jueves, 27 de febrero de 2020

Bunge


Conocí, literariamente, a Bunge en los años ochenta; los años de la retirada de la tropa revolucionaria a los cuarteles de invierno -sin calefacción teórica-, tras los descalabros en las batallas políticas de la etapa precedente.
La derrota fue un sentimiento compartido por buena parte de la generación sacudida por el sarampión del 68, que, animada por el mayo francés, el otoño italiano y el vendaval americano, había decidido acabar con la dictadura y fundar en España una sociedad bien distinta. Así, como suena; una insensata opción de vida, teniendo en cuenta la desigual correlación de fuerzas, pero un impulso generoso, animado por una teoría infalible y buenas dosis de optimismo histórico, si se tiene en cuenta cuál era la situación general del país y, en particular, la que padecían los trabajadores y las clases subalternas.
Fracasado el intento, sobrevino una etapa de desconcierto y desencanto, propicia para analizar las causas del fracaso y resistir sin rendirse, al menos, ideológicamente; un tiempo para pensar y buscar a tientas unas herramientas teóricas con las que digerir el decepcionante resultado de la Transición, la disgregación del centro político y el declive ético y político de la socialdemocracia gobernante, a manos de la “beautiful people”. ¿De dónde había salido todo eso? ¿Cómo fue posible tal mutación? ¿Estábamos en el mismo país?
España se había transformado en un país desconocido; peor aún, el mundo se desconfiguraba a pasos de gigante.
Los ochenta y noventa fueron los años de la salida de la crisis por la derecha, los años de la reconversión (destrucción) industrial, la desregulación, el paro estructural, la desaparición del movimiento obrero, la atonía sindical y ciudadana y la crisis del Estado del bienestar en Europa, y de la limitada instauración del nuestro, sobre la base de enajenar bienes públicos para financiarlo. O, dicho de otra manera, los años de la reacción conservadora, de auge del neoliberalismo, de declive de las izquierdas, de la crisis del comunismo, de la socialdemocracia, del marxismo, de la caída del muro de Berlín y la desintegración del orden mundial establecido en 1945.
Después de haber creído poseer el secreto para transformar las sociedades, una parte de la izquierda se encontraba huérfana de profetas, carente de teorías fiables y obligada a empezar casi de cero; obligada a pensar, sinceramente, a la intemperie, sin un paraguas amigo que la resguardara del diluvio, que fue, por cierto, una figura estilística utilizada entonces -“Tras el diluvio. La izquierda ante el fin de siglo” (L. Paramio, 1988), “Después de la lluvia. Sobre la ambigua modernidad española” (E. Subirats, 1993)-, y otras, que, con títulos alegóricos similares, anunciaban la situación de la izquierda ante un mundo que tomaba un rumbo imprevisto.
“Después de la caída. El fracaso del comunismo y el futuro del socialismo” (R. Blackburn, 1993), “Todo lo sólido se desvanece en el aire” (M. Berman, 1991), “Marxismo abierto” (E. Mandel, 1983), “El marxismo y el futuro” (P. M. Sweezy, 1982), “El comunismo en la encrucijada” (A. Schaff, 1983), “Tras las huellas del materialismo histórico” (P. Anderson, 1986), “Anatomía de la izquierda occidental” (A. Heller & F. Feher, 1985), “Crítica de la impaciencia revolucionaria” (W. Harich, 1988), “La izquierda: desengaño, resignación y utopía” (R. Cotarelo, 1989), “La necesidad de revisión de la izquierda” (J. Habermas, 1991), “Política para una izquierda racional” (E. Hobsbawm, 1993; escritos de 1977-1988), “After Marxism” (R. Aronson, 1995), “Derecha e izquierda” N. Bobbio, 1995), “Espectros de Marx” (J. Derrida, 1995), “La izquierda. Trayectoria en Europa occidental” (E. Del Río, 1999) y otros.  
En esas circunstancias y llevado por lecturas tan diversas, me topé, no sé cómo, con Mario Bunge, en unos años en que estaban de moda los postmodernos, el pensamiento débil, la deconstrucción, el giro lingüístico, el fin de la historia y cosas por el estilo. La reflexión y el debate se habían alejado del mundo real, despegado de las fuerzas materiales, abandonadas a la gestión del rampante neoliberalismo, para ir a refugiarse en las alturas del pensamiento abstracto y versar sobre el discurso, la representación, los símbolos, los mitos, el lenguaje -la realidad es un texto-. 
En 1983, a los cien años de la muerte de Marx, varias universidades madrileñas y un par de fundaciones de izquierda celebraron un simposio sobre el filósofo de Treveris. Las intervenciones dieron lugar a un posterior volumen de casi 600 páginas, editado bajo la dirección de Román Reyes (“Cien años después de Marx”, Akal, 1986). Pues bien, entre las primeras páginas del libro me topé con un sugerente ensayo de Bunge. “El marxismo hoy”, se titulaba, en el que escribía cosas como las siguientes:  Si Marx fue un gigante en un siglo de gigantes (...) Original en cuanto pensó e hizo, resulta una ironía el que, un siglo después de su muerte, millones de personas resistan la originalidad y persistan en repetir acríticamente cuanto escribió.
Efectivamente; elemental querido Watson, la ortodoxia a hacer puñetas. Después se preguntaba “Qué tiene de científico el marxismo”, y, naturalmente se respondía y se despachaba a gusto. A partir de ahí, leí con bastante interés y algunas dificultades, “La ciencia, su método y su filosofía”, “Epistemología” y el muy interesante, es más, sugerente y refrescante “Materialismo y ciencia”, donde sentaba las bases científicas del materialismo de hoy y luego dirigía sus dardos críticos contra la dialéctica y la teleología, y finalmente contra Popper.
Bunge, desde la fría racionalidad del físico, abona el pesimismo de la inteligencia, porque advierte sobre las cualidades del mundo real y la resistencia que ofrece no sólo para ser conocido con cierta profundidad, sino también para ser transformado, con lo cual su obra es una vacuna contra el pensamiento dogmático, que modera también el optimismo de la voluntad; restablece el equilibrio entre la pasión y la mesura, que son dos rasgos que Weber atribuye a quienes se dedican a la política.
Bunge, a los que no estamos acostumbrados a la literatura científica, a veces nos resulta cansado de leer, porque es lógico y riguroso, pero transmite al lector la sensación de potencia y sensatez, de seriedad, frente a tanto discurso gaseoso.
Con más de cien años encima, nos ha dejado un físico, un gran filósofo y pensador de la ciencia; un humanista y una persona de izquierda. Es una gran pérdida. Para mí, lo es; ha sido un maestro a distancia, aunque yo no haya sido uno de sus mejores discípulos.

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