lunes, 1 de abril de 2019

Mil perdones

Parece que la idílica letra de la canción de Nino Bravo Nino Bravo -“América. Un inmenso jardín, eso es América; cuando Dios hizo el Edén, pensó en América”-, más que un estudio detallado de las comunidades precolombinas y en particular del imperio azteca, ha impulsado al Presidente López Obrador a solicitar al Gobierno español que pida disculpas por los excesos cometidos por los soldados españoles durante la conquista y colonización de lo que hoy es Méjico.
Sorprende que aluda ahora a sucesos de hace 500 años, como si fueran  hechos aislados e insólitos en la historia de América y aún de la humanidad, y sorprende todavía más que lo haga en un mundo que ha evolucionado mucho y bien en no pocos aspectos, pero que no ha logrado desterrar ni la violencia ni la guerra de las relaciones entre sus habitantes, como lo prueban dos guerras mundiales y las que aún se libran en varios escenarios del planeta. La historia de la humanidad es tan heroica y prometedora como horrenda.
Cuando los españoles llegaron a América, la guerra y la violencia ya existían allí, entre las comunidades indígenas y unos imperios que las enfeudaban, y allí las dejaron cuando se marcharon, porque la historia de Méjico es pródiga en violencia, en levantamientos armados, en revoluciones y en restauraciones, desde la independencia en 1821 hasta bien entrado el siglo XX.
No es que durante la conquista y colonización los españoles fueran pacíficos,  que no lo fueron, pero utilizaron medios y tácticas de guerra que, en Europa, fueron habituales durante las coetáneas guerras de religión entre católicos y protestantes. Nada de lo que haya que sentirse orgulloso, pero también hay que desterrar no pocas leyendas que desde muy pronto circularon sobre el Nuevo Mundo, una tierra extraña y fabulosa, que se decía habitada por seres monstruosos, sometida por espantosas masacres, unas ciertas y otras no tanto, que han dado pie a que el genocidio se asociara a la colonización española.
Es difícil negar que hubiera mortandad entre los aborígenes, menos por las armas, bastante rudimentarias, y por la escueta tropa que las manejaba, y más por las enfermedades transmitidas, ante las cuales la población nativa carecía de anticuerpos naturales. Pero sin negar el daño causado, es curioso que esos relatos sobre la brutalidad española, que forman la interesada leyenda negra, surgieran en países de cultura anglosajona, que colonizaron América del Norte exterminando a los nativos y recluyéndolos en reservas, sin disfrutar de derechos civiles hasta mediado el siglo XX.
La compartida opinión del norteamericano general Sheridan (1831-1888) sobre el trato a dar a los nativos -“El único indio bueno es el indio muerto”-, obtenía su contraste en Méjico, donde, un indio contemporáneo suyo, el abogado de origen zapoteca Benito Juárez (1806-1872), alcanzaba la Presidencia de la República en 1858, antes de que el general se hiciera famoso por sus tácticas de tierra quemada en la guerra de Secesión.
Hoy, los descendientes de aquellas belicosas comunidades con que se toparon los colonos españoles forman parte importante de la población de Centro y de Suramérica, y en algunos países son la población mayoritaria. Es más, los descendientes de aquellos “indios” están o han estado en fecha reciente al frente de varios gobiernos. También los descendientes de aquellos aborígenes que se opusieron o aliaron con Hernán Cortés, son pobladores de Méjico, pero deben ser invisibles para el Gobierno y para la estrecha oligarquía que rige desde hace décadas los destinos del país, porque forman parte de las clases subalternas, de la parte más pobre, desatendida y miserable de las clases subalternas, lo cual explica, en parte, la pacífica rebelión de los mayas en Chiapas.
Así, que por ahí debería empezar el señor Obrador, no exigiendo perdón a los españoles por hechos ocurridos hace 500 años, que bien se le puede conceder como gesto diplomático, con todos los matices que se quieran, sino pidiéndolo él por las iniquidades que padecen ahora muchos de sus conciudadanos.
Ya puesto a solicitar perdón como miembro de la clase gobernante, lo debería extender a los hechos ocurridos en octubre de 1968, durante la presidencia de Díaz Ordaz, cuando la policía disparó contra una concentración de estudiantes en la plaza de Tlatelolco, provocando una cifra aún desconocida de víctimas, que diversas fuentes sitúan entre 300 y 400 personas muertas, sin que, hasta hoy, el caso se haya esclarecido.
También debería hacerlo por las mujeres secuestradas, torturadas, asesinadas y desaparecidas en la fronteriza Ciudad Juárez y por los asesinatos de maestros, estudiantes, dirigentes sociales y periodistas que investigan el narcotráfico y la corrupción, porque tiene en su propia tierra una violencia que es cotidiana.
Y no estaría de más pedir perdón a la Casa Blanca por la droga que introducen los cárteles mejicanos en Estados Unidos, porque mata por su consumo y por la violencia que conlleva su acarreo y distribución. Y al mismo tiempo, en un cruce de explicaciones y perdones, podría solicitar al poderoso vecino del norte que pidiera, a su vez, perdón al gobierno mejicano por las diversas agresiones militares perpetradas en el pasado, que se han traducido en pérdida de territorio y en subordinación. Aunque, tal como están las cosas, sería esperar demasiado.  

El obrero, 28 de marzo de 2019

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