domingo, 9 de diciembre de 2018

40º Aniversario. Críticos con la Carta Magna

Contra la función aglutinante y simbólica de la Constitución y las servidumbres que contiene el discurso del consenso -acuerdos, silencios, omisiones, ambigüedades, obscuridades-, se alza el discurso de los partidos de la izquierda radical, los cuales, habiendo apostado por una drástica ruptura, en muchos casos de tipo revolucionario, con el régimen de Franco, se colocan abierta y claramente contra el proyecto de Constitución, porque a sus ojos representa la culminación del proceso de reformar jurídica y políticamente el Estado franquista.
Estas organizaciones, con un lenguaje más claro y más duro que el del consenso, aunque no exento, claro está, de un marcado tinte ideológico, critican la orientación general de la Carta y señalan las contradicciones y limitaciones que contiene. Destacan el conflicto latente, fruto de ambiciones de muy distinto signo y origen, el enfrentamiento social enterrado por la retórica jurídica, el olvido de unos intereses -amplios y populares- en aras de la prevalencia de otros -estrechos y oligárquicos- recogidos en el texto, las renuncias pactadas y las concesiones realizadas por los grandes partidos de la izquierda -el PCE y el PSOE- enmascaradas bajo la forma de acuerdos.
Según sus críticas, la Constitución arrastraba demasiados lastres del pasado, no atendía las demandas de los trabajadores y las clases populares; reconocía el modo de producción capitalista bajo el eufemismo de economía de mercado; limitaba derechos civiles (sindicación, huelga; funcionarios, mujeres, juventud), restauraba la monarquía; mantenía un poder ejecutivo fuerte y un Estado centralista; concedía al ejército la función de garantizar el orden constitucional y la unidad territorial del Estado; consolidaba la influencia de la Iglesia católica y el patriarcalismo; facilitaba la penetración del capital extranjero en la economía nacional y la tutela militar de Estados Unidos sobre España.
La crítica no se realizaba en nombre de los derechos del ciudadano, sino de los derechos de otro sujeto -el proletariado- y, en otros casos, de los derechos de las clases subalternas que formaban el pueblo revolucionario. 
Estas organizaciones juzgaban periclitada la etapa histórica de dominación social de la burguesía y, como sucedía en otras partes del mundo, otra clase social -el proletariado- debía desplazarla y tomar el relevo en la organización y el gobierno de la sociedad. En España el asunto era más grave por la renuncia de la burguesía a ostentar directamente el poder político y haberlo entregado a Franco, quien, con una dictadura militar (o fascista), había realizado satisfactoriamente esa labor. Por lo tanto, estimaban llegado el momento de que el ciudadano burgués, el sujeto individualista sobre el que descansaba una noción de la sociedad en la que todas las personas gozaban de idénticos derechos, pero estaban separadas por abismales diferencias de renta que les impedían ejercerlos en igual medida, debía dejar paso al proletario, el sujeto portador de valores solidarios y colectivos, sobre los que se debía erigir una nueva sociedad que acabase con la explotación económica de unos seres humanos por otros y repartiera equitativamente la riqueza producida. Por tal razón, uno de los adjetivos más frecuentes que estos grupos aplicaban a la Constitución era el de burguesa; es decir, adecuada a los intereses del ciudadano burgués.
A pesar de estas orientaciones generales, la crítica no fue uniforme ni coincidente en la posición ante el referéndum, pues algunos grupos postularon el boicot o la abstención -AC, MC, OIC, OCE-BR, UML, PCT, POUM, UCE-, otros solicitaron el voto negativo -LCR, PCE (m-l)- y unos terceros -ORT, PTE- acabaron apoyando la Carta Magna.
Los resultados del referéndum del 6 de diciembre mostraron el respaldo otorgado a la Constitución y, con ello, la consolidación de la reforma. No obstante, hubo algunos grupos de la izquierda radical (y sobre todo ETA), que no admitieron la   consolidación del régimen parlamentario o negaron incluso la reforma (nada ha cambiado; es un fascismo coronado) y esperaron verla desbordada por nuevas movilizaciones de las masas o por una intervención militar.  
El debilitamiento de la movilización popular y de la combatividad del movimiento obrero, que se fue trocando en movimiento sindical y después en sindicatos sin movimiento, hicieron inviable la primera posibilidad. El fracaso de la intentona golpista de febrero de 1981 (el tejerazo) fue un claro exponente de la inviabilidad de la segunda. Ambas revelan los reales apoyos sociales con los que contaban tanto la extrema derecha como la extrema izquierda, para la que se abría un escenario poco halagüeño, pues la aprobación de la Constitución en referéndum suponía culminar la reforma del régimen franquista con un amplio respaldo popular y, por lo tanto, el aplazamiento, si no definitivo por lo menos a medio plazo, de cualquier intento tendente a modificar en profundidad el régimen político recién estrenado.
Las elecciones de 1979 ratificaron las tendencias precedentes, pero fueron las elecciones legislativas de 1982 las que probaron, con la llegada al Gobierno de un partido de diferente signo político, que el sistema funcionaba con total normalidad permitiendo la alternancia y que la reforma había sido un éxito.
Los partidos de la izquierda radical, persiguiendo unos sueños revolucionarios que fueron desplazados hacia un futuro lejano, habían ayudado, con el activismo de su esfuerzo militante, a sus adversarios y a sus enemigos a alcanzar los suyos, mucho más modestos pero aplicados a consolidar el régimen democrático burgués recién fundado mediante la rutinaria administración del presente. 

Publicado en El Obrero el 19-XII-2018

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