Cuando los cambios parecen inevitables, puede surgir en la clase política el recurso a la solución “gatopardesca” para conservar el orden establecido. El fenómeno fue expuesto por Lampedusa en su novela Il gatopardo, cuya acción se sitúa en la época de la unificación de Italia. El príncipe de Salina, un terrateniente siciliano, ante los cambios que se avecinan (se acerca Garibaldi, con sus camisas rojas), decide adelantarse a ellos proponiendo su idea de cambiar para que, al final, todo siga igual, que es lo que de verdad le importa. Impulsa una mutación ficticia.
En
España estamos viviendo una situación parecida, pero sin un Garibaldi a la
vista, aunque algunos, en sus pesadillas, ya lo ven con coleta al frente de una
airada legión de frikis armados con
teléfonos móviles.
Cuando
la gente en la calle reclama de manera pertinaz que se acometan las reformas
pertinentes para adaptar el país oficial al país real, las instituciones políticas
y económicas a las necesidades de los ciudadanos, está surgiendo en los
miembros más avisados de la clase política la tentación gatopardesca, en otros
ni eso, afectados como están por la parálisis.
La
tentación del recambio es grande -reemplazar una pieza por otra- y se proponen las
reformas por arriba, la sustitución de personas para no afrontar la reforma de
las instituciones, con el objeto de seguir conservando el control de los resortes
del Estado, el poder de los aparatos y a la postre, la docilidad de los órganos
de la representación ciudadana. Se trata de mantener a flote el régimen político
surgido de la Transición, que tiene abiertas varias vías de agua, colocando los
parches necesarios para que siga navegando un par de décadas más, ahora
pilotado por otro timonel.
Pero, ¿servirán las superficiales reformas que se apuntan,
el uso de los repuestos previstos y la sustitución de nombres para evitar los cambios
en profundidad que reclama la gente en la calle?
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