo que pretendía haciendo pública una desgraciada circunstancia familiar, un
suceso privado, digámoslo así, era, en primer lugar, llamar la atención sobre
un caso particular pero que remite a un fenómeno general -el cuidado de
ancianos y de enfermos en situación terminal- que hoy día afecta a miles de familias
en España y fuera de ella, y en segundo lugar suscitar una breve reflexión
sobre la muerte, o mejor dicho, sobre el hecho de morir, que lo es también
sobre el hecho de vivir.
En los
llamados países occidentales o como los queremos llamar, es decir aquellos en
que la vida en general no depende de las variaciones del clima -las sequías,
los monzones-, de los movimientos telúricos -terremotos, erupciones volcánicas,
maremotos, etc-, ni de epidemias o de enfermedades endémicas, en países, como
el nuestro, donde el grado de desarrollo, de higiene, de sanidad, de servicios
públicos y de abastecimiento general ofrecen bastante garantías de que la vida no
depende de eventos naturales, aunque no se pueden descartar lo que llamamos
“accidentes” de todo tipo, que puedan truncar las vidas antes de completar su
ciclo.
En
estos países, en esta civilización, donde la vida está garantizada por el
Estado, desde que somos pequeños se nos inculca el principio de construir
nuestra trayectoria vital, profesional, laboral, familiar, dependiendo de
nuestra voluntad, de nuestra capacidad, de nuestra libertad. La vida futura
queda orientada por la razón y el acierto de nuestras decisiones y por los
límites de lo que podemos escoger, y claro, por el esfuerzo y por el azar, por
la suerte y las oportunidades que salgan al paso, pero en general todos
orientamos nuestra existencia, en algunos casos planificada con detalle, para
dirigirnos hacia el tipo o estilo de vida que se nos antoja el mejor, el más
adecuado a lo que podemos escoger. Tenemos una idea de cómo nos gustaría vivir,
y nos esforzamos por acercarnos a ella, pero no solemos pensar en cómo nos
gustaría morir.
Sabemos que la vida se ha de acabar en algún momento, pero sobre
ese momento, indeterminado, aleatorio, solemos pensar poco, es molesto, triste;
lo dejamos ahí pendiente, al albur de un ataque fulminante, de un fallo
orgánico o de una prolongada decrepitud, esperando que alguien, la familia o los
profesionales de la sanidad, nos ayude a sobrellevarlo. El importante acto de
salir de este mundo aparece como un ataque repentino o como el fin de un largo
proceso de deterioro en el que posiblemente perderemos la capacidad de razonar,
de decidir, de movernos con libertad y quedaremos progresivamente sometidos a
la voluntad y al cuidado de otros, esperando que el fallo de algún órgano
decida nuestro final. Paradójicamente, después de haber construido una vida a
base de decisiones, mucho más si se ha hecho costosamente, como suele suceder, debemos
admitir que no depende de nosotros decidir cuándo termina. Sólo porque la ley,
inspirada en caducas tradiciones, nos priva de ese derecho, el último derecho
que conscientemente deberíamos poder ejercer en nuestra vida, que es decidir
cuándo se acaba.
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