Hoy, día 14 de abril, nonagésimo noveno
aniversario de la instauración de la II República, cuando se alzan voces a
favor y en contra, parece obligado hablar de ella sin nostalgia y haciendo un
poco de memoria sobre las circunstancias que motivaron su aparición y su
dramático final.
Tras el efímero reinado de Amadeo de Saboya y
el breve y convulso gobierno de la I República, con que se saldó en España el
impulso revolucionario de 1868,
las clases poseedoras, y en particular los
grandes propietarios industriales, agrarios y financieros que constituían el
núcleo esencial del bloque dominante, habían hallado en el conservador régimen
de la Restauración el sistema político más adecuado para defender sus intereses
económicos y tratar de sumarse a la revolución industrial, aunque conservando
formas políticas y sociales propias de la sociedad estamental, particularmente
evidentes en el ámbito rural. Pero en las primeras décadas del siglo XX, los
aparatos fundamentales de ese régimen -la monarquía, el ejército y la Iglesia
católica- habían perdido gran parte de su legitimidad, de su función simbólica;
de su aceptación y respeto para gran parte de la sociedad.
La pérdida de las últimas colonias de ultramar
-Cuba, Puerto Rico, Filipinas-, por derrota militar, y la guerra de Marruecos
desacreditaban al Ejército, la neutralidad en la I Guerra Mundial había
proporcionado pingües beneficios a la industria, que no se habían trasladado a
los salarios, la Iglesia, reserva de los resabios arcaicos del Antiguo Régimen,
seguía siendo uno de los apoyos más firmes de la realeza y de las clases altas,
el Rey jugaba a los soldaditos y se entrometía en la vida política y crecía la
presión nacionalista, sobre todo en Cataluña.
La tensión entre las fuerzas sociales que
soportaban sobre sus espaldas la peor parte de la industrialización y la
permanencia de instituciones de tipo estamental, apenas disimuladas por el
simulacro democrático del agónico régimen canovista, viciado por el caciquismo,
estalló en 1917. Año marcado por la legalización de las militares Juntas de
Defensa, la celebración de la Asamblea de Parlamentarios de Barcelona promovida
por Cambó y la huelga general revolucionaria del mes de agosto, tras el ensayo
de la de 1909.
Ante la crisis de la monarquía, a la que Primo
de Rivera quiso salvar en 1923 instaurando un directorio militar hasta 1930, la
II República llegó por defecto, casi igual que la primera; más que por el
impulso de sus partidarios, es decir de la burguesía liberal y reformista y de
los sindicatos y partidos de izquierda, por el abandono de la monarquía por
parte de la burguesía, como una pieza inservible para sus fines, cuando en
Europa aparecían otras formas de gobierno más eficaces para ejercer una
dominación de clase, no basadas en la legitimidad tradicional o dinástica,
propia de la monarquía, sino en la legitimidad carismática de un sobrevenido
dirigente autoritario (un jefe indiscutible, un duce, un caudillo, un conducator,
un führer).
La II República sería, así, un régimen
inestable, sometido a la presión del bloque tradicionalmente dominante, que no
se resignaba a perder sus potestades, pero precisado de reorganización
política, y al empuje de un campesinado miserable y de las masas obreras
urbanas, que aspiraban, unas, a mejorar su suerte con el régimen republicano, y
otras, a iniciar una revolución, anarquista o socialista, que las librase para
siempre de la sujeción al latifundio y a la clase patronal.
Entre estas dos estrategias antagónicas, se
hallaban las fuerzas de la pequeña y mediana burguesía republicana, divididas
ideológica, política y territorialmente en varios pequeños partidos, que
electoralmente dispersaban el voto contrario a la monarquía y a los intereses que
representaba.
Hay que tener en cuenta tres factores de ámbito
internacional que afectaron de modo importante a la supervivencia del naciente
régimen republicano, y que actuaron negativamente sobre los problemas internos.
El primero fue la crisis financiera de 1929,
seguida, en los años treinta, por la gran depresión económica, que afectó a Europa
y que, en España, empeoró las condiciones de vida y trabajo de la población,
aumentó las demandas de los trabajadores, radicalizó las luchas populares y redujo
la capacidad financiera de los programas reformistas de los gobiernos
republicanos.
Por otro lado, la necesidad de hacer frente a la
depresión de forma rápida y eficaz precisaba la centralización de decisiones y
la intervención del Estado, bien de forma moderada y concertada, como el New
Deal norteamericano y los Frentes Populares europeos, en un anticipo de los
modernos pactos sociales, o bien de forma autoritaria, con una especie de keynesianismo
militar, que anunciaba ya el rearme previo a la guerra.
El segundo factor fue la crisis de la
democracia parlamentaria y la instauración en Europa de regímenes autoritarios,
militares, nacionalistas o fascistas, en el contexto de la crisis de hegemonía
de la burguesía, del declive del liberalismo y el parlamentarismo, el ascenso
del irracionalismo, la exaltación de la fuerza y la violencia como recursos
políticos -la guerra como higiene social, según Marinetti- y como actitudes
vitales -el vivir peligrosamente del fascismo, despreciando la cómoda vida
burguesa-, el desprecio de la democracia y el culto a los dirigentes
carismáticos y autoritarios; es decir, el clima emocional e intelectual en que
se produjo, según Lukács, “el asalto a la razón”, que preparó el camino al auge
del fascismo y el nazismo y al estallido de la II Guerra Mundial.
El tercer factor fue el eco de la revolución
rusa de 1917, que provocó dos tipos de reacciones opuestas: como un sistema a
temer o como un ejemplo a imitar.
En las clases acomodadas y en la Iglesia, igual
que en sus homólogas europeas, la abolición de la propiedad privada, la
colectivización y planificación económica, el gobierno popular de los
“soviets”, el igualitarismo, la supresión de la Iglesia ortodoxa, el asesinato
de los zares y los excesos autoritarios que ya empezaban a conocerse, sumaron,
al tradicional miedo a la rebelión de las masas populares, el pavor al
comunismo, al bolchevismo ateo y el temor a que se extendiera la “infernal”
dictadura del proletariado.
Por el contrario, para las clases laboriosas
-también en una etapa de afirmación y reorganización política- y en particular
para los braceros del campo y para los estratos más bajos del proletariado
industrial, la revolución rusa mostraba un camino posible hacia su definitiva
emancipación del capital.
Quedaban así enfrentados el fascismo como
solución patronal -burguesa- a la lucha de clases y la revolución social como
solución obrera. Y en medio, el inestable gobierno de la II República.
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