martes, 8 de marzo de 2022

Defender a Ucrania (3)

Una amistad peligrosa

Ucrania, el granero de Rusia, sufrió un proceso de rusificación ya en tiempo de los zares, y después del gobierno soviético. La hambruna decretada por Stalin para forzar la entrega de cosechas, que mató de inanición al menos a dos millones de personas (quizá más de cuatro) en los años más intensos de la colectivización agraria (1929-1934), coincidió con una depuración del gobierno soviético local, en una región que ya había conocido la represión contra la guerrilla del anarquista Néstor Makno y la reaccionaria banda independentista de Grigoriev. La incautación de cosechas se completó con el masivo traslado de población rusófona.

Ucrania, la región más rusificada de la URSS, fue un ejemplo de la ingeniería social de la era estaliniana, consistente en trasladar miles o incluso millones de personas de unas regiones a otras para neutralizar las tendencias nacionalistas y la resistencia a la industrialización acelerada y a la colectivización y, al mismo tiempo, ayudar a erigir el tipo de Estado necesario para dirigir la gigantesca tarea de pacificar y transformar la Rusia agraria y atrasada en una potencia capaz no sólo de competir con el capitalismo occidental, sino de superarlo en todos los terrenos.

La población fue “educada” en la sumisión mediante la aplicación de un terror arbitrario e indiscriminado, y el Estado, continuamente depurado de elementos desafectos en las altas instancias, se nutría con una legión de funcionarios, que, por convicción y, sobre todo, por interés, fue la adicta base social de la nueva élite gestora -la nomenklatura-, que se reservaba la administración de los bienes públicos y la dirección política del país. La dictadura del proletariado y de los soviets, que apenas conoció una breve e intensa etapa de gobierno -la dictadura del proletariado son los soviets y la electrificación, decía Lenin-, se transformó en dictadura de la burocracia, dirigida por una reducida camarilla dotada de un poder omnímodo, en cuyo seno, por medio de intrigas y conjuras, se decidía el destino del país.

El Holodomor ucraniano (el holocausto por hambre) fue uno de los episodios de ese proyecto y un precedente de las purgas de 1936-1938 y de la deriva expansionista que adoptaría el Kremlin tras el pacto de Molotov y Ribbentrop, en 1939, para repartirse Europa central y oriental.

El acuerdo con los nazis, que desconcertó a la izquierda de todo el mundo, permitió a Rusia ocupar parte de Polonia, de Ucrania y Bielorrusia, parte de Rumanía (Moldavia y Bucovina) y Estonia, Letonia, Lituania y penetrar en Finlandia, pese a la resistencia de los fineses.

En fechas recientes, la retención de la franja de Transnistria en Moldavia (sede del XIV Ejército exsoviético), fijando una frontera rusa al oeste de Ucrania, que puede formar parte del cerco por el sur y cerrar su salida al mar Negro, y los sucesos similares en el Cáucaso y en repúblicas de Asia central muestran que, tras el desconcierto de 1991, con la implosión de la URSS y el final del glacis europeo, Putin ha asumido como programa reeditar el viejo sueño zarista, al restablecer en Rusia un poder despótico, un país de súbditos y la expansión imperial, rodeándose de gobiernos vasallos y ocupando territorios que hasta ahora no han sido extensos, en lo que un amigo llama argucias de glotón para comerse un salchichón entero, rajita a rajita, sin llamar la atención. Aunque el bocado de Ucrania puede resultar demasiado grande para poderlo engullir.

Para cierta izquierda, que aún conserva restos del relato romántico de la Revolución de Octubre, Rusia cuenta con una especie de plus de confianza, a pesar de todo. Un hecho difícil de explicar, teniendo en cuenta que hace mucho tiempo dejó de ofrecer un proyecto de sociedad superior y alternativo al capitalismo, del que muestra una de las versiones más salvajes y oligárquicas. Así que es hora de ponerse al día sobre su verdadera naturaleza y admitir que, tanto para los ciudadanos rusos como para sus vecinos, el orden político de Putin y su ambición imperial tienen poco que ver con los intereses de la clase trabajadora y del socialismo o con el propósito de fundar una sociedad con cierto respeto por los derechos civiles, un capitalismo medianamente regulado y un régimen político más representativo que el actual, que es una verdadera ficción (democrática con polonio).

Es posible que parte del error dependa de examinar la guerra en Ucrania sólo desde el enfoque de la vieja disputa entre Estados Unidos y la URSS por ejercer su hegemonía sobre el mundo, cuando la situación del mundo ha cambiado, ambos actores también y otros han entrado en liza, de modo que no  se trata de la lucha final entre dos oponentes para decidir quién impone su orden sobre el mundo en un choque definitivo, porque no lo habrá, y si lo hay, dará lo mismo quien haya vencido, porque será el último conflicto humano sobre el planeta, y lo que venga después sólo interesará a las cucarachas.

No se trata, pues, de dirimir de una vez y para siempre -como otros, también se equivocó Fukuyama al anunciar el fin de la historia cuando se hundió la URSS- la orientación del mundo con la derrota definitiva del adversario, porque, en realidad, hay varios contendientes en una pugna multilateral, sino de situar la guerra en Ucrania en un juego estratégico, con jugadas ofensivas y defensivas, conquistas locales o regionales, como ha ocurrido desde 1945 hasta ahora, buscando modificaciones parciales, en vez de lanzarse a la conquista definitiva con la derrota total del adversario.              

En este juego, Putin, que por deformación profesional es un experto en jugar sucio, ha asumido el papel del loco, ya adoptado por Nixon, para mostrar que es capaz de hacer cualquier disparate con tal de vencer. Pero hay que verlo como un estratega que juega con los condicionados apoyos de otros actores -China, Corea del Norte, Nicaragua o Eritrea- y con las debilidades de sus oponentes de Europa y Norteamérica. La Unión Europea, dividida y lenta al decidir, es un gigante económico, pero un enano militar, y Estados Unidos, aún la primera potencia militar, es un imperio en declive, en retirada en Iraq, Siria y Afganistán, y además dividido política y culturalmente por el activismo populista de un admirador de Putin, al que Rusia prestó ayuda para ganar las elecciones.

Teniendo en eso en cuenta y contando con el presunto apoyo de la población ucraniana, Vlady cogió su fusil y se encaminó a la frontera para comerse el resto del salchichón. 

J.M. Roca, 7 marzo, 2022

El Obrero y Trasversales

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