El día 12 de febrero de 1974, el presidente del Gobierno, Arias Navarro, presentó en las Cortes una timorata “apertura” -el llamado “espíritu del 12 de febrero”- para abordar algunas reformas y ampliar en grado muy limitado la participación de la ciudadanía que legitimase la monarquía dispuesta por Franco como continuación de su régimen. Se trataba de legalizar unas asociaciones -que no partidos, se recalcaba- para promover la “ordenada concurrencia de pareceres”, que, con respeto a las Leyes Fundamentales del Movimiento, coexistieran con los cauces representativos existentes, que eran el familiar, el municipal y el sindical, con los filtros de participación conocidos.
Cuando
desapareciera la figura del Caudillo, que con sus inapelables decisiones
regulaba las tensiones entre las familias políticas que componían el bloque
social dominante, favoreciendo a unas u otras según aconsejara la coyuntura, el
invento de Arias pretendía fundar un marco competitivo, pero restringido, en el
que, de forma ordenada, las familias del Régimen pudieran expresar legal, pero,
sobre todo, lealmente, los intereses propios de su ideario, de sus actividades
profesionales o de su ubicación en el ámbito productivo, comercial, financiero
o cultural a través de programas políticos y promover a los candidatos idóneos
para representarlas en las instituciones del Estado. Es decir, establecía un
marco que permitía competir por ostentar cuotas de poder institucional entre
quienes compartían la legitimidad de la dictadura, pero mantenía fuera de dicho
marco a quienes no la compartieran, la quisieran modificar forzando el marco
establecido y, claro está, a quiénes albergaran el propósito de acabar con el
régimen surgido de la victoria en la guerra civil.
El
“espíritu del 12 de febrero” representaba la liberalización -en una democracia
restringida- para unos pocos y la exclusión del resto, que estaba representado
políticamente por las fuerzas de la oposición, igualmente diversa y todavía
bastante dispersa, ante la cual cabía una distinción en el trato gubernamental,
que se haría evidente en los años de la Transición, entre la oposición
consentida, tolerada, y la oposición intolerable y perseguida.
El
invento de Arias se reveló poco útil, pues las asociaciones -que no partidos-,
pensadas también para integrar fuerzas políticas moderadas que pudieran surgir
tras la muerte de Franco, fueron pronto olvidadas o, mejor dicho, rebasadas por
los acontecimientos, en una realidad que iba muy deprisa.
Pocos
días después del discurso “aperturista” de Arias, afirmando la persistente
naturaleza represiva del Régimen, debía cumplirse la sentencia del joven
anarquista Salvador Puig Antich, miembro del Movimiento Ibérico de Liberación
(MIL), que, acusado de matar a un policía en un confuso forcejeo al ser
detenido, había sido condenado a la pena capital. También el polaco Heinz Chez,
acusado del asesinato de otro agente de policía, fue condenado a la misma pena.
Uno
era un adversario político de la dictadura, el otro un delincuente común, pero
ambos fueron castigados, sin distinción, como una muestra de la equidad del
Régimen, con la pena máxima, que se ejecutó el día 2 de marzo de 1974, por
medio de un cruento y medieval instrumento, que era plenamente acorde con la
mentalidad imperante en aquel sistema político y jurídico: el llamado garrote
vil. Fue la última vez que semejante herramienta se utilizó en España.
Haciéndose
eco de las protestas en España y de presiones llegadas desde el extranjero,
cuatro ministros -Barrera, Cabanillas, Carro y Fernández-Cuesta- apoyaron una
petición de indulto, que no prosperó.
Era
difícil que lo hiciera, pues el día 20 de diciembre de 1973, el presidente del
Gobierno, el predecesor de Arias Navarro, el almirante Luis Carrero Blanco,
había sido asesinado, junto con su escolta y el conductor de su coche blindado,
en un atentado perpetrado por ETA en la llamada “Operación Ogro”. El comando se
había desplazado a Madrid con la intención de secuestrarle, pero ante la
dificultad de hacerlo optó por acabar con su vida.
Después
de la muerte de Carrero era muy difícil que Franco concediera un perdón.
Tampoco lo hubo para dos miembros de ETA y tres del FRAP ejecutados el 27 de
septiembre de 1975, a pesar de las numerosas peticiones de clemencia y las
manifestaciones de repudio que recorrieron Europa. Menos de dos meses después,
Franco fallecía de una septicemia generalizada.
La ejecución por garrote vil aparece en
las películas Los atracadores (Rovira Beleta, 1962) y El verdugo (García
Berlanga, 1963). Y la preparación y ejecución del atentado contra Carrero
Blanco en Operación Ogro (Gillo Pontecorvo, 1979).
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