Parece
que la idílica letra de la canción de Nino Bravo Nino Bravo -“América. Un inmenso jardín, eso es América;
cuando Dios hizo el Edén, pensó en América”-, más que un estudio detallado de
las comunidades precolombinas y en particular del imperio azteca, ha impulsado
al Presidente López Obrador a solicitar al Gobierno español que pida disculpas
por los excesos cometidos por los soldados españoles durante la conquista y
colonización de lo que hoy es Méjico.
Sorprende
que aluda ahora a sucesos de hace 500 años, como si fueran hechos aislados e insólitos en la historia de
América y aún de la humanidad, y sorprende todavía más que lo haga en un mundo
que ha evolucionado mucho y bien en no pocos aspectos, pero que no ha logrado
desterrar ni la violencia ni la guerra de las relaciones entre sus habitantes,
como lo prueban dos guerras mundiales y las que aún se libran en varios escenarios
del planeta. La historia de la humanidad es tan heroica y prometedora como
horrenda.
Cuando
los españoles llegaron a América, la guerra y la violencia ya existían allí, entre
las comunidades indígenas y unos imperios que las enfeudaban, y allí las dejaron
cuando se marcharon, porque la historia de Méjico es pródiga en violencia, en levantamientos
armados, en revoluciones y en restauraciones, desde la independencia en 1821 hasta
bien entrado el siglo XX.
No
es que durante la conquista y colonización los españoles fueran pacíficos, que no lo fueron, pero utilizaron medios y
tácticas de guerra que, en Europa, fueron habituales durante las coetáneas guerras
de religión entre católicos y protestantes. Nada de lo que haya que sentirse orgulloso,
pero también hay que desterrar no pocas leyendas que desde muy pronto
circularon sobre el Nuevo Mundo, una tierra extraña y fabulosa, que se decía
habitada por seres monstruosos, sometida por espantosas masacres, unas ciertas
y otras no tanto, que han dado pie a que el genocidio se asociara a la
colonización española.
Es
difícil negar que hubiera mortandad entre los aborígenes, menos por las armas,
bastante rudimentarias, y por la escueta tropa que las manejaba, y más por las
enfermedades transmitidas, ante las cuales la población nativa carecía de
anticuerpos naturales. Pero sin negar el daño causado, es curioso que esos
relatos sobre la brutalidad española, que forman la interesada leyenda negra,
surgieran en países de cultura anglosajona, que colonizaron América del Norte
exterminando a los nativos y recluyéndolos en reservas, sin disfrutar de derechos
civiles hasta mediado el siglo XX.
La
compartida opinión del norteamericano general Sheridan (1831-1888) sobre el
trato a dar a los nativos -“El único indio bueno es el indio muerto”-, obtenía
su contraste en Méjico, donde, un indio contemporáneo suyo, el abogado de
origen zapoteca Benito Juárez (1806-1872), alcanzaba la Presidencia de la
República en 1858, antes de que el general se hiciera famoso por sus tácticas
de tierra quemada en la guerra de Secesión.
Hoy,
los descendientes de aquellas belicosas comunidades con que se toparon los colonos
españoles forman parte importante de la población de Centro y de Suramérica, y
en algunos países son la población mayoritaria. Es más, los descendientes de
aquellos “indios” están o han estado en fecha reciente al frente de varios
gobiernos. También los descendientes de aquellos aborígenes que se opusieron o aliaron
con Hernán Cortés, son pobladores de Méjico, pero deben ser invisibles para el
Gobierno y para la estrecha oligarquía que rige desde hace décadas los destinos
del país, porque forman parte de las clases subalternas, de la parte más pobre,
desatendida y miserable de las clases subalternas, lo cual explica, en parte,
la pacífica rebelión de los mayas en Chiapas.
Así,
que por ahí debería empezar el señor Obrador, no exigiendo perdón a los
españoles por hechos ocurridos hace 500 años, que bien se le puede conceder
como gesto diplomático, con todos los matices que se quieran, sino pidiéndolo
él por las iniquidades que padecen ahora muchos de sus conciudadanos.
Ya
puesto a solicitar perdón como miembro de la clase gobernante, lo debería extender
a los hechos ocurridos en octubre de 1968, durante la presidencia de Díaz
Ordaz, cuando la policía disparó contra una concentración de estudiantes en la
plaza de Tlatelolco, provocando una cifra aún desconocida de víctimas, que
diversas fuentes sitúan entre 300 y 400 personas muertas, sin que, hasta hoy,
el caso se haya esclarecido.
También
debería hacerlo por las mujeres secuestradas, torturadas, asesinadas y desaparecidas
en la fronteriza Ciudad Juárez y por los asesinatos de maestros, estudiantes, dirigentes
sociales y periodistas que investigan el narcotráfico y la corrupción, porque
tiene en su propia tierra una violencia que es cotidiana.
Y no estaría de más
pedir perdón a la Casa Blanca por la droga que introducen los cárteles
mejicanos en Estados Unidos, porque mata por su consumo y por la violencia que
conlleva su acarreo y distribución. Y al mismo tiempo, en un cruce de
explicaciones y perdones, podría solicitar al poderoso vecino del norte que
pidiera, a su vez, perdón al gobierno mejicano por las diversas agresiones militares
perpetradas en el pasado, que se han traducido en pérdida de territorio y en
subordinación. Aunque, tal como están las cosas, sería esperar demasiado. El obrero, 28 de marzo de 2019
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