miércoles, 15 de febrero de 2017

Françoise et moi



Tous les garçons et les filles de mon âge se promènent dans la rue deux par deux… Una voz femenina, más bien triste, desgrana tímidamente y con palabras sencillas, las cuitas de una chica acomplejada, que, paseando sola y con el alma en pena, presentía que acabaría siendo monja.  
Cuatro acordes de guitarra -do, la menor, re menor, sol7ª-, una armonización de la época, corriente pero eficaz, un ritmo lento -slow fox-, marcado por el golpe seco de la baqueta en el cerco de la caja y por un bajo vigoroso arropando una letra sincera, convirtieron una canción cándida en un himno sobre la desorientación juvenil.
Una declaración de inseguridades sentimentales -Oui mais moi, je vais seule, car personne ne m’aime-, interrogantes y esperanzas -Connaîtrais-je bientôt ce qu’est l’amour?-, que pronto tuvo éxito entre tous les garçons et les filles de l’Espagne, porque era una canción fácil de cantar, de tocar con la guitarra y además era bailable, una pieza de las que permitían acercarse (pero sin pasarse) a una chica en un guateque. Imagino que a ellas les ocurriría algo semejante con los aprendices de galanes de la época.
 
La escuché en la radio, por primera vez, un otoño -quizá del 62 o del 63-. La voz de Françoise Hardy no podía llegar en otra estación del año, tan romántica y tan parisina, con las hojas de los árboles (Les feuilles mortes, genial Montand) cayendo sobre el suelo mojado por la lluvia. El verano ya lejos, la vuelta al instituto, la rutina de las clases, los días más cortos, más grises y más fríos, sin más horizonte que las aulas y las lejanas vacaciones navideñas, predisponían a los sueños y a la nostalgia de tiempos más apasionantes, no vividos pero leídos en novelas o vistos en el cine. París era “Casablanca”, las novelas de Simenon y las películas en blanco y negro de Jean Gabin, Charles Vanel, Lino ventura, Paul Meurisse o Belmondo; y Francia era la Bastilla, la Marsellesa, y sobre todo, sus chicas y sus mujeres: Michelle Morgan, Jean Moreau, Simone Signoret, las hermanas Deneuve, Milene Demongeot y sobre todo Brigitte Bardot.
El otoño escolar y la imagen de un París idealizado también conducían a reflexiones más sombrías sobre el porvenir -Quand donc pour moi brillerá le soleil?-, que se avenían muy bien con la canción de Hardy, que era una queja en voz baja sobre la soledad del presente y la incertidumbre del futuro.
La voz y la guitarra de la chica, que podía haber sido una compañera de instituto, llevaban a interrogarse sobre el mañana, el inmediato y el más lejano: ¿qué había más allá de la rutina de las aulas? ¿Qué había más allá del bachillerato? ¿Y después? ¿Y después de después? Porque, sin un proyecto claro (la dictadura no permitía hacerse muchas ilusiones), la vida se presentaba como un camino cubierto por la niebla. Aún no había advertido Machado por boca de Serrat que se hace camino al andar. Pero en cualquier caso, con camino o sin él, el tiempo imparable obligaba a recorrer la vida como jóvenes y muy pronto como adultos, pero, ¿acompañados por quién? ¿Cogidos de la mano con alguien o tan solos como Françoise Hardy, con el alma en pena? 

Crecí, Françoise también, y le perdí la pista. No olvidé aquella primera canción ni las inmediatamente siguientes, pero luego dejé de interesarme por su evolución, buscando musicalmente algo más vigoroso y más comprometido. Ella se desentendía de la política, mientras yo empezaba a interesarme por ella. Éramos hijos de familias humildes y algo derechistas, esas que votaban por el general De Gaulle. Por ejemplo, durante el Mayo del 68, Jacques y yo nos marchamos de París porque no me gustaban sus destrozos. Se dice que esa rebelión transformó la sociedad. Yo creo que es al revés: sucedió porque la sociedad había cambiado -dice Hardy en una entrevista reciente. 
Ella se alejaba de París en mayo del 68 y yo hubiera dado cualquier cosa con tal de estar allí, levantando adoquines. De mi visita a España en los años sesenta no recuerdo nada. Lo único que sé sobre la guerra civil y el franquismo es por los libros de André Malraux, que leí mucho más tarde. En aquella época no sabía nada sobre política. Viviendo en el mundo yeyé, de la canción moderna, era fácil no saber de Franco en Francia; cosa bien distinta era soportarlo en España.

De tarde en tarde supe de ella, claro. Su foto aparecía en la prensa, casada con un tipo -¡maldito Jacques!-, que sólo por ese hecho no me gustó (¿son posibles los celos distantes de alguien a quien no se ha tratado?). Seguía guapa, con ese aire de chica francesa. Maduraba, yo también. Pasaban los años, y de vez en cuando comprobaba, en fotografías, que envejecía bien y me obligaba a reconocer mi propio declive. Hasta el otro día.
La encontré el domingo pasado en las páginas del suplemento dominical de un diario, en una entrevista con fotos. Estaba muy desmejorada; acababa de salir de un trance -un linfoma-, que casi le produjo la muerte, pero estaba elegante, muy francesa, con el pelo blanco y corto, pero conservando muchos rasgos de aquella chica de la guitarra.
Sigue reservada, sola y triste, casada con un marido alérgico al compromiso -¡maldito Jacques!- pero sola -y libre- como toda su vida. Desencantada de la derecha y de la política, sólo le interesan los políticos que van por libre (Michel Rocard, Raymond Barre y al principio Nicolás Sarkozy, pero le interesa Fillon); no le gustan ni Le Pen ni Melenchon, se confiesa una persona de “centro”, (de centro a la francesa, claro), defiende el aborto, la eutanasia, la igualdad de salarios, el feminismo empático y la espiritualidad sin sectarismo, sin iglesias ni clérigos.
Más volcada en la producción musical de los últimos años -que desconozco-, dice que las canciones de los años sesenta le gustan menos, pero que aún le emociona L’amitié, que también es una de mis preferidas. Recuerdo que sonaba como fondo de la secuencia del suicidio con que Rèmy Girard, rodeado de su familia y amigos, ponía fin a su vida y a su cáncer, en la película de Denys Arcand “Las invasiones bárbaras”, cuya visión recomiendo.

La amistad, la lealtad incondicional sin fisuras, y su ausencia, los olvidos y las traiciones, son temas recurrentes de la canción adolescente, y aún de muchas composiciones de adultos. Esa carencia se percibe en la mirada de una mujer de pelo blanco, cuyos ojos siguen teniendo el mismo brillo y la misma tristeza que tenían los de aquella chica, que, con cuatro acordes -do, la menor, re menor, sol-, compuso una canción pidiendo auxilio. Y creo que aún lo pide.   

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