sábado, 14 de febrero de 2015

Cool Spain

El péndulo español (1). Cool Spain

Morir de éxito
Llegado a la Moncloa en 1982, el PSOE quiso recuperar el tiempo perdido con una modernización rápida y superficial, que implicaba saltar etapas; volvíamos al golpe de péndulo, tan habitual en nuestra historia reciente.
Había que olvidar las negruras del pasado inmediato, de la dictadura, de la asfixiante moral católica e inspirarse con decisión en los países modernos, en Europa y Estados Unidos, para quitarse de encima la caspa y el pelo de la dehesa. Ya éramos un país como los otros, un país “normal”, incluso mejor, pues habíamos superado con éxito varias difíciles pruebas –el cambio de régimen, la crisis económica y el 23-F- en muy poco tiempo y caminábamos hacia Europa. Y Franco, con su dictadura, quedaba atrás, como una anomalía, en un país con una trayectoria histórica similar a los de su entorno inmediato.
Con un gobierno joven, entusiasta y progresista y el clima de opinión preparado por la frivolidad de la “movida”, del pensamiento débil y los valores materialistas e individualistas de la “revolución conservadora”, impulsados Ronald Reagan y Margaret Thatcher, España entraba de golpe en la postmodernidad sin haber sido plenamente moderna. A España no la va a reconocer ni la madre que la parió, sentenció Alfonso Guerra, vicepresidente del Gobierno. Y tenía razón: quemar etapas es lo nuestro.
Amputados de forma bárbara por el franquismo con el exilio y la derrota y difíciles de recuperar los valores modernos que tenían impronta española, se trataba de adoptar rápidamente un modernismo impostado e importado y de adherirse a los modos y modas del momento, asumiendo ciegamente todos los ismos habidos y por haber que circulaban en el mercadillo de las ideas. Y así pasamos a ser posmodernos sin haber sido modernos del todo, porque el posmodernismo tenía rasgos que concordaban bien con el tibio proyecto del PSOE, y porque estaba promocionado por una servicial casta intelectual, que, evadida del mundo real o seducida por el agotamiento de la lucha de clases y el declive del comunismo, ejercía su oficio jugando con ocasos y deconstrucciones.
Se “vendían” bien la ausencia de un futuro definido, el vivir en un presente perpetuo marcado por la rabiosa actualidad, la erosión de los grandes relatos liberadores, de las soluciones totales y de los proyectos políticos revolucionarios o alternativos; el auge del pragmatismo político, el ocaso de las ideologías duras o de confrontación y el auge del pensamiento débil, del mestizaje cultural, de la innovación permanente y la búsqueda de la originalidad como meta; el final de los cánones éticos y estéticos; la crítica de la Ilustración y la defensa de lo irracional y lo emotivo, la emergencia de un individualismo atroz, del hedonismo agónico y del consumo compulsivo; la publicitada teoría del fin de la historia y, al tiempo, la nostalgia de otras épocas, con el revival de modas como sucedáneo. Todo lo cual, concordaba bien con la debilidad ideológica del PSOE y su tibio discurso político, con la cultura superficial, con la trivialidad, con el imperio de lo efímero, y con el lenguaje políticamente correcto como norte y guía de la única izquierda posible, frente a la poderosa ofensiva neoliberal conservadora, que imponía sus dogmas como sencillas e indiscutibles verdades.
Hacia el exterior -en los titulares de la prensa y en las grandes cifras-, España mostraba un atrayente escaparate de cambios, pero detrás del decorado de una nación ultramoderna, el país seguía siendo bastante parecido, pues la pesada herencia del franquismo no permitía otra cosa: una tierra dura, un país recio, populachero, tozudo, indisciplinado que no rebelde y bastante ignorante, en particular las generaciones de más edad, influidas por un tradicionalismo rancio, clerical y autoritario.
Las recién estrenadas libertades civiles tuvieron también un lado negativo,  pues sirvieron para reafirmar el casticismo más añejo, recuperar costumbres locales que mejor hubieran estado olvidadas, o para inventar lo ancestral, disfrazado de venerables tradiciones rurales o de incuestionables señas de identidad; la España profunda, bárbara, auténtica y sentimental, coexistía con la frívola España postmoderna, relativista y urbana -light-, dando como resultado un país que fascinaba a los forasteros por sus contrastes.
Con otro golpe de péndulo, habíamos pasado de la grisácea dictadura a la coloreada movida: España seguía siendo bastante different. Un país atrayente por su exotismo, que se colocaba con alharacas y lentejuelas en la vanguardia del europeísmo y de la posmodernidad, pero ofreciendo pistas bien visibles de su persistente arcaísmo, de lo cual daban fe ciertas costumbres y la pertinaz intromisión de los obispos en los debates políticos y su intransigente oposición a aplicar normas legales no concordantes con el dogma católico.
Mientras, el homo laborans perdía importancia como clase productora, estaba desempleado -los lunes al sol- o pugnaba por no estarlo, el homo y la mulier ludens, pero sobre todo los iuvenes ludens, ocuparon bulliciosamente la calle, no para protestar, como ocurría pocos años antes, sino para exhibirse, consumir, divertirse y rendir al cuerpo un culto desmesurado como vehículo portador de mercancías y como simple mercancía él mismo.
España estaba de fiesta; hervía de consumo, llena de actividades culturales y eventos pseudoculturales; la máquina de la propaganda funcionaba a tope y la publicidad colonizaba las mentes de dóciles ciudadanos, que, ganados por la eufórica trilogía del momento -lujo, dinero y moda-, emulaban como podían, o sea mal, el desenfrenado gasto de las élites de derecha e izquierda, que eran  protagonistas en las revistas del corazón y de los negocios -amor y finanzas (o corrupción y lujuria)-, de sorprendentes historias lúbrico-financieras, y esto era nuevo. España bullía de iniciativas, era un país alegre y callejero, que estaba de moda. España, tope fashion. Cool Spain.
Aireados por la prensa, pronto se vieron públicamente los signos que indicaban la superación de la recesión económica aprovechando la bonanza internacional y el nuevo ethos de gama alta de las élites políticas y económicas: grandes financieros (y sus amigas), nuevos empresarios, artistas, creadores, modistos, diseñadores, peleteros, vendedores de baratijas de marca y especuladores que hacían meteóricas fortunas; neoconservadores, la nueva especie de los ricos de izquierdas, la beautiful people exprogresista, gente guapa exhibiendo sin pudor sus amores y desamores, su poder y su riqueza -lujo, Bolsa y moda-; los rápidos negocios (pelotazos); los escándalos financieros, los empresarios poco modélicos y los emprendedores chungos (De la Rosa, los Albertos, Mario Conde, Ruíz Mateos, Cisneros, Piqué, Prado, Santos, Gil y un largo etcétera) y la corrupción grande y pequeña, fuera y dentro de los partidos políticos (Filesa, Guerra, Ibercorp, RENFE, BOE, Naseiro, Palop, Sarasola, Caja Ronda, Grand Tibidabo, Casinos, tragaperras, etc) y en la cooperativa PSV de la UGT, pues en España era fácil hacerse rico, según afirmó Carlos Solchaga, ministro socialista de Hacienda, sin indicar el procedimiento, aunque muchos lo intentaron con métodos poco respetables. En esta España neopicaresca, incluso era posible morir de éxito, advertía un satisfecho Felipe González.
La rápida erosión del tibio proyecto socialdemócrata, la prepotencia y los abusos de la nueva élite social aglutinada en torno al Gobierno y la utilización partidista que hizo el PSOE de las instituciones del Estado para entorpecer la investigación sobre el terrorismo de Estado (GAL) para combatir a una ETA muy mortífera, la financiación inicial del partido (caso Flick) y los casos de corrupción posteriores facilitaron al refundado Partido Popular su labor de oposición, que fue llevada a cabo de modo feroz y desleal.
No obstante, junto a esos excesos, asociados en buena medida al crecimiento económico iniciado en el último tercio de los años ochenta, tras la entrada en el Mercado Común (1986) y la ratificación de la permanencia en la OTAN, con el gobierno del PSOE se impulsó el desarrollo autonómico y se abordó la reforma del ejército y la profesionalización de las fuerzas armadas, se reformó la enseñanza primaria y la secundaria (LODE y LOGSE), y en menor medida la universitaria (LRU), se construyeron dotaciones locales, infraestructuras nacionales, autonómicas y municipales (necesarias unas, y adecuadas al país de servicios que habíamos decidido ser, y otras no tanto), aumentaron las prestaciones sociales y la oferta pública de viviendas relativamente baratas (Plan 18.000, una gota en el océano del parque privado), y se extendieron, pero de forma más modesta que en Europa, las prestaciones del Estado del bienestar, en particular tres básicos servicios públicos -sanidad, educación y pensiones- a toda la población, que, junto con la reforma del sistema tributario, que no gravó a las grandes fortunas, sino que las mimó con una fórmula muy favorable cercana al paraíso fiscal (las SICAV), ni luchó de manera decidida contra la economía sumergida y el fraude fiscal, fueron factores que corrigieron parcialmente los desequilibrios estructurales en el reparto de la riqueza. En esos años se redujo un 17% la diferencia entre los ingresos del 10% más rico de la población y los ingresos del 10% más pobre. Tendencia que no se mantuvo mucho tiempo.

De los fastos al ocaso
La etapa triunfal socialista culminó en los grandes fastos (y grandes gastos) del año 1992, debidos a la simultánea celebración de tres grandes eventos que tuvieron mucha repercusión nacional e internacional: la Exposición Universal de Sevilla, ciudad unida a Madrid por la primera línea de tren de gran velocidad, los Juegos Olímpicos de Barcelona y el Vº Centenario del Descubrimiento de América. Este alarde económico, que colocó a España en lugar destacado en los noticiarios de todo el mundo, concluyó en una recesión ligada a la que sufría la propia Unión Europea, que obligó al Gobierno a efectuar un duro ajuste económico y a devaluar un 5% la moneda, entonces, la peseta.
En 1996, cuando la economía española empezaba a remontar la recesión, pero
extraviado el impulso reformista y perdido el contacto con la sociedad (y con la realidad), carente del vigor y de las ideas, que, en teoría, el programa de 1993 -el cambio sobre el cambio- debería aportar a un gobierno de integración desprovisto de guerristas y colocado bajo la vicepresidencia de Narcís Serra, el gobierno socialista se limitó a aferrarse a lo realizado o a corregirlo a la baja (la pérdida de poder adquisitivo de los salarios empezó entonces) y a defenderse malamente de las acusaciones de corrupción, con el consiguiente deterioro de la vida pública.
Encastillado en el poder del llamado felipismo, desgastado, dividido, criticado por la prensa más afín y obligado a efectuar una serie de dimisiones de ministros y altos cargos, salpicado por numerosos casos de corrupción y por asuntos bastante feos en los ministerios de Defensa y de Interior (CESID, Roldán, GAL, Nani, mafia policial), el PSOE perdió las elecciones generales de marzo de 1996 por un corto margen de votos (300.000) respecto al Partido Popular, que sus dirigentes interpretaron como una derrota dulce.
No supieron percibir las verdaderas causas de su declive ni la amargura a largo plazo que les depararía la precaria victoria de la derecha dirigida por un visionario, según calificaría años después George W. Bush a su acólito de las Azores. Y no le faltaba razón al gringo, pues los dos mandatos de Aznar dejaron una profunda huella en la sociedad y en las instituciones españolas.
Aunque los socialistas ganaran las elecciones, las cosas difícilmente volverían a ser como antes. Y no lo fueron.

Publicoscopia, 7-2-2015. 




No hay comentarios:

Publicar un comentario