jueves, 23 de abril de 2020

Crónica del asedio. Calleja

Hace un par de días murió el periodista y comentarista, corresponsal político o contertulio, y además profesor universitario, José María Calleja.
La noticia me sorprendió, porque le había oído por la radio hacía poco tiempo y no tenía noticia de que estuviera aquejado por alguna enfermedad. Pero me había olvidado de dónde y de cómo estamos. Cuesta hacerse a la idea de que, además de amigos, poco a poco, pero de manera constante, vaya faltando gente, que, sin ser familiarmente próxima, es ideológicamente cercana y forma parte de ese conjunto de nombres y rostros conocidos, habituales, que forman los primeros círculos no parentales, que van configurando el limitado escenario del mundo a nuestro alcance. Cuesta hacerse a la idea de que, con la ausencia definitiva de personas, se va perdiendo el entorno y se desgasta una época; nuestra particular época y el pequeño mundo que conocemos.
Calleja, con 65 años, que no es edad para morirse, ha sido otra de las múltiples víctimas del maldito “bicho”, el virus que, quién sabe durante cuánto tiempo, nos va a macerar el cuerpo y a llenarnos de veneno el alma, porque hay que ver cómo está el patio político. Pero no voy a insistir en eso ahora.
No le conocía personalmente, pero su muerte me ha entristecido. Mi contacto con él, indirecto y circunstancial, ha sido por su actividad como periodista, en prensa y en radio, y por su labor de tertuliano, con el que solía coincidir cuando hablaba sobre el País Vasco, el nacionalismo o el terrorismo.
Sobre este último asunto, debo reconocer que además de agudo observador y crítico de lo sucedía allí, era valiente en su conducta, en un tiempo en que, para ser crítico con el discurso, pero, sobre todo, con la atroz práctica abertzale, se precisaban muchos arrestos.
Precisamente, como cronista de lo que allí sucedía de manera habitual en los años de plomo, me llamó la atención un libro suyo de título provocador. “¡Arriba Euskadi!” se llama, así, con un par de… pimientos, para soliviantar a tirios y a troyanos, publicado ya hace tiempo, en 2001, en los años en que ETA declinaba, pero aún mantenía muy activas sus legiones de seguidores y, sobre todo, conservaba los medios y las ganas de matar.   
En el libro cuenta casos y cosas, vidas, trayectorias, historias y solemnes historietas vendidas como Historia con mayúscula; hechos y dichos de personajes políticos y de personas corrientes; habla de dobleces, de disimulos y de tácticas torticeras y de verdades a cara descubierta; de fiestas y velatorios; de la vida cotidiana y también de atentados, de redadas, de muertos; de rituales políticos y funerarios, y de verdugos, pero sobre todo de víctimas.  
El índice de algunos epígrafes da una idea del contenido: “Una historia de amor”, “El juicio sin banquillo”, “Payasos de Euskal Herría”, “Madres e hijos escoltados”, “Hacen falta enemigos”, “Dios me ha dicho que es lícito matar”, “Chulos, vividores y cobardes. El negocio de ser nacionalista”, “Tabernas y construcción nacional”, “Encogerse de hombros y comer kokotxas”, “Lagun”, “Extorsión y cruce de miradas”, “Superávit de odio”, “Cómo se hace ahora un atentado”, “Imposible escribir o decir España”, “Las nueces de Arzallus”, “La muerte, un elemento del paisaje”, “La mano que mece”, “Las rodillas de Lluch y las monjitas de Setién”, “Jugando a la pelota”, “Jon Idígoras; de la fiesta nacional a la mesa nacional”, “Cuestión de enterradores”, “Los carnavales y la cabra”, “Las pelotas del pelotari”, “Dignidad es nombre de mujer”. 
Descansa en paz José María, que te lo has ganado. Aunque demasiado pronto se ha callado tu voz necesaria.

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