Las moderadas e inconclusas reformas de los
gobiernos republicanos, pero sobre todo la creciente radicalidad de los
trabajadores y de facciones de la pequeña burguesía, con una orientación cada
vez más decidida -antioligárquica, antilatifundista, anticlerical y
antifascista-, asustaron a unas clases pudientes que no estaban dispuestas a
perder un ápice de su poder y su riqueza.
Como otras burguesías europeas, la española defendía
sus intereses de clase y reclamaba un Estado fuerte, que aplicase con firmeza
las decisiones económicas precisas para salir de la crisis, redujera a la
impotencia a las fuerzas obreras y populares cuyas exigencias iban en aumento y
defendiera un modelo productivo que debía asegurar la acumulación de capital a
largo plazo.
Por ello, las reservas que, desde 1931, las
clases altas habían albergado hacia la República devinieron en franca
hostilidad y buscaron una solución violenta, con la esperanza de que un
alzamiento militar derrocase al gobierno del Frente Popular y restaurase, en
pocos días, “la ley y el orden”. Es decir, que devolviera un poder con pocas restricciones
a las élites tradicionales.
Pero la España de los años treinta no respondía
ya a las hechuras de la sociedad del siglo XIX, cuando pronunciamientos
militares de uno u otro signo podían cambiar gobiernos, sino que era, en parte,
una consecuencia de problemas no resueltos (o mal resueltos) del siglo
anterior, pero, sobre todo, de problemas del siglo XX, entre ellos la mutación social
producida por la progresiva pero desigual implantación del capitalismo y la
difícil adaptación política a dicha evolución.
España era un país con un gran peso económico
de un sector agrario montado sobre estructuras arcaicas, lo que quiere decir
con un gran problema campesino, y además con grandes diferencias de renta entre
clases sociales y regiones, con notables desigualdades territoriales, parcial y
desigualmente industrializado, sacudido por la lucha de clases, por las
demandas del nacionalismo periférico y por las tensiones entre la tradición y la
modernidad, entre el laicismo y el clericalismo, en un continente que padecía
los efectos de la I Guerra mundial y en el que, ante la magnitud de los
problemas económicos, sociales y territoriales planteados, se empezaban a
extender las soluciones de tipo totalitario.
Situada ante tal encrucijada de problemas
nuevos y viejos, internos y externos, la II República estuvo atravesada por dos
lógicas radicales y opuestas: resolverlo todo a la vez o no resolver nada y
volver atrás. Fue una etapa de voluntarismo reformador y de impaciencia, pero
de debilidad, de intentos y retrocesos; de forcejeo entre unas masas que
pretendían salir de una postergación de décadas reclamándolo todo con prisa y
unas clases poseedoras dispuestas a no ceder un ápice en sus privilegios.
Los años republicanos fueron, pues, una etapa de
gobiernos inestables, mientras la sociedad se polarizaba políticamente y las
izquierdas y las derechas, en medio de continuos enfrentamientos, trataban de reorganizar
sus fuerzas respectivas.
La etapa acabó sus días cuando las fuerzas
conservadoras, que formaron el bloque del Movimiento Nacional y clerical, se
creyeron con la fuerza suficiente como para instaurar el orden que les convenía
asestando, el 18 de julio de 1936, un golpe definitivo a sus adversarios; golpe
que fracasó y degeneró en una guerra civil de tres años, que mostró tanto la
resistencia popular, a pesar de la falta de apoyo externo, de la debilidad y la
inconsecuencia de los gobiernos de la burguesía republicana y de la división de
las fuerzas de la izquierda, como la persistencia de las derechas en llevar
adelante su objetivo hasta el final, que era obtener la rendición sin
condiciones del ejército de la República y la completa derrota de sus enemigos
de clase para impedir su actividad en varias décadas o quizá para siempre.
Como en otras ocasiones, España iba a contrapié
de los países de su entorno. Europa se rendía al fascismo, pero en España se le
resistía. No lo entendieron así los gobiernos democráticos de Francia e
Inglaterra, que abandonaron a la República en un intento de aplacar a Hitler
con continuas cesiones, que nunca le dejaron satisfecho, pues, como buen
totalitario, lo quería todo.
Con su victoria en la guerra civil, Franco
colocó España al paso de Europa, y lo que imperaba en suelo europeo eran el
nazional-socialismo, el fascismo y sus sucedáneos. España se acomodaba a la
peor expresión de Europa.
Para justificar el golpe militar del 18 de
julio, las derechas dijeron que fue una anticipación a una revolución comunista
que estaba en marcha, pero era un pretexto bastante burdo; una justificación
que escondía los intereses de clase de la burguesía y, sobre todo, de la
oligarquía, que, después, la dictadura dejó explícitos con claridad meridiana.
Es cierto que en la izquierda había quienes
propugnaban una revolución, pero también quienes se aponían a ella y quienes,
sobre todo, la temían, mucho más entre el heteróclito conjunto de fuerzas
políticas que, por intereses difíciles de conciliar, estaban al lado de la República.
De la división reinante en el bando republicano
dan prueba no sólo los cambios de Gobierno, sino la pronta defección del
Gobierno Vasco, que en la primavera de 1937 se desentendió de la suerte de la
República y se rindió a Franco a través de los italianos, las tensiones del
Gobierno central con la Generalitat catalana, los sucesos de Barcelona en mayo
de 1937, un choque civil dentro de la guerra civil, las diferencias entre los
partidos republicanos y dentro de las izquierdas. En el PSOE entre los
partidarios de Prieto y los de Largo Caballero, entre los propios anarquistas y
en los comunistas entre el PCE y el POUM, perseguido como un agente de Franco,
por lo que se puede decir que las izquierdas no se unieron para promover una
revolución que no todos querían, pero tampoco para defender la República.
La República se disgregó desde dentro hasta el
último minuto -Casado y el Consejo Nacional de Defensa, formado por
republicanos, socialistas y miembros de UGT y CNT-, mientras el ejército de
Franco la asediaba desde fuera.
Así concluyó la guerra y se instauró el régimen
franquista, que fue una brutal reacción del arcaísmo contra la modernidad; uno
de los movimientos pendulares que han marcado la historia contemporánea de
España, y en particular el inestable siglo XIX, recorrido por la lucha entre la
reforma y la contrarreforma, entre la acción revolucionaria y la reacción
conservadora, alternando breves etapas de progreso -bienios, trienios,
sexenios- con largas etapas de reacción.
El franquismo fue uno de esos hispánicos culatazos,
ya avisados por Machado: Los políticos
que pretenden gobernar hacia el porvenir deben tener en cuenta la reacción de
fondo que sigue en España a todo avance de superficie. Nuestros políticos
llamados de izquierda, un tanto frívolos -digámoslo de pasada-, rara vez
calculan, cuando disparan sus fusiles de retórica futurista, el retroceso de
las culatas, que suele ser, aunque parezca extraño, más violento que el tiro.
https://elobrero.es/opinion/ 46871-la-republica-ii.html
https://elobrero.es/opinion/
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