jueves, 6 de febrero de 2020

Kirk


Ha muerto Johnny Hawk. Descanse en paz, bajo una tosca cruz de madera, en algún rincón de las Montañas Rocosas.
No sé si se acuerdan ustedes de él: era el guía de una caravana de colonos que iba a donde van todas, al Oeste, atravesando, como siempre, un territorio indio que vivía en la precaria tregua de un tratado de paz a punto de romperse por la ambición de los rostros pálidos. En este caso dos fulanos malencarados (Walter Mathau y Lon Chaney, jr), que cambiaban a los indios oro por whisky barato.
Johnny se enamoraba de una india (Elsa Martinelli, que hacía su primer papel en Hollywood, antes de volver loco a Sean Mercer -John Wayne- por su manía de coleccionar elefantes en Hatari). Elsa era hija de un jefe sioux (el actor Eduard Franz, que, precisamente, hacía de doctor Sanderson en Hatari). La película se llamaba Pacto de honor (The indian fighter, André de Toth, 1955). Un entretenido western.
También ha muerto Dempsey Rae, vaquero sin rumbo y sin estrella, hábil en el manejo del revólver, amigo del whisky y enemigo acérrimo del alambre de espino (La pradera sin ley, King Vidor, 1955).
También ha fallecido una de las encarnaciones de John “Doc” Holliday, dentista y jugador, tísico y bebedor, y compadre de Wyat Earp (Burt Lancaster) y sus hermanos en el tiroteo del OK Corral, en Tombstone, en octubre de 1881 (Duelo de titanes, John Sturges, 1957).
Ha fallecido Matt Morgan, el sheriff de Pauly, cuya mujer -india cherokee- es ultrajada y muerta por Rick Belden, hijo del ganadero Craig Belden y cacique del lugar, y por Lee Smithers, otro insensato colega, actos que, naturalmente, pagan caros. En realidad, además de Lee, ambos Belden, padre e hijo (Anthony Quinn y Earl Holliman), mueren a manos del sheriff Morgan, que no quería matarlos, sino detener a los culpables del crimen para entregarlos al juez, pero la cosa se complicó. El último tren de Gun Hill (John Sturges, 1959).
También han encontrado su último atardecer el pistolero Brendan O’Malley, que en vez de un revólver colt lleva un pequeño derringer en la cintura (El último atardecer, Robert Aldrich, 1961), para enfrentarse al pertinaz y vengativo sheriff Stribling (Rock Hudson), y William Tadlock, el senador que antes de llegar a su destino moría despeñado, asesinado por una mujer enloquecida (Camino de Oregón, Andrew McLaglen, 1967), y el pistolero Lomax, compadre de Taw Jackson (John Wayne) en su Ataque al carro blindado (Burt Kennedy, 1967), donde finalmente no se hacían con el oro de Frank Pierce (Bruce Cabot).
Ha palmado Paris Pitman, el simpático ladrón con gafas (El día de los tramposos, Joseph Mankiewicz, 1970), que resulta serlo menos que el director de la cárcel (Henry Fonda). Y también ha fallecido el vaquero Jack Burns, en el western moderno Los valientes andan solos (David Miller, 1962).     
Y cambiando de género, si lo prefieren, ha muerto el arponero Ned Land (20.000 leguas de viaje submarino, Richard Fleischer, 1954), el legendario Ulises (Ulises, Mario Camerini, 1954), el canalla Whit Sterling (Retorno al pasado, Jacques Tourneur, 1947), el corredor de coches Gino Borgesa (Hombres temerarios, Henry Hathaway, 1955), el mismísimo Vincent Van Gogh (El loco de pelo rojo, Vincente Minnelli, 1956), Espartaco, el esclavo rebelde, (Espartaco, Stanley Kubrick, 1960), el honesto coronel Dax (Senderos de gloria, Stanley Kubrick, 1957), Einar, el vikingo tuerto (Los vikingos, Richard Fleischer, 1958) y tantos otros personajes en películas policiacas, bélicas, comedias o de aventuras, con entretenimiento asegurado.
Kirk Douglas, demócrata, contrario a la “caza de brujas” de McCarthy, solidario y defensor de los derechos civiles, era de esos actores que atraían al público a las salas (y a las mujeres a su cama, pues tenía fama de mujeriego) y aficionaban a chicos y grandes a ir al cine, cuando era una de las actividades, que, por poco dinero, permitían salir de casa en tiempos donde había pocas distracciones baratas y cómodas, pues, se podía viajar, conocer historias -y la propia Historia, reproducida en escayola y cartón piedra y amañada, claro, con aventuras, amoríos y traiciones-, vivir otras vidas y descubrir el mundo desde las raídas butacas de los cines de barrio. Y además comiendo pipas, que eran más baratas que las palomitas de ahora.  
Aunque parecía inmortal, ha muerto, con 103 años, el hijo del trapero -así titula Kirk sus memorias- ascendido a leyenda del cine desde la pobreza neoyorquina. Era el último de los hombres duros de una época dorada del cine, pero ahí quedan sus películas y los personajes a los que dio vida.
En su mayoría eran tipos de una sola pieza, voluntariosos y decididos, valientes hasta la temeridad -modelos varoniles- que él, favorecido por su físico y su actitud -su mirada y el gesto desafiante, casi iracundo-, supo representar muy bien, colocándose junto a Burt Lancaster, Robert Mitchum, John Wayne, Charlton Heston, Robert Ryan, Lee Marvin y tantos otros, en el Olimpo de los fardones. Era de los que han dado fundamento, con su arte y su trabajo, a la idea de Ilya Ehrenburg de que Hollywood es una fábrica de sueños, que con Kirk parecían realidades.    


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