Así era popularmente conocido, en los años sesenta, el sacerdote jesuita José Luís Martín Vigil, por el estilo blando y sentimental de sus novelas, equiparado al de Corín Tellado, la prolífica escritora asturiana de literatura romántica.
Desde
una perspectiva de suave denuncia social, aparentemente moderna y atrevida para
un público lector preferentemente juvenil, el jesuítico personaje, cuyas
oscuras andanzas han permanecido ocultas durante décadas, escribía sobre
problemas propios de la juventud, como el descubrimiento del mundo, la falta de
referentes, la adaptación a la vida adulta, la desorientación sentimental y
sexual o la incertidumbre ante el porvenir, así como sobre el trabajo, la pobreza
y la marginalidad en la periferia de las grandes ciudades, con velada alusión a
temas tenidos entonces por escabrosos y juzgados con moralina.
“La
vida sale al encuentro”, “Sentencia para un menor”, “Cierto olor a podrido”,
“Una chabola en Bilbao”, “Sexta galería”, “Los curas comunistas” o “La muerte
está en el camino” fueron novelas que tuvieron éxito.
El
estilo de Martín Vigil sugería que se trataba de una persona comprensiva y experta
en tratar esas cuestiones, lo cual facilitaba el contacto con jóvenes de ambos
sexos necesitados de orientación, en unos años en que la influencia de la
Iglesia llegaba a todas partes, particularmente a las nuevas generaciones a
través de la enseñanza escolar y de la catequesis, de las asociaciones de
caridad y de las agrupaciones infantiles y juveniles de ámbito parroquial,
donde, en actividades lúdicas, culturales y deportivas, era habitual el trato estrecho
entre sacerdotes y seglares y entre curas y jóvenes, y estaba socialmente
aceptado recibir orientación religiosa a través de los directores espirituales,
los consiliarios, la confesión y de los
ejercicios espirituales.
En
una Iglesia hipócritamente escorada hacia las clases altas, la figura del cura
se mostraba a las clases bajas como un consejero o un abnegado defensor de los
desamparados, y con frecuencia como un mártir en lejanas tierras de misión o en
la cercana guerra civil. El sacerdote representaba el ideal de persona guiada
por la verdad, el sacrificio, la moral estricta y la entrega a los demás, con
renuncia a un proyecto de vida personal -familia, hijos-, lo cual le dotaba de autoridad
para ejercer una función de educador y protector similar a la de un buen
pastor.
La
Iglesia era la sociedad perfecta y sus funcionarios eran personas de moral intachable
y recta conducta, de quienes nadie, y menos niños y adolescentes, podía esperar
un trato vejatorio y mucho menos abusos de índole sexual, dado el hincapié de
la doctrina cristiana en lo relacionado con el sexto mandamiento, convertido en
una obsesión episcopal que se reflejaba con singular tenacidad en la censura
sobre la cultura y los espectáculos.
Todo
ello eliminaba las reservas que jóvenes y adolescentes pudieran tener ante las
solicitudes de los pederastas, porque estos representaban precisamente la
virtud, la recta moral, la conciencia estricta y la aversión al pecado; es
decir, su teórica función pastoral servía para desarmar y confundir a las
posibles víctimas, que no podían imaginar el vejatorio trato que iban a recibir
de quienes se ofrecían como ejemplos vivientes de vida cristiana. Situación que
sometía a las víctimas a una contradicción, que costaba percibir por ilógica y más
aún rechazar por la autoridad de que los curas estaban investidos y por el manto
de silencio que se ceñía sobre las actividades de los acosadores.
Ya
entonces corrían rumores sobre las tendencias malsanas de Martín Vigil, dicho
sea, en su lenguaje. Había sido discretamente expulsado de los jesuitas, pero
siguió ejerciendo su labor de sacerdote como consejero, director espiritual,
amigo y otros pretextos invocados para ejercer su nefasta influencia sobre jóvenes
adolescentes necesitados de orientación, a los que captaba y sometía.
Fallecido
en 2011, fue uno de los muchos sacerdotes pederastas que han quedado sin rechazo
social y sin castigo, protegidos por sus superiores, que los trasladaban de
lugar cuando recibían alguna denuncia sobre abusos, siempre presuntos, pero no
investigados, o crecían los rumores sobre sus delictivas apetencias, que
exculpaban como “flaquezas humanas” cuando en realidad eran delitos, pero
convertían en delitos para los demás lo que ellos consideraban pecados. Eran depredadores
amparados por la Curia, amparada a su vez por un Estado confesional; monstruos en
un sistema monstruoso.
9/4/2023, El obrero.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario