Como
procuro ser buen ciudadano, acudí el otro día a buscar la famosa pegatina sobre
la combustión del coche, que es necesaria desde la puesta en marcha del plan
contra la contaminación atmosférica del ayuntamiento de Madrid, que restringe
el tráfico de coches en el centro y aún más allá en ciertos días.
Normalmente
no utilizo el coche en la ciudad, con la tarjeta de jubilata me basta y sobra
para moverme, pero, es mejor tener los papeles arreglados por si acaso, ya que
pasado el período de gracia, las advertencias municipales se convertirán en
multas.
Como
en algunas cosas soy cartesiano, acudí primero a la Jefatura Provincial de
Tráfico creyendo, erróneamente, que allí realizaría el trámite con más
diligencia. Tras una breve cola me acerqué al mostrador y pregunté por el tema,
pero al momento me arrepentí. La funcionaría me miró como si estuviera viendo a
un borracho y temí que me obligara a hacer el test de alcoholemia antes de responderme.
.-“Caballero,
en el mes de octubre se dijo que lo expediría Correos”.
No
me extrañó, porque también lo podrían hacer los estancos, puesto que venden
sellos, o las oficinas municipales. Y aunque soy mal jinete le agradecí lo de
caballero, y apunté:…Ah! Que lo envían por correo…
.-
“No señor -repuso, ya completamente segura de que hablaba con un beodo-, debe
de recogerlo allí, llevando la documentación del vehículo y el DNI”.
Me
encaminé a la estafeta más cercana, que estaba a rebosar de buenos ciudadanos
animados por el mismo propósito: conseguir la pegatina. Me dirigí a la máquina
que expide los vales con el turno, pero no funcionaba; la vez se pedía oralmente
como en la carnicería. Tras algunas consultas -¿quién es el último? Yo no; yo,
porque me dio la vez un señor que se ha marchado- me coloqué en una cola
informal, que avanzaba lentamente hasta que dejó de avanzar: se ha caído la
línea. Horror. Mañana baldía. Me marché cavilando en cómo harían estas cosas en
Alemania y acordándome de Larra -“Vuelva usted mañana”-, pero eso ocurría a mediados
del siglo XIX.
Ayer
volví dispuesto a no regresar sin la pegatina. La máquina de los turnos
funcionaba pero en el menú no figuraba la opción de solicitar la dichosa pegatina.
Mi mente cartesiana me sacó de la duda interpretando al pie de la letra las
instrucciones de la funcionaria de Tráfico: como se trataba de recoger una
pegatina, cogí el boleto correspondiente a “recoger” y me puse en la cola.
Cuando
me llegó el turno el empleado me pidió el aviso de la recogida: le entregué el
boleto y le dije que solicitaba la pegatina y que traía la documentación del
coch… No me dejó terminar: “Aquí se recogen los paquetes, para la pegatina es
en otro mostrador, coja en la máquina el boleto de “enviar” y espere su turno”.
¡Enviar! ¿Dónde quedaba la lógica formal? ¿Dónde fueron a perderse los
silogismos? Kant y Aristóteles sacados de la historia un jueves por la mañana. En ese instante se hizo la luz en mi cerebro y
supe por qué Larra se pegó un tiro con un pistolón de chispa: seguramente
estaba desesperado en la cola de un organismo oficial.
¿Enviar?
¿Enviar qué y a dónde? Volví a la máquina y como no me fiaba de la información
recibida y empezaba a dudar de mi mente -¿sufría un ataque de demencia senil o todo
el mundo estaba loco menos yo?- pulsé un botón de cada uno de los botones del
menú, me junté con un puñado de boletos de turno, pero al menos uno sería
acertado. Y me puse a esperar a que alguno de los números apareciera en la
pantalla luminosa del panel de información.
Allí
estaba, cuando de repente una chica de las que atendían el mostrador utilizó la
tecnología preinformática y se puso a vocear: “los que quieran la pegatina
pueden pasar por aquí” y mandó a hacer puñetas los boletos de la maquinita. Reconfiguración
general del orden establecido, y allí me puse. Esperé poco, el trámite fue
rápido y tras abonar 5 euros conseguí la famosa pegatina. Una operación de tres
minutos me había costado, entre viajes y esperas, varias horas, que pagadas a
precio de asistenta, que es lo que vale el tiempo de un profesor jubilado, es
una pasta gansa y unas preciosas porciones de un tiempo que está tasado.
Cuando
salía, sonó el teléfono móvil. Era un aviso del ayuntamiento, diciendo que el
recibo del mes de octubre del polideportivo había sido devuelto sin pagar. Creí
que me derrumbaba y maldije a Rodrigo Rato.
Desde
hace más de diez años asisto a unas sesiones de gimnasia para vejestorios en el
polideportivo municipal y tengo los recibos domiciliados en un banco. Cuando me
inscribí lo hice en Caja Madrid y cuando saltó el escándalo de Bankia, como
buen ciudadano me di de baja en la entidad y domicilié los recibos en otro
banco. Y cada año, cuando renuevo la plaza me preguntan en qué cuenta me cargan
los recibos y yo les digo, y les repito, y vuelvo a repetir que quiten de la
ficha la cuenta corriente que no funciona, porque produce confusión, y me
contestan que “el sistema” no lo permite. Les argumento que, dados los
adelantos de la informática, eso no es un problema difícil de resolver, pero
debe serlo.
En
octubre me avisaron de que el recibo de septiembre había resultado impagado. Lo
que tenía que pasar pasó y alguien, a saber quién -¿una becaria, un contratado,
un precario, un chapucero?-, se había confundido de cuenta y enviado los
recibos a Bankia, que naturalmente los rechazó.
Como
el asunto me cabreó bastante, y se notaba, me pidieron disculpas, pero les
volví a repetir lo que desde hace años les vengo diciendo, que eliminasen la
maldita cuenta y dejasen sólo una, la buena. Me prometieron que lo harían, pero
como ya había pasado tiempo y los siguientes recibos estaban cursados, debía
pagar los recibos atrasados y el siguiente. Así lo hice y creí que el asunto
estaba resuelto, hasta ayer.
Mañana volveré a la oficina del
polideportivo, a arreglar el asunto de una maldita vez. No sé si armado de
paciencia o de un Colt 45.
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