Estas organizaciones, con un
lenguaje más claro y más duro que el del consenso, aunque no exento, claro
está, de un marcado tinte ideológico, critican la orientación general de la
Carta y señalan las contradicciones y limitaciones que contiene. Destacan el
conflicto latente, fruto de ambiciones de muy distinto signo y origen, el
enfrentamiento social enterrado por la retórica jurídica, el olvido de unos
intereses -amplios y populares- en aras de la prevalencia de otros -estrechos y
oligárquicos- recogidos en el texto, las renuncias pactadas y las concesiones
realizadas por los grandes partidos de la izquierda -el PCE y el PSOE-
enmascaradas bajo la forma de acuerdos.
Según sus críticas, la Constitución arrastraba demasiados lastres del
pasado, no atendía las demandas de los trabajadores y las clases populares;
reconocía el modo de producción capitalista bajo el eufemismo de economía de
mercado; limitaba derechos civiles (sindicación, huelga; funcionarios, mujeres,
juventud), restauraba la monarquía; mantenía un poder ejecutivo fuerte y un
Estado centralista; concedía al ejército la función de garantizar el orden
constitucional y la unidad territorial del Estado; consolidaba la influencia de
la Iglesia católica y el patriarcalismo; facilitaba la penetración del capital
extranjero en la economía nacional y la tutela militar de Estados Unidos sobre
España.
La crítica no se realizaba en
nombre de los derechos del ciudadano, sino de los derechos de otro sujeto -el
proletariado- y, en otros casos, de los derechos de las clases subalternas que
formaban el pueblo revolucionario.
Estas organizaciones juzgaban
periclitada la etapa histórica de dominación social de la burguesía y, como
sucedía en otras partes del mundo, otra clase social -el proletariado- debía
desplazarla y tomar el relevo en la organización y el gobierno de la sociedad.
En España el asunto era más grave por la renuncia de la burguesía a ostentar
directamente el poder político y haberlo entregado a Franco, quien, con una dictadura
militar (o fascista), había realizado satisfactoriamente esa labor. Por lo
tanto, estimaban llegado el momento de que el ciudadano burgués, el sujeto individualista
sobre el que descansaba una noción de la sociedad en la que todas las personas
gozaban de idénticos derechos, pero estaban separadas por abismales diferencias
de renta que les impedían ejercerlos en igual medida, debía dejar paso al
proletario, el sujeto portador de valores solidarios y colectivos, sobre los
que se debía erigir una nueva sociedad que acabase con la explotación económica
de unos seres humanos por otros y repartiera equitativamente la riqueza
producida. Por tal razón, uno de los adjetivos más frecuentes que estos grupos aplicaban
a la Constitución era el de burguesa; es decir, adecuada a los intereses del
ciudadano burgués.
A pesar de estas orientaciones
generales, la crítica no fue uniforme ni coincidente en la posición ante el
referéndum, pues algunos grupos postularon el boicot o la abstención -AC, MC,
OIC, OCE-BR, UML, PCT, POUM, UCE-, otros solicitaron el voto negativo -LCR, PCE
(m-l)- y unos terceros -ORT, PTE- acabaron apoyando la Carta Magna.
Los resultados del referéndum
del 6 de diciembre mostraron el respaldo otorgado a la Constitución y, con
ello, la consolidación de la reforma. No obstante, hubo algunos grupos de la
izquierda radical (y sobre todo ETA), que no admitieron la consolidación del régimen parlamentario o
negaron incluso la reforma (nada ha cambiado; es un fascismo coronado) y esperaron verla desbordada por nuevas
movilizaciones de las masas o por una intervención militar.
El debilitamiento de la
movilización popular y de la combatividad del movimiento obrero, que se fue trocando
en movimiento sindical y después en sindicatos sin movimiento, hicieron inviable
la primera posibilidad. El fracaso de la intentona golpista de febrero de 1981
(el tejerazo) fue un claro exponente
de la inviabilidad de la segunda. Ambas revelan los reales apoyos sociales con
los que contaban tanto la extrema derecha como la extrema izquierda, para la
que se abría un escenario poco halagüeño, pues la aprobación de la Constitución
en referéndum suponía culminar la reforma del régimen franquista con un amplio
respaldo popular y, por lo tanto, el aplazamiento, si no definitivo por lo
menos a medio plazo, de cualquier intento tendente a modificar en profundidad
el régimen político recién estrenado.
Las elecciones de 1979
ratificaron las tendencias precedentes, pero fueron las elecciones legislativas
de 1982 las que probaron, con la llegada al Gobierno de un partido de diferente
signo político, que el sistema funcionaba con total normalidad permitiendo la
alternancia y que la reforma había sido un éxito.
Los partidos de la izquierda radical, persiguiendo unos sueños
revolucionarios que fueron desplazados hacia un futuro lejano, habían ayudado,
con el activismo de su esfuerzo militante, a sus adversarios y a sus enemigos a
alcanzar los suyos, mucho más modestos pero aplicados a consolidar el régimen
democrático burgués recién fundado mediante la rutinaria administración del
presente.
Publicado en El Obrero el 19-XII-2018
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