Después, cuando sucedieron, los chicos a los
grandes Carlos y Felipes, vino, por extinción interna de la vida y por horrible
desgaste exterior, el agotamiento, la degradación, la ruina total, la vuelta a
la barbarie… ¡La España de Carlos II el mísero! En dos siglos, merced a la
invasión progresiva de la ola mortal, de dentro afuera, la gran nación
meridional de Occidente, maestra de Europa, concluyó inerte e inerme,
convertida en el pingajo de El Hechizado, ludibrio de Europa.
Un
genio embalsamó aquel cadáver, y le conservó para la eternidad, en pirámide de
arte incomparable, puesto en espectáculo a la admiración, lástima, risa y pasmo
de las gentes. Era don Quijote, que hace reír al mundo (y a mi llorar lágrimas
de sangre), seco el cerebro, ida la mollera, la piel sobre los huesos, las
tripas en hábito de vacío, el corazón grande y generoso, y aquella generosidad
y grandes al servicio perpetuo de acciones imposibles o de trampantojos que no
le importan, disparatada lucha, de la que sale, a la fuerza, lastimeramente
malrotado y en ridículo, transhumando su tragicomedia a caballo sobre la imagen
del hambre, compañero de imbécil malicioso, en medio de un mundo rufianesco,
encanallado y frailuno, y a través de los campos largos, vacíos, interminables
de la miseria. ¡Imagen asombrosa de la España inespañola y germanizada!
Ricardo
Macías Picavea (1899): El problema nacional (hechos, causas y remedios),
Madrid, Seminarios y Ediciones, 1972, pp. 128-129.
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