Aquel día, sobre todo por la mañana, yo también creí que los atentados en Madrid eran obra de ETA. Era lo más fácil y casi lo habitual, pues teníamos un terrorismo doméstico que desde hacía 36 años venía produciendo víctimas cada cierto tiempo; últimamente civiles, incluso niños, y en su historial no faltaban los atentados indiscriminados, como los de Barajas y Atocha en Madrid, con bombas dejadas en las consignas en su insensata campaña contra el turismo, o el de la cafetería Rolando en la calle del Correo, también en Madrid, o el atentado de Hipercor, en Barcelona. Ibarretxe había atribuido a ETA la autoría en su primera intervención, pero lo desmintió Otegui, que debía tener información fiable.
En
conversaciones con amigos a lo largo del día, un día intenso, con muchas
llamadas, fue apareciendo la posibilidad de que fuera un acto de fanáticos
islamistas. La idea no era descabellada, pues según se iba conociendo la
magnitud de los atentados, el número de mochilas con explosivos, la elección de
los lugares y el número de víctimas, de muertos y heridos, la operación parecía
desbordar la capacidad de los etarras, es más, parecía un acto insensato, desmesurado,
que por su poder destructivo suponía el suicidio de la banda.
Un
atentado de esas dimensiones impediría cualquier negociación y crearía tal
repulsa en la ciudadanía que privaría a los etarras de apoyo social; sería su
fin. Y en realidad, lo fue, porque después de aquello, lo que hiciera ETA no
sólo sería minúsculo, sino que carecería de sentido político, porque ese día y
los siguientes todo cambió; el país se entristeció, quedó paralizado por el
horror y con la sensación de haber entrado de golpe en otra época, ya anunciada
de modo sangriento en septiembre de 2001, con el derribo de la Torres Gemelas
en Nueva York.
La
mañana del día 11, mientras preparaba el café escuché como una detonación
lejana y tembló el cristal de la ventana de la cocina, y mi hija, que se estaba
tomando un cola-cao, me lo confirmó. Después hubo otro ruido apagado, con otro temblor.
Parecía como si hubiera estallado una bombona de butano o algo así, ya que
descarté, por ilógico, un atentado con bombas en un barrio de trabajadores.
¿Quién podía querer hacer daño a gente que se estaba preparando para ir a
trabajar?
Puse
la radio -la SER- y de modo disperso, con interrupciones, conexiones, palabras
de aquí y de allá, noticias de un sitio y otro se fue recomponiendo el
rompecabezas y aclarando el itinerario diseñado por los matarifes -Santa Eugenia, El Pozo, Atocha- en su camino
hacia la apoteosis final en el nudo de comunicaciones que es Atocha, que por fortuna falló en algunos aspectos,
con el correspondiente ahorro de víctimas.
Cuando
se hubieron marchado mi mujer y mi hija, bajé a la calle y me encaminé a la
estación, donde un poco antes de las 8 de la mañana solía tomar el tren de
cercanías para ir a la facultad, pero ese día había huelga, aún así pensaba
acudir a una concentración de profesores, pero los atentados cambiaron los
planes de todo el mundo.
Antes de llegar, me encontré con un espectáculo dantesco, la calle estaba llena de restos de metal, de plástico, ladrillos, escombros, trozos de cable. El cuerpo de un hombre yacía tirado junto a la acera, había salido despedido de la estación, que había perdido parte del techo y algunas paredes. La tremenda detonación había ocurrido con el tren parado, uno de los vagones estaba destrozado, abierto por el techo y partido brutalmente por la mitad… Y recuerdo de modo confuso, el ruido de las sirenas, luces azules y rojas, coches de la policía, bomberos, sanitarios, ambulancias, camillas, ruido, agitación y socorros improvisados…y las ganas de vomitar. Y eso que había pasado mucho rato desde que sonó la explosión. Al pronto, el desastre me recordó fotografías de Beirut en sus peores momentos.
Ante aquello me sentí impotente y para evitar
ser un estorbo me volví a casa, impaciente a ver si había noticias de mi hija,
que todos los días a esa hora hacia un transbordo en la estación de Atocha. En
cuanto llamó por teléfono y me dijo que estaba bien, bajé a la calle.
El
barrio estaba conmocionado, la gente iba y venía, preguntaba por sus
familiares y por sus vecinos. Niños y jóvenes andaban por la calle, pues el
colegio y el instituto, situados frente a la estación, habían sido
desalojados para destinar las instalaciones a lo que hiciera falta y porque
hasta el colegio habían llegado restos humanos. Algunos de esos niños no sabían
que a esa hora eran huérfanos. Sus padres, como en un rutinario día cualquiera
se habían dirigido a la estación a tomar un tren donde les esperaba la muerte.
Supimos
que había vecinos heridos, uno de ellos, Emiliano con mal pronóstico. Estuvo
ingresado bastante tiempo y falleció al cabo de un año a consecuencia del daño
recibido; siempre lo añado a la cifra de víctimas de aquella salvajada.
El
día fue tremendo, incapaz de centrar la atención en otra cosa fui de la radio a
la televisión y de esta al teléfono, que no dejó de sonar en todo el día, con
llamadas de familiares y amigos que saben que vivimos cerca de la estación de
El Pozo y que tomo el tren por la mañana casi a diario.
Por
la tarde, la asociación de vecinos convocó una concentración ante el edificio
de la Asamblea de Madrid. No fue un acto oficial, ni hubo representantes
políticos, sino una reunión espontánea de gente con caras largas buscando el
contacto humano y dando y solicitando información. Allí, entre lo que contaban unos
y otros, con noticias procedentes de fuentes, sobre todo, extranjeras, empezó a
parecer verosímil que los autores de los atentados fueran terroristas
islamistas e inmediatamente se relacionó con la invasión de Iraq el año 2003.
El día
había sido atroz, esa noche mi mujer y yo estuvimos viendo las noticias hasta
muy tarde y apenas pudimos descansar. No olvidaré aquel día once de marzo.
11 de
marzo de 2024
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