sábado, 8 de abril de 2023

La otra vida del "Curín Tellado"

Así era popularmente conocido, en los años sesenta, el sacerdote jesuita José Luís Martín Vigil, por el estilo blando y sentimental de sus novelas, equiparado al de Corín Tellado, la prolífica escritora asturiana de literatura romántica.

Desde una perspectiva de suave denuncia social, aparentemente moderna y atrevida para un público lector preferentemente juvenil, el jesuítico personaje, cuyas oscuras andanzas han permanecido ocultas durante décadas, escribía sobre problemas propios de la juventud, como el descubrimiento del mundo, la falta de referentes, la adaptación a la vida adulta, la desorientación sentimental y sexual o la incertidumbre ante el porvenir, así como sobre el trabajo, la pobreza y la marginalidad en la periferia de las grandes ciudades, con velada alusión a temas tenidos entonces por escabrosos y juzgados con moralina.

“La vida sale al encuentro”, “Sentencia para un menor”, “Cierto olor a podrido”, “Una chabola en Bilbao”, “Sexta galería”, “Los curas comunistas” o “La muerte está en el camino” fueron novelas que tuvieron éxito.

El estilo de Martín Vigil sugería que se trataba de una persona comprensiva y experta en tratar esas cuestiones, lo cual facilitaba el contacto con jóvenes de ambos sexos necesitados de orientación, en unos años en que la influencia de la Iglesia llegaba a todas partes, particularmente a las nuevas generaciones a través de la enseñanza escolar y de la catequesis, de las asociaciones de caridad y de las agrupaciones infantiles y juveniles de ámbito parroquial, donde, en actividades lúdicas, culturales y deportivas, era habitual el trato estrecho entre sacerdotes y seglares y entre curas y jóvenes, y estaba socialmente aceptado recibir orientación religiosa a través de los directores espirituales, los consiliarios,  la confesión y de los ejercicios espirituales.

En una Iglesia hipócritamente escorada hacia las clases altas, la figura del cura se mostraba a las clases bajas como un consejero o un abnegado defensor de los desamparados, y con frecuencia como un mártir en lejanas tierras de misión o en la cercana guerra civil. El sacerdote representaba el ideal de persona guiada por la verdad, el sacrificio, la moral estricta y la entrega a los demás, con renuncia a un proyecto de vida personal -familia, hijos-, lo cual le dotaba de autoridad para ejercer una función de educador y protector similar a la de un buen pastor.

La Iglesia era la sociedad perfecta y sus funcionarios eran personas de moral intachable y recta conducta, de quienes nadie, y menos niños y adolescentes, podía esperar un trato vejatorio y mucho menos abusos de índole sexual, dado el hincapié de la doctrina cristiana en lo relacionado con el sexto mandamiento, convertido en una obsesión episcopal que se reflejaba con singular tenacidad en la censura sobre la cultura y los espectáculos.

Todo ello eliminaba las reservas que jóvenes y adolescentes pudieran tener ante las solicitudes de los pederastas, porque estos representaban precisamente la virtud, la recta moral, la conciencia estricta y la aversión al pecado; es decir, su teórica función pastoral servía para desarmar y confundir a las posibles víctimas, que no podían imaginar el vejatorio trato que iban a recibir de quienes se ofrecían como ejemplos vivientes de vida cristiana. Situación que sometía a las víctimas a una contradicción, que costaba percibir por ilógica y más aún rechazar por la autoridad de que los curas estaban investidos y por el manto de silencio que se ceñía sobre las actividades de los acosadores.     

Ya entonces corrían rumores sobre las tendencias malsanas de Martín Vigil, dicho sea, en su lenguaje. Había sido discretamente expulsado de los jesuitas, pero siguió ejerciendo su labor de sacerdote como consejero, director espiritual, amigo y otros pretextos invocados para ejercer su nefasta influencia sobre jóvenes adolescentes necesitados de orientación, a los que captaba y sometía.

Fallecido en 2011, fue uno de los muchos sacerdotes pederastas que han quedado sin rechazo social y sin castigo, protegidos por sus superiores, que los trasladaban de lugar cuando recibían alguna denuncia sobre abusos, siempre presuntos, pero no investigados, o crecían los rumores sobre sus delictivas apetencias, que exculpaban como “flaquezas humanas” cuando en realidad eran delitos, pero convertían en delitos para los demás lo que ellos consideraban pecados. Eran depredadores amparados por la Curia, amparada a su vez por un Estado confesional; monstruos en un sistema monstruoso.

9/4/2023, El obrero.es


   

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