Ayer, el triunvirato que detenta el empoderamiento femenino en la república de mi casa me levantó el arresto domiciliario y me permitió salir a la calle, pero debidamente equipado con botas de montañero, recio bastón de madera, (comprado en un pueblo del camino de Santiago, aunque no soy peregrino de ese camino, sino de otros), gorro de lana, guantes y mascarilla de reglamento, para seguir un itinerario trazado -por ahí no, papá, que hay hielo-.
Tras unas noches gélidas, la
verdad es que había hielo por todas partes, pero en algunos lugares, muy pisado
y prensado era realmente peligroso, además de feo, por lo que, a pesar del sol
y de una temperatura soportable, por ciertas calles no era recomendable el
paseo de jóvenes y aún menos de viejos, aunque los hay muy audaces de ambos
sexos.
La belleza de los primeros
días de la nevada se había perdido. El extenso manto blanco que desdibujaba los
accidentes de las calles y el perfil del barrio, dándole a todo un aspecto uniforme,
redondeado y luminoso, se había roto aquí y allá, sin orden ni concierto, a
causa de los paseos de los adultos y los juegos de los niños en las jornadas
inmediatas a la nevada, y de la acción de los vecinos, que transcurridos unos
días sin recibir auxilio de los servicios públicos, habían abierto estrechas
veredas en las aceras donde era posible y caminos algo más anchos en las
calzadas para permitir el paso de los vehículos municipales, que no pasaban, o
de los conductores más osados.
La nieve no recogida, sumada a
la apartada para dejar paso a los coches, había formado espontáneas medianas en
las calles anchas, y en algunas esquinas se podían ver informes montones de
hielo ennegrecido de hasta dos metros de altura, que entraban en competencia
con los montones de bolsas de basura y rebosados contenedores de papel,
rodeadas de cajas de regalos del día de Reyes, que las empresas recicladoras
aún no han recogido.
El espectáculo era lastimoso,
porque parecía que después de la “Filomena” había pasado el “Katrina”, por la
cantidad de ramas rotas y árboles tronchados que había caído sobre cualquier
parte, en las aceras, intransitables por la nieve endurecida, sobre coches
aparcados y todavía clavados en la nieve o sobre casas y jardines del parque.
El suelo era un irregular amasijo de nieve sucia, prensada y dura, que formaba
irregulares hileras a los lados de la calzada, donde el vecindario había hecho
el camino justo para permitir el paso de un solo vehículo en las dos
direcciones, eso en calles donde no hubiera sombra. La nieve amontonada limitaba aún más el
posible rescate de los coches aparcados desde hace días, unos cientos sólo en
mi barrio.
En la vía principal, dotada de
abundante arbolado, unos operarios con escaleras mecánicas y motosierras acometían
el saneamiento de ramas rotas y de pinos, que, vencidos por el peso de la
nieve, se habían tronchado. El temporal había venido a señalar el tiempo
transcurrido desde la última poda. El destrozo arbóreo ha sido monumental.
Tanto, que los parques están cerrados al público hasta que los árboles se
puedan sanear, que no se sabe cuándo será, dados los precarios recursos humanos
y materiales de los que disponen tanto el excelentísimo Ayuntamiento como la,
no menos excelentísima, Comunidad, cuya gestión no entro a valorar por ahora,
para no estropear esta crónica costumbrista. Me pasa un poco lo que a Iñaki
Gabilondo, que estoy “empachao” de política nacional.
Hoy, con más temperatura, el sol está venciendo a la nieve y más lentamente al hielo, a pesar de que todavía hay mucho. Y debe ser que nos ha tocado el turno, pues he visto una brigadilla de operarios en el barrio y un par de máquinas. Una excavadora levantando unas placas de hielo que parecían llegadas de Groenlandia y un camión con una cuña quitanieves ensanchando en las calzadas el paso de los coches. Pero debe haber cientos de toneladas de hielo en el barrio. Ya veremos qué ocurre cuando empiece a llover.
18 de enero, 2021.
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