El discurso hegemónico sobre la Constitución insiste, sobre
todo, en el valor que tiene como símbolo de reconciliación y
superación de las secuelas de la guerra civil; como reencuentro, como abrazo
sin revancha entre españoles, aunque para ello tenga que recurrir a la ficción de que no hay
grandes discrepancias a base de subrayar los acuerdos y omitir la referencia a
los asuntos conflictivos.
Así, a pesar de que, finalmente, la Constitución
deviene en el símbolo de la ruptura con el régimen franquista, los ominosos
silencios, los rodeos y la ambigüedad que presidieron el discurso del consenso
durante el proceso constituyente dejaron entrever que existían asuntos en los
cuales no parecía prudente adentrarse, tales como comprobar mediante un
referéndum el respaldo popular otorgado a la institución monárquica o a la
forma republicana de Estado o someter a consulta las relaciones del Estado español
con la Iglesia católica. También se orilló la depuración del aparato judicial, del
Ejército, los cuerpos de seguridad y el funcionariado más comprometido con la
dictadura, así como la exigencia de responsabilidades políticas o la
investigación de las tramas del terrorismo de extrema derecha.
No obstante, a pesar de
admitir que perviven situaciones del legado franquista que en aras de la
reconciliación tienen que permanecer incuestionadas, estas omisiones, estos
espesos silencios dejan constancia de que existen zonas de sombra que deben
continuar siendo misterios, pues, como indican Del Aguila y Montoro (1984, 244),
al hecho de que los misterios sean
secretos se une la necesidad de hacer pública su existencia, pues de otro modo
nadie tendría idea de su presencia en la esfera pública.
La larga sombra de los
llamados poderes fácticos -en especial el Ejército-, a los cuales no
conviene referirse más que vagamente, se cierne sobre todo el período
constituyente, de manera que el consenso deviene en lo compartido y en el
talante de compartir y, al mismo tiempo, en una especie de conjuro contra el
peligro del innombrable “involucionismo”, cuyas temibles reacciones se quieren
evitar, aunque, dicho sea de paso y según lo que representó el golpe de opereta
del 23-F-1981, tal peligro se exageró, y los llamamientos a la prudencia (a la
moderación cívica y laboral ante el “ruido de sables”) para no facilitar la
desestabilización de la naciente democracia actuaron como excelente coartada para
promover el consenso y recortar las aspiraciones de aquellos que querían llevar
más lejos el límite de los cambios.
En consecuencia, en este
discurso aparecen el consenso, como un resultado racional del esfuerzo de las
partes adversarias por dialogar, sacrificando el interés de clase o de grupo en
aras del interés nacional, y la Constitución como el acordado marco de
convivencia frente a las opciones violentas, pero también, como señalan Del
Aguila y Montoro (1984, 240), como la única alternativa democrática.
La Constitución, en una
sociedad contradictoria y con profundas divisiones como la española, más que un
voluntario consenso representa un compromiso entre fuerzas políticas que no
pueden llevar hasta el final sus propias propuestas, por lo cual se ven
constreñidas a optar entre alternativas forzadas. Así, sostienen estos autores,
durante la Transición los agentes políticos no se enfrentaban al dilema de democracia o dictadura, sino al de dictadura o de ésta (y no otra)
democracia. De ahí surgió el malentendido que atribuye a la Constitución el
haber atemperado los conflictos, cosa que ciertamente ha hecho, pero no lo que sucedió
realmente: que la Constitución estuvo empujada, ante la amenaza involucionista,
a defender esta democracia como forma de convivencia. Por lo cual, según estos
autores (ibíd, 241), la Constitución
no puede estar por encima del conflicto, sino que es la existencia de éste lo
que justifica su función simbólica.
Precisamente contra el
discurso que glosa esta función simbólica y sobre los sigilos que conlleva, se
alzó el discurso de los partidos de la izquierda radical, que pretendía sacar a
la luz pública todo aquello que, por las circunstancias ya señaladas, permanecía
enterrado por el silencio o disimulado por la retórica.
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