El 20 de octubre de 2011, ETA, usando el eufemístico lenguaje habitual, anunció el “cese definitivo de la actividad armada” y seis años después, en abril de 2017, en un acto simbólico y propagandístico, hizo entrega de las armas. Con ello acababa la última guerra carlista. La quinta, si no me equivoco, pues la cuarta formó parte de la cruzada franquista. Y concluyó sin abrazo de Vergara.
El
balance de estos casi 60 años de existencia (1959-2017) y más de 50 de
terrorismo es negativo respecto al propósito original, no al sucedáneo que han
ofrecido sus socorristas para edulcorar la derrota, que fue llevar a la
práctica el sueño de un fanático naviero vasco, beato y de familia carlista, de
sustraer el País Vasco a las tensiones producidas por la modernización, la
urbanización, la industrialización y la emergencia de la ciudadanía, mediante
el regreso a unas pretendidas esencias ancestrales.
Una
ensoñación feudal, como otras en Europa, ante la modernización política y
cultural y la revolución industrial y sus efectos: la movilidad social, la
emergencia de la clase obrera, la afluencia de trabajadores de otras regiones,
la pérdida de referentes católicos, el cambio en las costumbres de la
patriarcal y confesional sociedad vasca y los derechos laborales y civiles de
las clases subalternas. Dicho de otro modo, la reacción del campo, del caserío y
la parroquia, como ya había aparecido en las guerras carlistas -Arana no salía
de ese supuesto-, ante la emergencia de la sociedad urbana, comercial, democrática
y fabril. Fue una típica reacción antimoderna, como lo fue ambiguamente el
franquismo; un vano intento de retener el paso del tiempo y la sociedad rural y
artesana, unida por costumbres ancestrales, reales o inventadas.
ETA
asumió el legado sabiniano y mediante la fuerza intentó fundar un Estado vasco
independiente, formado por tres provincias vascas españolas (Euskadi Sur),
Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, con la anexión de Navarra, más tres provincias
francesas (Euskadi Norte), Baja Navarra, Lapurdi y Zuberoa, a expensas de los
territorios arrebatados los estados español y francés en una guerra victoriosa.
ETA
ha sido una organización muy pertinaz. Carente de mecanismos internos para
corregir la estrategia, por exigir una adhesión acrítica e inquebrantable a sus
adherentes, obtenida con purgas sucesivas, expulsiones y escisiones, ha sido
incapaz de percibir los profundos cambios producidos en la sociedad española en
general y en la vasca en particular.
Tras
una etapa de justificación teórica de la violencia y de intentar sacar al
pueblo vasco de su letargo mediante propaganda y actividades simbólicas, la siguiente
táctica fue animarle a entablar una guerra popular (como en Argelia) contra dos
estados opresores -España y Francia (en realidad contra uno sólo, ya que el
otro servía de santuario)- en la que ETA se reservaba el papel de vanguardia
armada.
Fracasado
el intento de vencer a la dictadura con una guerra popular teorizada en la
“Insurrección en Euskadi” (1964), ETA, que no percibió cambio alguno con la
Transición -nada ha cambiado, fue su obtuso dictamen-, puso en marcha una
táctica no para vencer militarmente al Estado español, sino para obligarle a
negociar mediante una guerra de desgaste, en la que el Gobierno de turno se viera
obligado a ceder a causa de la presión ejercida por la opinión pública para que
cesaran los atentados con víctimas mortales. La llamada “Alternativa Kas” era
la base para sentarse a negociar, y la baza de ETA para lograrlo era poner “cien
muertos sobre la mesa de negociaciones”, como dijo en una ocasión la etarra
“Carmen” (Belén González Peñalva).
Aunque no les guste, tendrán
que ir a una negociación tarde o temprano y nosotros siempre hemos dicho que
estamos dispuestos a sentarnos en una mesa y buscar una salida negociada en el
sentido de la alternativa KAS. (Txomin Iturbe Abasolo, noviembre, 1986).
Fracasada
la negociación con el gobierno de Felipe González, para forzar una negociación
en los términos que deseaba, en 1994 aplicó la ponencia Oldartzen, que tenía
por objetivo “socializar el sufrimiento”
por medio de la “kale borroka” y atentados contra cargos políticos y población
civil.
Y
en 1998, propuso formar un frente nacionalista que abarcó desde sus grupos anejos
(HB, Jarrai, gestoras, etc) hasta el PNV, que se formalizó en el Pacto de
Estella.
En
1999, se fraguó una negociación del gobierno de Aznar con ETA, que se saldó con
otro fracaso, por la persistencia de ETA en sus objetivos, a pesar de las
concesiones de Aznar. En consecuencia, al igual que hace cuarenta años,
mientras Euskal Herria carezca de instituciones estables y legítimas que le
aseguren su supervivencia, seguiremos luchando contra los que actualmente oprimen
a Euskal Herría (Comunicado de
ETA, septiembre, 2002).
La
consecuencia del Pacto de Estella fue el Plan Ibarretxe, en 2004, un nuevo
Estatuto de Autonomía fundado en el “derecho a decidir”, que implicaba una
reforma del Estado de tipo confederal para admitir la autodeterminación del
País Vasco y la anexión de Navarra. Fue discutido y rechazado por el Congreso y
por el Tribunal Constitucional.
La
progresiva eficacia de la policía y la guardia civil, sobre todo desde la caída
de la dirección de ETA en Bidart (1992) y la acción de la justicia fueron
derribando la letanía recitada devotamente por los aberzales y el PNV (que era
imposible acabar policialmente con el terrorismo, que la salida era política y
negociada, que no era posible vincular a ETA con HB, que no era recomendable
ilegalizar HB), al mismo tiempo que la sociedad vasca empezaba a reaccionar de
forma abierta no sólo contra los terroristas sino contra sus seguidores y
patrocinadores.
Los
brutales atentados del fanatismo islamista en Madrid, que multiplicaron en
crueldad los estragos de ETA, pusieron en solfa la negociación sobre la base de
poner muertos sobre la mesa, y mostraron que el rechazo social a todo tipo de
terrorismo alcanzaba al País Vasco y hacía mella en sus propias bases.
En
noviembre de 2004, ocho meses después del atentado del 11-M en Madrid, cuatro
dirigentes etarras encarcelados, reconocían la irreversible situación en que
ETA se encontraba en una carta a la Dirección: Nuestra estrategia político-militar
ha sido superada por la represión del enemigo contra nosotros (...) Esta
lucha armada que desarrollamos hoy en día no sirve. Esto es morir a fuego lento
(...) No se puede desarrollar la lucha armada cuando se es tan vulnerable a la
represión. La firmaban Pakito, Makario, Pedrito e Iñaki de Lemona.
Los
dirigentes de ETA, ciegos y sordos se seguían creyendo invulnerables: Todos los mandatarios españoles han quedado
en el camino y la lucha del pueblo vasco siempre ha sido la piedra angular que ha
contribuido a su propio fracaso y a mantener abierta permanentemente una
profunda crisis política en el Estado español (…) Es evidente, también, que el
proyecto español basado en la negación y el sometimiento de los pueblos ha
fracasado. (Comunicado, junio de 2006). En consecuencia, con el atentado de
la terminal T-4 de Barajas, que produjo la muerte de dos trabajadores, acabó
con las conversaciones que mantenía con el Gobierno de Zapatero. Antes de tres
meses fueron detenidos los autores del atentado (Comando “Elurra”).
Los
atentados siguieron, si bien con menor intensidad, mientras ETA tenía a la
inmensa mayoría de su militancia en la cárcel y su dirección era sucesivamente
desmantelada, por lo que, carente de recursos humanos, era reemplazada por
individuos cada vez más crueles e incompetentes.
La
última víctima de ETA fue un gendarme francés, muerto en un tiroteo, en marzo
de 2010. El 20 de octubre de 2011, ETA anunció el cese definitivo de sus
actividades armadas.
Era
la crónica de una derrota anunciada, aunque, largamente demorada. Los hay que
son muy duros de mollera y reaccionan con lentitud geológica ante los acontecimientos
políticos.
Ayer,
Arnaldo Otegui, coordinador de EH-Bildu, con las habituales cautelas del discurso
abertzale, lamentó el dolor causado a las víctimas, que no debió
producirse. Algo es algo, pero insuficiente, a la luz de todo lo ocurrido.
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