jueves, 7 de enero de 2021

El 18 “brumario” de Donald Trump

El asalto al Capitolio norteamericano por una muchedumbre que intentaba boicotear el último trámite legal para designar a Joe Biden y a Kamala Harris como presidente y vicepresidenta de Estados Unidos, previo a la protocolaria transmisión de poderes del día veinte, es un insólito hecho político en la historia de Estados Unidos, como lo sería en cualquier otro país dotado de un sistema democrático el intento de invalidar el resultado de unas elecciones mediante un acto de fuerza.

Las imágenes de la variopinta barahúnda de manifestantes forcejeando con la policía que custodiaba el Capitolio, que fue finalmente desbordada, y la entrada en tromba en el edificio repartiéndose a su antojo por salones y despachos, sugieren el inmediato recurso a un hecho semejante que ayude a comprender este extraordinario suceso en la primera república democrática de la era moderna. Y la figura política que inmediatamente acude a la mente para calificar el hecho es la de un intento de golpe de Estado, que, por la participación de la muchedumbre enardecida, sugiere cierto parecido con la marcha sobre Roma, de 1922, promovida por Mussolini para ocupar el gobierno italiano apoyándose en la movilización de las masas.

Sin embargo, la similitud no es acertada, pues, si bien existe movilización de masas, no se trata de un asalto al Estado desde fuera del Estado, con el fin de ocuparlo para cambiar su orientación y funciones, sino de un acto inducido desde dentro del propio Estado, por su máxima representación, que es el Presidente de la República, con la complicidad de senadores republicanos decididos a reventar el acto y el apoyo exterior de sus partidarios, cuyos ánimos han sido enardecidos con incendiarias acusaciones de fraude desde el mismo día de las elecciones, sin haber detectado ningún indicio de ello ni aportar prueba alguna de irregularidad en el escrutinio de los votos o de manipulación interesada.

En realidad, se trata de una profecía autocumplida, de un desenlace anunciado antes de que comenzase la campaña electoral, porque Donal Trump, que se considera un ganador nato, había advertido de que, si no ganaba las elecciones, se debería a un fraude perpetrado por los demócratas.

Desestimadas por los jueces sus reclamaciones de fraude por falta de pruebas, sus crédulos seguidores, que muestran uno de los fenómenos más claros de enajenación de masas, siguen creyendo ciegamente los cotidianos mensajes de Trump, que actúa como un dirigente mesiánico, alegando que le han robado las elecciones y a ellos, que los demócratas les han privado de un dirigente político que, por fin, les iba a ofrecer lo que por ahora no ha cumplido, ni puede cumplir, que es revertir la historia del país hasta volver a situarlo en los años cincuenta.

Trump no es sólo un político populista ultraliberal y conservador, sino el dirigente de un movimiento reaccionario, que no es nuevo, sino que está arraigado en la América profunda y abonado con mimo por el Partido Republicano desde, al menos, los tiempos de Ronald Reagan. Basta acordarse de Ross Perot, de Sara Palin, del Tea Party y de los halcones conservadores de Bush jr. para comprobar que el “trumpismo” no es un fenómeno repentino, explicado por el talante colérico y narcisista de un especulador inmobiliario devenido aventurero de la política, sino un resultado del viaje de la derecha norteamericana hacia el nacional populismo y la deriva del Partido Republicano arrastrado por un sector con manifiestas tendencias parafascistas. Y un fruto del errático camino del Partido Demócrata, que también tiene que ver en esta situación.       

El asalto al Capitolio ha sido un intento de autogolpe promovido por un presidente que se salta el orden instituido para dotarse de poderes excepcionales, pasando por encima del resultado electoral para mantenerse en el poder, que recuerda la reflexión de Marx, en “El 18 brumario de Luis Bonaparte”, sobre el autogolpe del presidente de la República francesa, el 2 de diciembre de 1851, para convertirse en el emperador Napoleón III, emulando el golpe del 18 brumario (9 de noviembre de 1799), con que su tío Napoleón Bonaparte instauró una dictadura militar antes de convertirse en emperador.

El parangón es oportuno no sólo por los rasgos con que Marx, en el prólogo de 1969, describe a Luis Bonaparte -“La lucha de clases creó en Francia las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de un héroe”-, que recuerdan a Trump, sino por la heteróclita y subalterna base social en cuya movilización se apoya, en cierto modo semejante a la marginal hueste de Bonaparte, seducida con champán, salchichón y cigarros puros.  

El intento, por ahora, ha fracasado. Quedan todavía unos días de mandato de Trump hasta la jura del cargo de Joe Biden, sin que se pueda desechar otro ensayo para impedir el relevo en la Casa Blanca por quien ha asegurado que nunca reconocerá su derrota electoral. Y queda, después, el mandato de Biden, que tiene que hacer frente a un país cuya población ha sido sometida a un largo y persistente proceso de enajenación y polarización política, incentivado desde la Casa Blanca los últimos cuatro años, que merece un análisis más detenido para detectar y comprender los muchos factores que han actuado en la conducta de 74 millones de personas que han entregado su voto a un personaje como Donald Trump, cuya vida y aspiraciones están en las antípodas de la inmensa mayoría de sus votantes, afectados por la creciente desigualdad que divide cada vez más el país en una minoría de ricos muy ricos y un crecida masa de gente recientemente empobrecida por la crisis financiera, que se une a los llamados pobres de la globalización. 

7/1/2021

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