El asalto al Capitolio norteamericano por una muchedumbre que intentaba boicotear el último trámite legal para designar a Joe Biden y a Kamala Harris como presidente y vicepresidenta de Estados Unidos, previo a la protocolaria transmisión de poderes del día veinte, es un insólito hecho político en la historia de Estados Unidos, como lo sería en cualquier otro país dotado de un sistema democrático el intento de invalidar el resultado de unas elecciones mediante un acto de fuerza.
Las
imágenes de la variopinta barahúnda de manifestantes forcejeando con la policía
que custodiaba el Capitolio, que fue finalmente desbordada, y la entrada en
tromba en el edificio repartiéndose a su antojo por salones y despachos,
sugieren el inmediato recurso a un hecho semejante que ayude a comprender este
extraordinario suceso en la primera república democrática de la era moderna. Y
la figura política que inmediatamente acude a la mente para calificar el hecho es
la de un intento de golpe de Estado, que, por la participación de la
muchedumbre enardecida, sugiere cierto parecido con la marcha sobre Roma, de
1922, promovida por Mussolini para ocupar el gobierno italiano apoyándose en la
movilización de las masas.
Sin
embargo, la similitud no es acertada, pues, si bien existe movilización de
masas, no se trata de un asalto al Estado desde fuera del Estado, con el fin de
ocuparlo para cambiar su orientación y funciones, sino de un acto inducido
desde dentro del propio Estado, por su máxima representación, que es el
Presidente de la República, con la complicidad de senadores republicanos
decididos a reventar el acto y el apoyo exterior de sus partidarios, cuyos
ánimos han sido enardecidos con incendiarias acusaciones de fraude desde el
mismo día de las elecciones, sin haber detectado ningún indicio de ello ni
aportar prueba alguna de irregularidad en el escrutinio de los votos o de manipulación
interesada.
En realidad,
se trata de una profecía autocumplida, de un desenlace anunciado antes de que
comenzase la campaña electoral, porque Donal Trump, que se considera un ganador
nato, había advertido de que, si no ganaba las elecciones, se debería a un
fraude perpetrado por los demócratas.
Desestimadas
por los jueces sus reclamaciones de fraude por falta de pruebas, sus crédulos
seguidores, que muestran uno de los fenómenos más claros de enajenación de
masas, siguen creyendo ciegamente los cotidianos mensajes de Trump, que actúa
como un dirigente mesiánico, alegando que le han robado las elecciones y a
ellos, que los demócratas les han privado de un dirigente político que, por
fin, les iba a ofrecer lo que por ahora no ha cumplido, ni puede cumplir, que
es revertir la historia del país hasta volver a situarlo en los años cincuenta.
Trump
no es sólo un político populista ultraliberal y conservador, sino el dirigente
de un movimiento reaccionario, que no es nuevo, sino que está arraigado en la
América profunda y abonado con mimo por el Partido Republicano desde, al menos,
los tiempos de Ronald Reagan. Basta acordarse de Ross Perot, de Sara Palin, del
Tea Party y de los halcones conservadores de Bush jr. para comprobar que el
“trumpismo” no es un fenómeno repentino, explicado por el talante colérico y
narcisista de un especulador inmobiliario devenido aventurero de la política,
sino un resultado del viaje de la derecha norteamericana hacia el nacional
populismo y la deriva del Partido Republicano arrastrado por un sector con manifiestas
tendencias parafascistas. Y un fruto del errático camino del Partido Demócrata,
que también tiene que ver en esta situación.
El
asalto al Capitolio ha sido un intento de autogolpe promovido por un presidente
que se salta el orden instituido para dotarse de poderes excepcionales, pasando
por encima del resultado electoral para mantenerse en el poder, que recuerda la
reflexión de Marx, en “El 18 brumario de Luis Bonaparte”, sobre el autogolpe
del presidente de la República francesa, el 2 de diciembre de 1851, para
convertirse en el emperador Napoleón III, emulando el golpe del 18 brumario (9
de noviembre de 1799), con que su tío Napoleón Bonaparte instauró una dictadura
militar antes de convertirse en emperador.
El
parangón es oportuno no sólo por los rasgos con que Marx, en el prólogo de 1969,
describe a Luis Bonaparte -“La lucha de clases creó en Francia las
circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y
grotesco representar el papel de un héroe”-, que recuerdan a Trump, sino por la
heteróclita y subalterna base social en cuya movilización se apoya, en cierto
modo semejante a la marginal hueste de Bonaparte, seducida con champán,
salchichón y cigarros puros.
El intento,
por ahora, ha fracasado. Quedan todavía unos días de mandato de Trump hasta la
jura del cargo de Joe Biden, sin que se pueda desechar otro ensayo para impedir
el relevo en la Casa Blanca por quien ha asegurado que nunca reconocerá su
derrota electoral. Y queda, después, el mandato de Biden, que tiene que hacer
frente a un país cuya población ha sido sometida a un largo y persistente
proceso de enajenación y polarización política, incentivado desde la Casa
Blanca los últimos cuatro años, que merece un análisis más detenido para
detectar y comprender los muchos factores que han actuado en la conducta de 74
millones de personas que han entregado su voto a un personaje como Donald Trump,
cuya vida y aspiraciones están en las antípodas de la inmensa mayoría de sus
votantes, afectados por la creciente desigualdad que divide cada vez más el
país en una minoría de ricos muy ricos y un crecida masa de gente recientemente
empobrecida por la crisis financiera, que se une a los llamados pobres de la
globalización.
7/1/2021
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