El fiestón, “la rave” o “delirio” montado en una abandonada fábrica de ladrillos de Llinars del Vallés (Barcelona) por una pareja de desaprensivos, es, por la duración, en principio tres días, por el número de asistentes, alrededor de 400, y por la concurrencia de tarados internacionales, el último gran ejemplo, por ahora, de un fenómeno recurrente. Tras la denuncia de unos vecinos, el jolgorio fue interrumpido por la policía autonómica, que, tras 40 horas de cerco, le puso fin practicando la identificación de los asistentes. La tardía intervención mostró la dificultad de ERC y Junts en el Govern para ponerse de acuerdo y actuar con más presteza.
Otro fiestón en Madrid, en un chalet de Leticia
Sabater, así como otros jolgorios clandestinos celebrados a lo largo del país durante
la pandemia suponen un claro desafío a las medidas de caución adoptadas por las
autoritarias sanitarias y revelan un fenómeno preocupante. Ya lo sería en otras
circunstancias, igual que los botellones, que, desde hace, al menos, una
década, se han convertido en una forma de ocio juvenil, que merece escasa
atención de familias, educadores y autoridades sanitarias, pero cuando el virus comienza su tercera oleada de contagios, el tema exige una solución
urgente, porque va contra la lógica sanitaria de atajar los efectos de la pandemia.
Las causas últimas de esta actitud suicida
son difíciles de encontrar. Quizá se deban a una pulsión instintiva, que responde
a la sabiduría de la naturaleza para depurarse de los especímenes más nocivos
para la supervivencia de la especie humana, como ocurre con otras especies. O
quizá respondan a una visión más lógica de la historia humana, en la que la
razón, actuando de manera astuta, va liberando, a través de fiestas y
botellones, a la sociedad de sus componentes menos útiles -ancianos, enfermos y
jóvenes insensatos- a través de los actos irresponsables de los elementos más estúpidos,
movidos por un individualismo patológico, ejercido en nombre de la libertad.
En cualquier caso, un problema para el
resto.
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